La carta dirigida al padre de Daniel Libeskind llegó poco después del fin de la guerra. Su hermana, Rozia, le informaba que su familia había fallecido. Fue la única de diez hermanos que sobrevivió a Auschwitz. Detalló los horrores que soportaron en tres páginas escritas a mano en yidis. “Mientras escribo estas palabras”, concluyó, “¿quién creerá lo que te estoy contando?”
Polonia –A medida que se acerca el aniversario número 75 de la liberación de la fábrica de muerte más grande del mundo, Libeskind, quien es arquitecto y artista plástico, regresó al lugar donde destruyeron a su familia, para hacer lo que le correspondía con el fin de asegurarse de que las palabras de su tía, y las de otros testigos, sean creídas y no se olviden.
En una colaboración con la fotógrafa Caryl Englander y el curador Henri Lustiger Thaler, Libeskind visitó el Museo Estatal Auschwitz-Birkenau el 1 de julio para inaugurar la exposición temporal Through the Lens of Faith, ubicada cerca de la entrada al campo.
“Se trata de una experiencia extraña y excepcional para mí”, dijo Libeskind el día previo a la inauguración de la exposición.
En una conversación que abordó múltiples temas como la fe, la familia, los recuerdos, la política y el arte, Libeskind habló del desafío al que se enfrenta un artista cuando intenta expresar su punto de vista sobre un lugar cuyos horrores han sido preservados de manera discreta, con el fin de impedir que sean olvidados. De hecho, el diseño original de Libeskind (una estructura más grande semejante a una catedral con asientos para los visitantes) fue rechazado por ser “demasiado artístico”.
“Al principio, no lo comprendí realmente”, dijo. No obstante, se dio cuenta de que nada de lo que hiciera debía quitar el foco de atención sobre el lugar. “No importa lo que hagas, debes comunicar lo que significa el lugar donde estás”, afirmó.
Libeskind nació en un albergue para personas sin hogar en la ciudad industrial de Lodz en 1946 y pasó su infancia en las ruinas de la posguerra en Polonia, bajo el yugo del régimen comunista. Regresó como uno de los arquitectos más afamados del mundo, pues ha trabajado en proyectos en todo el orbe, incluyendo la complicada tarea de supervisar la reconstrucción de la zona cero después de la destrucción del World Trade Center el 11 de septiembre de 2001.
Por eso no le resulta ajeno lidiar con las complicadas (y conflictivas) exigencias de trabajar en un lugar que también es un cementerio. No obstante, su trabajo en Auschwitz se presenta en un momento particularmente desafiante, tanto para la institución como para la tarea de conservar la memoria histórica.
Conforme mueren los últimos testigos vivos del Holocausto, ha habido un aumento preocupante en el antisemitismo en todo el continente. Partidos políticos desde Budapest hasta Roma se han vuelto más audaces en su deseo de controlar el discurso del pasado como un arma para el presente.
Polonia se encuentra en el centro de estas contracorrientes políticas.
Cuando el gobierno aprobó el año pasado una ley que consideraba ilegal acusar a la nación polaca de complicidad en el Holocausto, el museo se vio en el centro de una vorágine. Luego se matizó la ley.
No obstante, el director del museo, Piotr M. A. Cywinski, fue blanco de ataques de organizaciones conservadoras. Fue acusado de “amenazar” la memoria histórica polaca y aproximadamente diez mil personas firmaron una petición solicitando su renuncia.
El museo enfrenta un complicado acto de equilibrio: debe conmemorar una atrocidad inefable sin que parezca que señala responsabilidades.
Muchos polacos, sin importar sus creencias políticas, temen que conforme pase el tiempo, el campo de exterminio se asocie más con Polonia que con los alemanes que lo dirigieron. A diferencia de la mayoría de sus vecinos, Polonia no estableció un gobierno de colaboración durante la guerra.
Se planea una exposición que busca atender esas preocupaciones y es parte de la renovación más amplia del museo desde su fundación, un proyecto de once años que terminará en 2025. Se realizarán los trabajos sin cerrar las puertas al público, ya que su afluencia de visitantes aumenta anualmente: de quinientos mil en el año 2000, se elevó a más de dos millones en 2018.
El museo se inauguró en 1947 y las exposiciones principales que ven los visitantes datan de 1955. Incluyen montañas de cabello, protegidas por una cubierta de vidrio, de las víctimas que fallecieron en las cámaras de gas, así como pilas de zapatos, maletas todavía marcadas con los apellidos de sus dueños, artículos personales como gafas y cepillos de dientes; objetos íntimamente asociados con el sitio de la tragedia, convertido en monumento conmemorativo.
Muchas de las exposiciones fueron creadas por personas que estuvieron recluidas en el lugar y, salvo por el extraordinario trabajo de conservación, permanecen prácticamente intactas.
Libeskind narró que cuando era niño sus padres lo llevaron al museo. Volver a ver las piezas luego de unas siete décadas fue una experiencia poderosa.
“Los recuerdos regresaron a raudales”, dijo Libeskind, de 73 años, mientras caminaba entre las barracas de ladrillo rojo.
Cuando Englander y Lustiger Thaler se acercaron a Libeskind para plantearle hacer un proyecto en Auschwitz relacionado con la fe, no lo dudó.
Con frecuencia, las historias de sobrevivientes de los campos de concentración incluyen remembranzas de la fe perdida. Después de todo, ¿cómo podría existir un dios que permitiera que algo así ocurriera?
No obstante, la nueva exposición, que es el resultado de tres años de investigación, se concentra en las historias de quienes lograron mantener su fe o reencontrarla después de la guerra. En ella se incluyen entrevistas con dieciocho sobrevivientes judíos, dos católicos polacos y un hombre sinti de Roma.
Englander fotografió a cada persona esperando poder mostrar su vitalidad. Lustiger Thaler eligió fragmentos de las entrevistas, doscientas palabras para tratar de capturar la esencia de su historia. Libeskind fue el encargado del diseño de una exposición que tradujera a la realidad esa noción hasta cierto punto abstracta.
Diseñó una serie de páneles verticales de acero para formar un camino que lleva a la entrada del museo. Cada pánel contiene un nicho donde se exhiben los retratos de Englander. Enfrente hay vidrio oscuro grabado con las palabras elegidas por Lustiger Thaler, cuya familia también era originaria de Polonia y que casi fue eliminada durante el Holocausto.
Lustiger Thaler describió la exposición como la “prueba de la resiliencia del espíritu humano”.