De acuerdo con las estadísticas de algunas organizaciones que defienden los derechos de las trabajadoras sexuales, en Rusia hay prostitutas que son amas de casa, estudiante, mujeres divorciadas, entre otras, pese a ser maltratadas y abusadas por la policía de ese país
Vladimir Putin elogió, con sarcasmo, a las prostitutas rusas “como las mejores del mundo”, pero obvió decir que están obligadas a trabajar en la clandestinidad y la indiferencia en un país que casi siempre ignora sus denuncias.
“Las prostitutas rusas son parias absolutas, no tienen ninguna posibilidad real de defenderse”, resume con amargura Irina Maslova, fundadora de la única asociación del país que ayuda a estas mujeres, “La rosa plateada”.
La prostitución es ilegal en Rusia, donde puede sancionarse con una multa simbólica de 1.500 rublos (alrededor de 23 euros).
Según los defensores de los derechos de las prostitutas, la policía se apoya a veces en esta prohibición para no investigar los abusos contra ellas.
“Los policías se niegan a registrar las denuncias de las chicas sobre las agresiones a las que las someten los clientes. Y con frecuencia les abren un expediente por prostitución en lugar de defenderlas”, explica Maslova.
Las agresiones, las extorsiones y las amenazas de revelar su actividad a sus familias son moneda corriente, lamenta.
Irina habla con conocimiento de causa. Esta esbelta rubia cuadragenaria fue prostituta durante seis años en San Petersburgo hasta que en 2003 comenzó a militar por los derechos de las trabajadoras sexuales.
Intenta, por ahora en vano, crear “un sindicato de trabajadores sexuales” en Rusia porque está convencida de que es la única forma de acabar con los abusos. Pero “nos contestan oficialmente que este oficio no existe”.
En San Petersburgo, la segunda ciudad más importante de Rusia, entre 4.000 y 6.000 mujeres viven de la prostitución, según diversas estimaciones. Sólo el 10% de ellas ejercen en la calle; la mayoría lo hace en salas clandestinas: apartamentos compartidos, con una secretaria que contesta al teléfono y un guardia a la entrada.
En la época de la Unión Soviética, la prostitución no existía oficialmente. Empezó a verse en las calles de Moscú en los años 1990. Y desde el comienzo de los años 2000 se lleva a cabo en locales ilegales, a menudo bajo “la protección” de policías corruptos.
Promocionan su actividad pegando pequeños anuncios en los muros de los edificios, en las paradas de autobuses y en otros lugares. Prometen “pasar un buen rato”.
En teoría los proxenetas se exponen a hasta tres años de cárcel pero pocas veces se concreta ante la dificultad de trazar el dinero de los servicios de las prostitutas.
“El perfil es muy variado”, explica Reguina Ajmetzianova, una militante de la asociación “La rosa plateada”. “Hay estudiantes, mujeres divorciadas, incluso amas de casa. Su marido no está al corriente o dice no estarlo”.
Por la noche, Reguina acude a estos locales clandestinos para distribuir preservativos y proponer pruebas de detección del virus VIH a las prostitutas.
Y es que la enfermedad causa estragos en el país, con más de 103.000 nuevos casos registrados en 2016, un alza de 5% en un año.
Llama a una puerta en la sexta planta de un gran edificio de estilo estalinista del sur de San Petersburgo. Una rubia treintañera le abre y le da la bienvenida con una sonrisa. Regina la llamó por teléfono para avisarle de su visita.
“Vaya a la cocina. Nadia trabaja, Nastia y Madina están allí”, dice la rubia. Se llama Inna y es la administradora del local.
Nastia, de 31 años, y Madina, de 20, beben té. Encima de un minicamisón sexi, visten una camiseta.
Las tres chicas reciben entre 10 y 15 clientes por noche pero cobran la mitad de los 2.000 rublos por hora (33 euros) que les pagan.
“Por supuesto que he vivido situaciones difíciles con clientes en varias ocasiones. He aprendido a no mostrar el miedo”, cuenta Nastia, una pelirroja de ojos verdes originaria de los Urales.
En voz baja, Madina, una uzbeka que apenas habla ruso, enumera los abusos: “Sí, me han pegado, amenazado con un cuchillo, forzado a hacerlo sin preservativo…”
Reguina prepara los test. De repente alguien llama al interfono.
“¡Venga, chicas, rápido!”, exclama Inna mientras mira las imágenes de las cámaras, en las que se ve a un hombre subir al apartamento. Nastia y Madina se quitan las camisetas, se calzan zapatos de tacón y desaparecen.
Unos diez minutos más tarde, Madina vuelve sola: el cliente ha elegido a Nastia.
“Hacemos lo que hacemos por iniciativa propia, es verdad. pero somos seres humanos y nos gustaría que nos tratasen como tales”, suspira Nadia, justo cuando se va un cliente.