Trinidad y Tobago — La joven de 16 años se escapó de su casa cerca del anochecer, sin decirle a su madre. Se marchó con unos hombres que le habían prometido trabajo y comida. Pero, en vez de eso, la sacaron ilegalmente de Venezuela por mar y, en secreto, planeaban obligarla a trabajar en un prostíbulo en Trinidad.
Yoskeili Zurita se sentó, junto a decenas de otras mujeres, en un barco pesquero que arrancó a toda velocidad. Su prima también iba en ese viaje. Sin embargo, el esquife sobrecargado comenzó a inundarse y una ola repentina hizo que se volcara.
Los gritos resonaban en el agua. Las mujeres gritaban los nombres de sus hijos, a quienes habían dejado en Venezuela. En la penumbra, alguien rezaba.
“Mi prima no sabía nadar. Me miró y me dijo: ‘No puedo hacerlo’”, recordó Yoskeili, quien pasó dos días aferrándose a la cubierta del bote en el estrecho entre Trinidad y Venezuela antes de que un grupo de pescadores la encontrara. Jamás volvió a ver a su prima.
La embarcación se hundió con 38 pasajeros a fines de abril; la mayoría eran mujeres. Solo nueve personas sobrevivieron, entre ellas Yoskeili y otras mujeres que las autoridades dicen que fueron víctimas de una red de tráfico de personas.
Aunque los venezolanos se han acostumbrado a las devastaciones de un Estado fallido teniendo que sobrevivir a la hambruna, la hiperinflación y la delincuencia desenfrenada, esta tragedia impactó a la opinión pública. Para millones de personas, sobrevivir implica marcharse, sin importar el riesgo.
Solamente en los últimos cuatro años, cerca de cuatro millones de personas han salido del país, según los cálculos de las Naciones Unidas. Se van a pie, cruzando senderos peligrosos en las montañas de los Andes. Venden su cabello en las plazas de los pueblos fronterizos; se amontonan en carpas para refugiados en Brasil y Colombia.
Y también se van en barcos destartalados con poco combustible y en malas condiciones, que a veces se pierden en el mar.
Mientras las mujeres en la embarcación de Yoskeili luchaban para sobrevivir, su Estado no respondió a la emergencia. Al día siguiente del naufragio, el gobierno, debilitado por la corrupción, la mala administración y las sanciones estadounidenses a su industria petrolera, les dijo a los familiares que ni siquiera tenía suficiente combustible para realizar una operación de rescate. Un helicóptero gubernamental llegó con cuatro días de retraso para unirse a la búsqueda que se les había delegado principalmente a los pescadores locales.
Asimismo, es probable que la Guardia Nacional Bolivariana haya estado involucrada en las muertes: los fiscales venezolanos han acusado a dos soldados de haber participado en un grupo delictivo que trató de introducir a las mujeres de manera ilegal en Trinidad.
En mayo, mientras el país asimilaba el desastre, la tragedia se repitió: otro barco de contrabando se hundió en las olas con 33 pasajeros a bordo, entre ellos al menos tres menores de edad. Solo sobrevivió el capitán, y desapareció antes de que la policía pudiera interrogarlo.
“¿Cómo pudieron permitir que esto sucediera otra vez?”, preguntó Salvador Díaz, cuya hija estaba con Yoskeili en el bote que naufragó rumbo a Trinidad.
Ahora, Yoskeili pasa los días sola en su habitación, y a veces se pregunta por qué sobrevivió cuando tantas otras mujeres se ahogaron en el mar. Una de ellas, Carmen Lares, una madre soltera, primero perdió su trabajo este año, después perdió a su bebé de tres meses por desnutrición a principios de abril, pues la comida empezó a escasear. Finalmente, ella también murió.
Yoskeili revive esa noche una y otra vez: recuerda el golpe de las olas contra la cubierta, las mujeres que no podían nadar y se quitaban la ropa con la desesperada idea de que eso les ayudaría a mantenerse a flote, y las promesas de los hombres que las llevaban a Trinidad.
“Dijeron que cuando llegáramos allá, habría mucha comida”, comentó.
‘Secuestrada’ en una embarcación maldita
Díaz vio cómo su familia desaparecía poco a poco. Primero, su hijo menor, un ingeniero petrolero, cruzó la peligrosa zona fronteriza controlada por grupos delictivos para mudarse a Brasil. De pronto, su hija de 22 años, Oriana Díaz, empezó a hablar sobre irse ilegalmente a Trinidad.
Jamás imaginó que algo así sucedería. Hasta hace poco, había disfrutado de una vida de clase media como profesor de un liceo público. Su otro hijo era contador. La familia solía pasar las vacaciones en el Caribe, no pensaban en buscar refugio en ese destino.
No obstante, la comida escaseaba. La producción nacional se había derrumbado y los pocos alimentos importados eran imposible de comprar desde que la hiperinflación acabó con su salario. Su hija era madre soltera con dos hijos que alimentar, uno de cinco meses y el otro de dos años de edad.
“Les dejaba la comida a mi esposa y a mi hija, y yo me iba a dormir con el estómago vacío”, relató Díaz. “Esto es lo que está pasando en Venezuela, los padres dejamos de comer para que nuestros hijos y nuestros nietos puedan hacerlo”.
Así que cuando Oriana dijo que se marchaba a Trinidad para enviarle dinero a su familia, su padre sintió que no podía oponerse. “Me llevé a su hijo de 2 años al campo de futbol que está al lado de nuestra casa para que no viera que su madre se iba”, dijo Díaz.
En otra parte de la ciudad, Héctor Torres, quien había caído en la pobreza tras perder su trabajo en una fábrica de refrescos, estaba ocupado reclutando a chicas adolescentes para su operación de tráfico de mujeres hacia la isla.
Torres trataba de ocultar el verdadero propósito de la travesía, por lo que le pidió a su hermana, Eloaiza, que llevara a las mujeres y las chicas a su casa hasta que zarpara el barco. “Son unas amigas que se van a Trinidad”, recuerda Eloaiza que le dijeron. Mencionó que había dos menores de edad en el grupo.
Yoskeili dijo que un contrabandista llamado Nano se acercó a hablar con ella, mientras estaba sentada en la entrada de su casa con dos primos. Le dio muy poco tiempo para decidir, pues el bote se iba la noche siguiente, y Nano —que después fue identificado por los fiscales venezolanos como Dayson Alexander Alleyne, un joven de 28 años que ha sido arrestado por tráfico de personas— le prometió que habría mucha comida al final del viaje.
Yoskeili no le dijo a su madre, por miedo a que la detuviera, solo le confesó a su abuela que planeaba irse.A las 7:00 p. m., Nano llegó en un auto, metió a Yoskeili a empujones y se dirigió a toda velocidad a un hotel donde la metió en una habitación con otras chicas, según narró Yoskeili. “Nos habían secuestrado”, comentó. “No querían que nadie nos viera”.
La noche cayó sobre el pueblo venezolano de Güiria donde, al borde de un muelle, un barquero preparaba el esquife para el viaje. El miedo de Yoskeili se intensificó cuando les preguntó a las otras mujeres qué tipo de trabajo iban a hacer en la isla. “Todas las chicas en el bote dijeron que íbamos a ser prostitutas”, recuerda.
Otras jóvenes estaban igual de sorprendidas. Yubreilis Merchán, una estilista, creía que la llevarían a ver a su madre en Trinidad. Sin embargo, seguían trayendo mujeres y chicas.
“Éramos demasiadas. Decíamos: ‘Está entrando agua al bote’, y el barquero solo decía que era normal”, recordó, y agregó que en un inicio las mujeres intentaron retirarse cuando vieron que las estaban amontonando.
Abarrotado con 38 personas, motores pesados, valijas y mercancía de contrabando, el bote —llamado el Jhonnailys José— finalmente zarpó mientras se ponía el sol, el 23 de abril. La noche estaba despejada en Venezuela. Estaba programado que la luna menguante saliera a partir de las 10:30 p. m., lo que ayudaría a alumbrar la ruta de casi 73 kilómetros para el barquero.
Sin embargo, el oleaje se estaba agitando. Algunas olas rompieron contra la cubierta y el bote se empapó con los golpes de las olas enormes. Luego el motor dejó de funcionar.
Sin la potencia del motor, las olas movían al Jhonnailys José de un lado a otro, haciéndolo quedar en posición perpendicular a las olas. Una de ellas envolvió la nave y reventó en su interior. El barquero por fin logró encender un motor de respaldo y la embarcación se tambaleó.
“Empezamos a gritar: ‘¡Nos vamos a hundir!’”, recordó Merchán. Aterradas, las pasajeras lo obligaron a cambiar el rumbo para volver a Venezuela con el motor de reserva mientras el agua seguía inundando el bote. Las mujeres arrojaron las valijas al mar y sacaban el agua de la embarcación con sus zapatos.
Era demasiado tarde. El agua había sumergido la embarcación. Se hundió entre las olas antes de volcarse. “Pensé en mis hijas: tengo tres niñas, una de 5 años, otra de 3 y una más que cumplió siete meses el día que me fui”, explicó Merchán. “Estábamos en un estado de desesperación total”.
Intentó aferrarse a un envase de gasolina, pero el combustible que derramaba le quemó la cara. Uno de los contrabandistas les daba órdenes a gritos mientras algunas de las mujeres que no sabían nadar se trepaban sobre las que sí sabían, en un intento frenético para respirar, describió Merchán.
En medio del pandemonio, vio a una mujer que trataba de escapar del resto. “Le pregunté: ‘¿A dónde vas?’”, dijo. La mujer le señaló un afloramiento rocoso en los estrechos. Llevadas por la corriente, las dos mujeres se separaron del bote volcado, tomadas de la mano bajo el agua para no separarse mientras las voces de las otras pasajeras se atenuaban a lo lejos. Luego de un largo rato, escucharon el sonido del oleaje contra las rocas de la isla de Patos.
Merchán nadó hasta la orilla, exhausta. De pronto recordó a su amiga Yocelys Rojas, a quien había dejado en el bote. Antes de partir esa noche, su amiga estaba ansiosa por contarle una noticia sobre su familia en Venezuela. Pero el ruido del motor había acallado su voz, y Rojas prefirió guardarse la historia para después de que llegaran. “Ella desapareció, nunca sabré lo que iba a contarme”, dijo Merchán.
Una búsqueda desesperada
En Trinidad, el propietario de un bar en la capital, Puerto España, se enteró de que las mujeres nunca llegaron a la costa.
Les había pagado 300 dólares a los contrabandistas para que llevaran a una de las mujeres a su bar, donde iba a trabajar como prostituta, dijo. También le había pagado un soborno a la Guardia Costera de Trinidad para que no detuvieran el bote, explicó.
Sin embargo, nadie apareció esa noche, mencionó el dueño del bar, quien pidió que no se revelara su nombre para poder hablar de los detalles del crimen.
La radio venezolana había empezado a reportar sobre el naufragio pero, como sucede a menudo en ese país donde los apagones son muy frecuentes, ese día no había electricidad en gran parte de Güiria.
Díaz, el profesor cuyos hijos se estaban yendo al extranjero, estaba sentado afuera de su casa con sus nietos para escapar del calor cuando sonó su teléfono. “Me dijeron que el bote en el que iba mi hija se había volteado”, relató.
Díaz fue a la oficina del capitán del puerto. Decenas de familiares del resto de las jóvenes desaparecidas se habían reunido para obtener información sobre la búsqueda de las sobrevivientes. Sin embargo, no se había emprendido ninguna. “Dijeron que no tenían gasolina”, explicó Díaz.
Lleno de furia, Díaz se dirigió a la oficina del Comando de Guardacostas, donde le dijeron que no se había autorizado la búsqueda, comentó. Los familiares de las otras víctimas dijeron que les habían dicho lo mismo y les habían sugerido que consiguieran combustible para montar sus propios rescates improvisados con la ayuda de los pescadores locales.
El alcalde del pueblo llegó y declaró que un helicóptero estaba en camino, según dijeron los residentes. No se presentó sino hasta cuatro días después, afirmaron. Díaz pasó la noche en vela, haciendo llamadas para ver si un barco pesquero podía buscar a su hija, Oriana. En algún momento después de la medianoche, supo por su yerno que había un bote disponible.
No obstante, cuando llegó al muelle a las tres de la mañana, descubrió que la embarcación no tenía ni combustible ni aceite para el motor. Díaz buscó desesperadamente en el pueblo, pero solo consiguió aceite. Luego de un rato, alguien encontró gasolina, pero solo cinco galones, no lo suficiente para regresar a tierra firme.Era el amanecer del 25 de abril, dos días después del naufragio del bote. A pesar de que Venezuela tiene las mayores reservas probadas de petróleo del mundo, a las embarcaciones del gobierno les faltaba gasolina. Los pescadores usaron su propio dinero para iniciar la búsqueda.
Un hombre que regresó de un intento de rescate le dijo a Díaz que solo encontraron cadáveres en el agua y los habían subido a una embarcación para trasladarlos a Venezuela. “El corazón se me arrugó”, dijo Díaz.
Mientras tanto, en la isla de Patos, Merchán buscaba ayuda con desesperación. Tras vadear hasta la orilla, había visto embarcaciones pesqueras, pero ninguna se detuvo. Estaba exhausta y apenas podía gritar. Durante toda la noche, alcanzó a ver luces que creía que eran los barcos de rescate.
“Nos pusimos de rodillas y le imploramos a Dios, a gritos”, relató. Merchán y las otras se arriesgaron y volvieron al agua para atravesar las olas otra vez hasta encontrar un afloramiento rocoso más visible.Fue la decisión correcta. Poco después, un bote pesquero se acercó con su esposo y otros familiares que buscaban a las víctimas. “Solo lloré y lloré”, dijo.
En otra zona de los estrechos, Yoskeili dijo que había empezado a alucinar mientras flotaba en el agua; hubo un momento en que pensó que había tocado tierra. Finalmente perdió el conocimiento y siguió flotando cerca de otros pasajeros, mientras tanto otras personas fueron arrastrados por la corriente mar adentro. Dos días después, dijo que logró escuchar el ruido sordo de un motor en el agua. Un bote de rescate llegó y la sacó.
De vuelta en la orilla, Díaz estaba convencido de que su hija había muerto. No obstante, el mismo día en que las mujeres fueron halladas con vida en la isla de Patos, una ambulancia con más sobrevivientes pasó volando. Un bote pesquero había encontrado a su hija, Oriana, cerca del naufragio.
“Un muchacho me dijo: ‘Profesor, su hija está aquí’”, comentó Díaz. Oriana estaba sentada en una cama del hospital, con cortadas en los brazos, y con el rostro y los labios tan quemados por los días que pasó bajo el sol que apenas podía hablar. No tenía pantalones, pues los perdió en el mar.
“En ese momento no me habría importado que le faltara un brazo o una pierna, ¡mi hija estaba viva!”, exclamó Díaz. La envolvió en una cobija mientras ella pedía que le trajeran agua. “Simplemente recordar todo lo que sucedió nos hace revivir esa agonía y saber que jamás podremos olvidar esos momentos”, dijo.
‘La cura fue peor que la enfermedad’
Para Omar Velásquez, cuya hija de 15 años, Omarlys, también estaba en el bote no hubo una reunión en el hospital, solo el dolor de que ella nunca le dijo por qué se fue, y la pena de que jamás volvió a aparecer.
En un día reciente, reflexionó sobre muchas preguntas. ¿Cómo pudo salir del puerto un bote sobrecargado con decenas de mujeres sin ser detectado por el Comando de Guardacostas Bolivariano? ¿Por qué los botes salvavidas del gobierno no tenían combustible y por qué tardaron días en montar una búsqueda aérea? Sobre todo, se preguntó: ¿algún día habrá justicia por lo que sucedió? “Hubo una complicidad profunda del gobierno en todo esto”, opinó Velásquez.
Carlos Valero, un diputado de la Asamblea Nacional que es controlada por la oposición, señala los arrestos de los dos guardias nacionales como evidencia de que los funcionarios del gobierno estuvieron involucrados en la red de contrabando. No obstante, reconoce que la investigación iniciada el mes pasado no ha obtenido ningún resultado, pues ha sido bloqueada por el partido que gobierna el país.
Valero ha enfocado su atención en Trinidad, donde dice que ha recabado pruebas de que la Guardia Costera y los funcionarios de inmigración recibieron sobornos de unos 100 dólares por cada mujer de la embarcación para que las dejaran pasar. Asimismo, ha sido difícil obtener respuestas de las autoridades de Trinidad, afirmó. “Es como si estas personas no existieran”, dijo sobre las víctimas.
En Puerto España, el propietario del bar que esperaba que una de las mujeres de la embarcación trabajara para él sigue con sus negocios. En una noche de mayo, estaba en su local y miraba algunas fotografías de chicas venezolanas en su teléfono, que le habían enviado por WhatsApp.
Explicó el arreglo que tenía con las venezolanas reclutadas para trabajar en su local: le paga una cuota al barquero por su pasaje, confisca sus pasaportes y las envía de vuelta solo hasta que hayan multiplicado el monto que él gasta en traerlas de contrabando.
El arreglo funcionaba con la ayuda de la policía de Puerto España y la Guardia Costera de Trinidad, las cuales recibían pagos por igual, comentó.
El gobierno de Trinidad no respondió a las preguntas por escrito ni a las peticiones de comentarios. Tres dueños de barcos comerciales en Trinidad y un cuarto más en Venezuela confirmaron que habían hecho pagos para traficar prostitutas desde Venezuela o que habían sido testigos de esos pagos por parte de otros barqueros que traían mujeres a Trinidad.
En el bar de Puerto España, los oficiales de policía se acercaron al dueño y lo saludaron frente a un reportero, aunque estaban presentes varias mujeres venezolanas que trabajan allí. “Estos son mis amigos, los conozco muy bien”, dijo el propietario sobre los oficiales, con una sonrisa.
Los familiares de los sospechosos de participar en la red de tráfico de personas dijeron que sus parientes fueron falsamente acusados por las mujeres sobrevivientes; ninguno de los que están presos pudieron ser contactados mediante el sistema penitenciario de Venezuela.
Más allá de su enojo, Díaz ahora parece consumido por el problema que ocasionó el viaje de su hija: cómo conseguir comida. La hiperinflación ha continuado. La escasez de alimentos no ha mejorado, pero nadie de la familia se atreve a volver a cruzar esas aguas.
“Habíamos depositado muchas esperanzas en ella”, dijo sobre su hija, Oriana. “Iba a sustentarnos a todos desde Trinidad”. Respiró hondo y agregó: “Pero la cura es peor que la enfermedad”.