Una democracia aparente

Una democracia aparente
Luis Carlos Guerra es abogado, politólogo y Locutor. Foto/Cortesía

La utilización de las estructuras y recursos de un Estado para persecución judicial política, inducción de la conciencia electoral, compra y venta de la intención de voto, sostenimiento de la organización política de un candidato o funcionario electo, son conductas de punibilidad jurídica y moral perjudiciales para el correcto funcionamiento del ente estatal.

Analizar lo inmoral o ilegal de tales actuaciones es lógicamente el consecuente de la politología teórica y normativa, sin embargo, los efectos lesivos superan la causalidad que deviene de trasgredir normas objetivas protectoras de los intereses públicos colectivos, son en sí mismas “amenazas para la estabilidad y seguridad de las sociedades, pues socavan las instituciones y los valores de la democracia, la ética y la justicia al comprometer el desarrollo sostenible y el imperio de la ley”. (CONVENCION DE LAS NACIONES UNIDAS CONTRA LA CORRUPCION).

No puede permitirse o tolerarse que las funciones públicas, que suponen la salvaguarda de las garantías individuales y sociales de los ciudadanos contribuyentes, se distorsionen a fin de beneficiar o proteger agendas privadas de individuos o grupos.

Al parecer la democracia como sistema representativo mantiene a través de su práctica un vicio oculto que deslegitima su esencia, todo aquello que se ejecute al amparo de su estructura se interpreta como ajustado a derecho, ignorando que la apariencia de legalidad configura frustraciones sociales que devienen en anarquía frente a la razón de ser de la autoridad o estructura gobernante.

La ligereza con que se somete al escrutinio público a un ciudadano o persona jurídica a través de la proyección mediática de procesos investigativos de cualquier índole, lesiona la razón de ser del Estado de Derecho, pues dicha estrategia, aunque políticamente aceptable desde el punto de vista maquiavélico, supone la omisión consciente de derechos individuales cuyo fin es simular la culpabilidad a pesar de la inocencia que resulte de un análisis intelectivo objetivo o la probidad obligada dentro de un proceso.

El Estado pierde credibilidad cuando se simula ejecutar sus funciones, consabido es que cualquier acto público de un colaborador, servidor, funcionario, que derive en una aplicación fingida de la Ley, genera consecuentemente un rechazo ético que aunque en la praxis electoral no se refleje, en la convivencia social impacta negativamente.

La apariencia de lo correcto en el ejercicio de la actividad pública, inexorablemente, en algún punto, contrastara con la formalidad objetiva de la Ley, es el deber ser, a menos, que lo que asumimos como un sistema ya sea un subsistema virtual donde lo ideal sea un engaño ensimismo, algo así como el reflejo de las apariencias, por lo que hasta que no se ejecute un reinicio, entiéndase una transformación constitutiva, cada etapa o proceso será solo un pixel de la imagen estatal pertinente o adecuada que se anhela, y en esa esperanza solo queda la resignación a convivir en una sociedad con una gobernanza que simula justicia y equidad a conveniencia.

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