Desde el 3 de marzo, cada domingo Miguel Henrique Otero —presidente del diario venezolano El Nacional— y Nelson Rivera —director de su suplemento cultural desde hace casi veinticinco años— envían desde sus teléfonos móviles el pdf del Papel Literario a casi cinco mil personas. Los servidores del diario lo mandan a otros 19.500 lectores. Es imposible saber cuántos venezolanos de todo el mundo reciben y comparten esas páginas digitales que en otra vida se leyeron impresas.
De ese modo sobrevive desde el exilio la publicación periódica cultural más importante de Venezuela (y el suplemento cultural en activo más antiguo de América Latina, que el año pasado cumplió 75 años de vida). Y lo hace con un sello añadido al diseño de su cabecera, en que se lee: “Resistencia”.
“Nos ha mostrado un potencial extraordinario, los lectores se convierten en agentes activos de la distribución”, me cuenta Rivera por Whatsapp desde San Pedro de Nós, un pueblo de 5000 habitantes en la provincia española de La Coruña. “Estaba en España, cuando el 2 de septiembre de 2015, Diosdado Cabello me acusó, en su programa Con el mazo dando, de estar involucrado en una conspiración junto a Miguel Henrique Otero”, prosigue. Unos días más tarde un grupo de la Dirección General de Contrainteligencia Militar se equivocó de casa e irrumpió en otra pensando que era la suya. Sería cómico si no fuera tan trágico: no ha podido regresar a Caracas.
Cinco meses antes Cabello había iniciado acciones legales, tanto mercantiles como penales, contra la empresa editorial y sus directivos, después de que El Nacional publicara una información de The Wall Street Journal y ABC sobre la posible implicación del dirigente chavista en las redes del narcotráfico (posteriormente ganaría la demanda por difamación contra el diario y amenazaría con ser su nuevo presidente).
El acoso contra El Nacional no ha cesado desde entonces y se tradujo en la desaparición de su edición impresa el pasado 14 de diciembre. Pero la redacción continúa trabajando, concentrada en la edición digital. “La lectoría de la web no para de crecer desde 2015”, prosigue Rivera, hasta convertirse en uno de los medios de comunicación latinoamericanos líderes en la red, “sin duda a causa de la emigración venezolana” (que según cifras recientes de ACNUR suma ya cuatro millones de personas).
Aunque Miami y Bogotá sean tal vez las ciudades más importantes del exilio político y económico venezolano, en España se encuentran los principales núcleos culturales. En Madrid ha abierto sus puertas la sede española de Kalathos Editorial (dirigida por Artemis Nader y David Malavé), y es donde viven —entre otros— el propio Otero, la ensayista Marina Gasparini Lagrange, la pintora Emilia Azcárate, la actriz Ana María Simón o la periodista cultural Karina Sainz Borgo (quien ha internacionalizado la realidad venezolana en su primera novela, La hija de la española); mientras que en Barcelona lo hacen la editora Virginia Riquelme, los escritores Pedro Plaza Salvati, Alejandro Padrón y el editor Ulises Milla.
La directora de cine Claudia Pinto reside en Valencia y en Málaga lo hace Rodrigo Blanco Calderón, que la semana pasada, con The Night —una exploración metaliteraria y política de los apagones sucedidos en Caracas en 2010— , ganó el premio de la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa y situó a la literatura venezolana en el centro del foco de la literatura iberoamericana actual.
La artista Nela Ochoa y el gestor cultural y ensayista Antonio López Ortega, por su parte, se mudaron a Santa Cruz de Tenerife a finales de 2017. “Yo creo que, por lo menos en el campo literario hay varios centros de creación, empezando sin duda por el que se encuentra en Venezuela, con escritores que siguen trabajando con esfuerzo”, me cuenta él por teléfono, en alusión a autores como Igor Barreto, Ednodio Quintero, Willy McKey o Victoria de Stefano.
Junto con los investigadores Miguel Gomes y Gina Saraceni, López Ortega ha seleccionado y prologado el volumen Rasgos comunes. Antología de la poesía venezolana del siglo XX, un impresionante libro de 1150 páginas que —como el Papel Literario— se está convirtiendo en un símbolo de resistencia. Desde las Islas Canarias opina que “esta coincidencia de la antología con el momento específico de Venezuela le ha dado a la edición un simbolismo especial, que obviamente no estaba previsto, pues en una hora tan oscura y terrible como la que vivimos, el libro se está viendo como un mecanismo de compensación, al menos en el plano de lo simbólico”.
Ochenta y siete poetas apelan a la universalidad de la poesía venezolana y, en palabras del escritor, “convierten la antología en la mejor versión posible de Venezuela”. Quizá por eso los lectores venezolanos que viven en Nueva York, Miami, Bogotá, Caracas, Buenos Aires, París o diversas ciudades españolas están comprando, regalando y reivindicando el libro, tanto en papel como en digital, porque —concluye López Ortega— “se ha convertido en una suerte de salvavidas, en un rayo de luz”.