Compartí con monseñor Óscar Romero (Ciudad Barios 1917-San Salvador 1980) momentos trascendentales de los últimos ocho meses de su apostolado, los más intensos y los de mayor compromiso de sus tres años al frente del arzobispado de San Salvador
Lo conocí en agosto de 1979, una semana después de haber llegado a San Salvador procedente de Nicaragua –donde había cubierto la caída de Anastasio Somoza y el ascenso de los sandinistas al poder- como corresponsal de la agencia de noticias estadounidense United Press Internacional (UPI).
Para entonces, Romero había ganado celebridad por las misas que oficiaba cada domingo en la Basílica del Sagrado Corazón en las que sus homilías –que totalizaron más de 200- interpretaban los hechos de la semana que concluía y proyectaban una línea de acción para la que se iniciaba.
Romero había sido designado arzobispo de la capital salvadoreña el 23 de febrero de 1977 por el papa Pablo VI, de quién fue alumno en la Pontificia Universidad Gregoriana donde obtuvo un doctorado.
Su desempeño como arzobispo no hubiera tenido la trascendencia que alcanzó si los militares salvadoreños no hubieran asesinado a su íntimo amigo, el padre Rutilio Grande. Me aseguró que ese hecho lo empujó a la denuncia frontal contra la violencia política.
Junto con la corresponsalía de UPI, asumí el cargo de subdirector del diario El Independiente que dirigía el prestigioso periodista salvadoreño Jorge Pinto Meardi, hijo y nieto de periodistas. El diario transcribía en forma íntegra la homilía de Romero y la entregaba cada lunes a sus lectores.
Esa iniciativa era reconocida por el arzobispo, con quien llegué a sostener reuniones semanales para intercambiar información. En uno de esos encuentros le propuse transmitir su homilía a través de una emisora de onda corta –Radio Noticias del Continente- que operaba desde Costa Rica.
Voz de agitador
Romero accedió y desde inicios de octubre de 1979, cada domingo tendía más de 50 metros de cable desde el único teléfono de la Basílica hasta el púlpito para llevar la homilía a gran parte de América Latina.
Quienes lo conocimos notamos que Romero se sentía cómodo delante de un micrófono o de una grabadora. Por eso su diario no era escrito, sino que lo grababa en casetes. Introvertido y reservado en el trato personal, se agigantaba cuando tenía que hablar en público. El timbre de su voz, otrora apacible en privado, adquiría el talante de agitador.
El 15 de octubre de 1979 se produjo el golpe militar de la joven oficialidad salvadoreña que nació mediatizado por la ultraderecha y con el pecado de la heterogeneidad en un país que carecía de piso y techo para soportar un proceso de cambios democráticos. El proyecto de los militares jóvenes abortó a los 70 días y se entronizó una sangrienta represión.
En el recambio se instaló el 3 de marzo de 1980 una junta cívico militar, con el líder democristiano José Napoleón Duarte como presidente, quien llegó a El Salvador desde su exilio en Venezuela.
El arzobispo tomó con suspicacia la imposición de Duarte y sus tímidas reformas al comercio, las finanzas y la tenencia de la tierra. “Las reformas han nacido bañadas en sangre”, me comentó Romero y detalló las matanzas de campesinos que estaban sucediéndose en distintos puntos del país.
Transmitir al exterior la información entregada por Romero me significó el secuestro por agentes de seguridad del Estado el 13 de marzo de 1980 y la posterior expulsión del país hacia Honduras, bajo amenazas de muerte. El arzobispo denunció el hecho en su homilía tres días después.
¡Cese la represión!
Por presiones de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) regresé a El Salvador y fui recibido por Romero en la catedral el domingo 23 de marzo, un día antes de su asesinato. “Está con nosotros el periodista Demetrio Olaciregui, quien por la providencia divina ha regresado a El Salvador”, dijo desde el púlpito.
Nadie pensó que esa sería su última homilía, luego de sellar su sentencia de muerte por ordenar a las bases del ejército salvadoreño parar la represión contra la población indefensa.
Aquellas palabras fueron un grito de angustia de quien no podía guardar silencio ante la tragedia que vivía su país. “Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la Policía, de los cuarteles: Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: No matar”.
“Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.
Los centenares de feligreses que colmaban cada domingo la Basílica reaccionaron por un instante con estupor y luego prorrumpieron en prolongados aplausos y gritos reconociendo en la voz de Romero, su propia voz.
Al día siguiente, a primera hora, llamé al arzonbispo para pedirle una reunión y exponerle mi preocupación acerca del giro que estaban tomando los acontecimientos y mi temor de que se convirtiera en una nueva víctima de los militares. “Me cuesta aceptar una muerte violenta, pero en las circunstancias que vive el país, ya todo es posible”, me comentó.
Romero me recordó que esa tarde oficiaría una misa en la capilla del Hospital Divina Providencia en ocasión del primer aniversario por la muerte de Sara Meardi de Pinto, madre del director del diario del cual yo era subdirector. Quedamos de hablar después de la misa.
Muerto en el altar
Pinto y yo llegamos alrededor de las seis de la tarde a la capilla del pequeño hospital que atendía a enfermos de cáncer, donde Romero vivió en la más absoluta austeridad durante los tres años de su arzobispado.
No nos anticipamos a hablar con Romero porque planeábamos verlos al final de la ceremonia. Pero no hubo después. En medio de la misa, desde el exterior de la capilla, un francotirador armado con un fusil dotado de mira telescópica acertó encajar un disparo mortal en el pecho el arzobispo.
El balazo lo alcanzó en el instante que decía: “Unámonos pues, íntimamente en fe y esperanza a este momento de oración por Doña Sarita y por nosotros”.
El retumbo del balazo, la confusión posterior y la impotencia al ver el cuerpo del arzobispo desangrándose en el piso, son imágenes imborrables.
En medio de la confusión recogí los lentes de Romero que habían quedado tirados en el piso. Eran de marco grueso, de plástico y en algún momento se habían roto en el medio y habían sido calentados al fuego para pegarlos. Los tuve conmigo como un mes hasta que se los entregué, finalmente, a monseñor Arturo Rivera y Damas, su Romero.
Los funerales de Romero resultaron en otra tragedia. Más de 150,000 personas congregadas frente a la Catedral de San Salvador fueron reprimidas a balazos por la policía y el ejército. El saldo: 40 muertos, más de 200 heridos y una montaña de zapatos y sandalias dejados por la multitud que en forma precipitada buscó abandonar el escenario de esa nueva masacre.
El asesinato de Romero fue la última gota que hizo estallar la guerra civil. En la plaza frente a la Catedral, dentro de la cual reposan sus restos, se firmaron 12 años después los acuerdos de paz que pusieron fin a la larga y sangrienta guerra civil que se cobró 75,000 vidas, a la que se sumó la de mi amigo el arzobispo salvadoreño.