La muerte es un enemigo furtivo que acecha constantemente. Es tan omnipresente, como repulsiva e incomprensible. Es tan cierta como el sol que se pone en el horizonte, simbolizando el ocaso de la vida
Los antiguos egipcios, los filósofos griegos, los escritores romanos, los cristianos primitivos, los teólogos medievales y los padres de la reforma protestante, trataron de explicar lo que sucede con los muertos, qué significa y de dónde procede la muerte. Incluso las ciencias sociales, la medicina y la ética han incursionado en el tema porque no aceptan la idea de que la vida humana termine con la muerte, si se toma en cuenta todo el ingenio científico a disposición del ser humano en la actualidad.
Pero no hay respuesta clara al problema de la muerte, excepto en las Sagradas Escrituras. En el Antiguo como en el Nuevo Testamento la terminología que se usa para la muerte y el morir se combina para representar el concepto del fin de la existencia del ser humano en su totalidad. Nunca se presenta como una transición natural de una etapa de la existencia humana a otra.
La fórmula bíblica de la existencia humana está registrada en Génesis: “Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente”. El polvo indica la sustancia material de la humanidad, terrenal y mortal, sin vida inherente, ni independiente. El aliento de vida, es el poder divino, creador de la vida, que transformó al polvo en un ser viviente. No representa una segunda entidad, añadida al cuerpo como si fuera un ingrediente capaz de vivir una existencia separada.
Cuando se produce la muerte, se revierte el proceso de creación. El ser viviente expira el aliento de vida, el cual retorna a Dios, quedando solo el polvo en la tierra. Esta fórmula bíblica de la vida y la muerte rechaza toda posibilidad de que algo sobreviva a la muerte, con excepción del recuerdo de la persona fallecida que perdura en sus seres queridos.
El libro de Eclesiastés lo explica claramente. “Todos van a un mismo lugar. Todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo. He visto que no hay nada mejor para el hombre que gozarse en sus obras, porque esa es su suerte. Porque ¿quién le hará ver lo que ha de suceder después de él? (Capítulo 3:21 y 22). “Entonces volverá el polvo a la tierra como lo que era, y el espíritu volverá a Dios que lo dio”. (Capítulo 12:7). “Porque los que viven saben que han de morir, pero los muertos no saben nada, ni tienen ya ninguna recompensa, porque su memoria está olvidada” (Capítulo 9:5).
Al morir cesa el trabajo y, por tanto, también las recompensas. El amor, el odio y la envidia perecen, al igual que la participación en los eventos de la vida. El pensamiento, el conocimiento y la sabiduría dejan de existir. El muerto no puede hacer planes, no tiene recuerdos, ni alaba a Dios después de la muerte.
La muerte sella el destino de cada persona según lo que ha sido durante su vida. Inconscientes de cualquier actividad, como sucede en el sueño, esperan en la tumba el juicio final y su respectiva recompensa.
Génesis explica también el origen de la muerte. Lo ubica en la desobediencia al mandato de Dios que incluía como advertencia “el día que de él comieres, ciertamente morirás”. Pero Satanás, que había encabezado antes de la creación un acto de rebeldía contra Dios con la consecuente expulsión del cielo a la tierra, dijo a Adán y Eva: “no morirás”. Como instigador del pecado, Satanás se convirtió en el agente de la muerte. Toda persona nacida dentro de la familia humana experimenta las garras del pecado sobre la vida y el terrible poder de la muerte que opera en el mundo. La muerte es un intruso, pero es una realidad que se palpa al cortar una flor.
Lo que demandaba Dios de la primera pareja y de toda la raza humana es obediencia. Existe una estrecha relación entre redención y obediencia. El paraíso, el Calvario y el propio cielo declaran que lo primero y lo último que Dios pide es, sencillamente, una obediencia absoluta y decidida.
“La paga del pecado es muerte, más la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús”, declara San Pablo. La lucha de Dios mismo para vencer el pecado y la muerte no lo dejó ileso. Lo involucró personal y profundamente y, en última instancia, llevó a su Hijo a la muerte. En el conflicto contra Satanás, Dios reafirmó su victoria al levantar a Jesucristo de entre los muertos y a través de la fe genuina en su sacrificio expiatorio los creyentes pueden apropiarse de la vida eterna.
Solo Dios puede destruir el reinado de la muerte mediante el nuevo acto creativo de la resurrección. Además, la resurrección no sería necesaria si las personas ascendieran inmediatamente al cielo al morir. El creyente teme a la muerte, pero confía más en las promesas divinas.