BARCELONA — “El asilo es mentira”. Miguel Ángel, un hondureño de 41 años, lo dice en voz baja mientras está sentado en el banco de un parque. Los columpios están abandonados: no hay ni un alma en la calle a las cuatro de la tarde en Cabrera de Mar, un municipio costero de la provincia de Barcelona con menos de 5000 habitantes.
“Es mentira. El asilo es mentira. Si nos vamos a los números fríos de las estadísticas, es mentira”, repite de nuevo, pero no hay despecho en sus palabras. Solo la constatación de una realidad: ha solicitado protección internacional en España pero cree que tiene pocas posibilidades de que el gobierno se la conceda, aunque huya de la violencia en El Salvador, aunque huya de una guerra no declarada.
El año pasado, 4860 personas de Honduras, Guatemala y El Salvador pidieron el asilo en España, pero solo hubo quince resoluciones favorables. De El Salvador, ninguna.
Miguel Ángel no se llama Miguel Ángel: prefiere no ser identificado con su nombre real por temor a que él o su familia sufran represalias. Trabajaba como reportero para un diario salvadoreño y fue amenazado en varias ocasiones.
“Las maras comenzaron a identificar mi labor. Me dijeron: ‘Ya sabemos a lo que te dedicás, colaboranos. Vimos unas fotografías que no nos parecieron, bájale volumen’”.
Las amenazas y las extorsiones a periodistas son comunes en Centroamérica, particularmente contra quienes investigan el crimen organizado. Pero en todo el llamado triángulo norte —Guatemala, Honduras y El Salvador—, las extorsiones por parte de pandillas son un problema generalizado y afectan a buena parte de la población, sobre todo a quienes regentan negocios.
Miguel Ángel cuenta que su esposa tenía “un tallercito de costura, con ocho vendedoras y dos costureras”, un negocio familiar, y las maras les impusieron una renta. La extorsión arrancó en 100 dólares y acabó en 1500, explica.
“No, ya no. Insoportable”, dice. “Ellos buscaban siempre que mi mujer y mi hija llegaran solas a casa. Y en la puerta de casa le dijeron a mi mujer: ‘La niña ya está grande…’”.
Su esposa y sus dos hijos, que ahora tienen 14 y 20 años, se fueron a España en noviembre de 2017 y pidieron el asilo. Él los alcanzó más tarde. Aunque ahora espera junto a su familia a que se resuelvan sus solicitudes, Miguel Ángel cree que es más posible que todos se queden a través de otras vías, como la del arraigo, usada habitualmente por extranjeros en situación irregular.
Pero no se lamenta: “La tranquilidad que tenemos acá no tiene precio. No estás con aquello de si vas a regresar o no a casa, de si vas a encontrar bien a tu familia, de si los chicos regresaron del colegio…”.
El letargo de la tarde se rompe, Cabrera de Mar vuelve a la vida: los niños ya salen de la escuela. Mientras sigue aquí, Miguel Ángel acude a cursos de formación para periodistas y cuando puede hace programas de radio en los que, por ejemplo, narra partidos del F. C. Barcelona.
España celebra elecciones generales el próximo 28 de abril, pero las políticas de asilo no están sobre la mesa. Lo que más se oye en ese ámbito es la retórica antiinmigración de Vox, un partido de extrema derecha que busca obtener representación parlamentaria. Las fuerzas políticas más a la izquierda no parecen muy interesadas en plantear abiertamente propuestas sobre población migrante o refugiada: intuyen que eso no les dará votos.
En 2018, España solo aceptó una de cada cuatro solicitudes de asilo y el número de expedientes se sigue acumulando: ya son más de 78.000 casos pendientes de ser resueltos. En total, España concedió protección internacional a 2895 personas, apenas un centenar de ellas latinoamericanas. Venezuela fue, de nuevo, el primer país de origen de los solicitantes (más de 19.000), pero las peticiones de centroamericanos, sobre todo de Honduras (2410) y El Salvador (2275) se han disparado. Pese a ello, el año pasado tan solo diez personas de Honduras obtuvieron el estatuto de refugiado en España; de Guatemala, cinco; de El Salvador, ninguna.
“Las autoridades españolas siguen mirando para otro lado respecto a la violencia de las pandillas —lamenta en un comunicado la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR)—, contradiciendo el criterio de la Audiencia Nacional, que en repetidas ocasiones ha reconocido los actos y las amenazas de estos grupos como un motivo de persecución”.
Tres cuartas partes de los reconocimientos de protección internacional el año pasado en España fueron para personas de Siria, Ucrania y Palestina. Ni las instituciones ni el imaginario colectivo español perciben a quienes huyen del triángulo norte de Centroamérica como personas susceptibles de recibir protección internacional. No son refugiadas, como tampoco las que vienen de otros países, sobre todo africanos, huyendo de la violencia. Solo reciben cierta atención los casos más emblemáticos: los de las guerras más conocidas.
Varias de las personas entrevistadas para este texto admiten haber pensado en cruzar México para llegar a Estados Unidos, pero la retórica del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, les hizo desistir. La presencia de algún familiar o conocido en España es otro de los factores que tomaron en consideración para venir, algo habitual en los procesos migratorios. En España hay casi 125.000 personas de El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua, según el Instituto Nacional de Estadística.
Un obstáculo al que se enfrentan quienes huyen de la violencia en estos países de Centroamérica, que cuentan con algunas de las tasas de homicidios más altas del mundo, es la documentación que necesitan para pedir el asilo. “Traer físicamente una denuncia y presentarla aquí a las autoridades, que vean que no es un cuento. Porque mucha gente me ha dicho: esos cuentos que se inventan los latinos. Me siento ofendido”, dice Miguel Ángel, quien explica que es un proceso difícil y que hace que se sientan más expuestos. El resultado: mucha gente prefiere no denunciar los hechos.
La discriminación siempre puede multiplicarse. Patricio René Vindel, de Honduras, tuvo que salir de su país en 2013 a causa de su activismo por los derechos LGTBI. Era la cara visible de Oprouce, una entidad que denunció, entre otras cosas, las violaciones que sufrían las personas trans, en ocasiones a manos de la policía.
“Primero nos llegaron mensajitos. Empezamos a bloquear números. Luego hubo pintadas. Hasta que un día un hombre entró en la oficina golpeando a los compañeros con la cacha de la pistola, preguntando dónde estaba yo”, explica en un café de Barcelona. “Nos dijeron que nos iban a seguir buscando, que eso no iba a quedar así”.
Ya en España, y tras un periodo en el que decidió tomarse un respiro, Patricio, de 38 años, se está implicando de nuevo en el activismo. “Algunos entornos, como el latinoamericano, que es muy machista, te obligan a estar siempre alerta, muy despierto, activo”. Pero Patricio advierte de que la situación es peor de lo que se piensa en ciudades en apariencia amables como Barcelona. A finales de enero, el centro LGTBI de la ciudad condal, recién inaugurado, fue atacado de madrugada y amaneció con pintadas como “Estáis muertos”; además rompieron los cristales de la puerta.
En julio de 2014, Patricio obtuvo el asilo. Ahora trabaja en una compañía aérea en el aeropuerto de Barcelona. Es consciente de que su caso no es frecuente: varios compatriotas que conoce llevan años esperando una resolución.
Una de ellas es Jona Mata, de 39 años. “Mi madre era religiosa y mi padre machista… y les salió la mariposona”, dice entre risas. ¨Crecí en un ambiente de odio, estaba rodeada de odio”.
A los ocho años, sus padres le inyectaron testosterona y eso le produjo problemas de peso. Pero creció, estudió, trabajó y se sintió segura de quién era.
“Empecé a luchar por nuestros derechos. Nos trataban peor que a los perros. Piensan que las personas trans somos promiscuas, que somos prostitutas gratuitas. ¿Cómo cambiar eso?”, se pregunta. “A los 36 años me dije: ¿Qué hago aquí? Me ven como a un bicho raro. Mi alma me pedía salir”.
Vino a Barcelona, donde estaba Patricio, compañero de lucha activista en Honduras. Solicitó el asilo y espera conocer la resolución. Pero su estancia en España ha sido dolorosa desde el principio. “Cuando en Extranjería vieron cómo me represento y comprobaron mi nombre, se preguntaron quién era. Me hacían sentir culpable por lo que soy. ¡Uno de los chicos incluso me preguntó si estaba operada!”.
Jona sufrió la transfobia en Honduras y ahora la sufre en España. “Las empresas no te ven como a un humano. Me han atacado cinco veces en la calle, tres chicas de forma verbal y dos chicos de forma física. Abandoné mi país y estoy con problemas aún peores. Estoy más marginada. Por ser trans y migrante”.
“No vine aquí a hacer dinero, sino a sobrevivir. Tengo amigos que lo pasan peor”.
A ello se une un tipo de discriminación que no había sufrido hasta ahora. En una ocasión la entrevistaron para trabajar como peluquera y, aunque le dijeron que su currículum era brillante, no la aceptaron por exceso de peso. Aquello le generó un trauma. Intentó adelgazar y siguió buscando empleo. Aunque trabajó de forma intermitente en varios lugares, le pagaron poco y en negro.
“No me tapo nada, doy duro”, dice Jona, que relata sin tapujos las humillaciones que ha sufrido en España. “Cuando llegué, me sentía vulnerable. Dos años después, camino por Barcelona y aún me siento vulnerable”.
Pero Jona no se presenta como una víctima agraviada con su país, con su familia o con Barcelona. Tampoco relata una historia de superación que inspire a otras personas. Rechaza los lugares comunes. Está más allá de los clichés y pide que los demás también lo estén. Sus palabras transpiran un convencimiento puro, el más auténtico: el de saber quién eres.
“No vine aquí a hacer dinero, sino a sobrevivir. Tengo amigos que lo pasan peor”.