BRASILIA — “No nací para ser presidente”, dijo Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, durante un discurso reciente en su residencia oficial. “Nací para ser soldado”.
El tono usado por Bolsonaro, capitán retirado del Ejército, fue sutil. Pero el mensaje enfatizó la turbulencia que ha caracterizado sus primeros meses como mandatario.
En poco más de cien días en el cargo ha tenido que usar gran parte de su capital político, pero ha logrado pocos resultados en temas esenciales. Los brasileños están perdiendo la paciencia.
Bolsonaro, un político populista de derecha, llegó a la presidencia con la gran misión de lograr un cambio exigido por los electores hartos de la corrupción política, la violencia y los persistentes efectos de una profunda recesión.
En cambio, su mandato se ha visto afectado por batallas culturales, disputas entre las facciones que lo apoyan (las fuerzas militares, los evangélicos y los antiglobalistas) y el desorden, además de la salida de dos ministros. Su partido es investigado en relación con un posible esquema ilegal de financiamiento de campañas electorales, y uno de sus hijos, el senador Flávio Bolsonaro, también está siendo investigado por corrupción.
Los proyectos de ley que podrían ayudar a las finanzas del país y reformar el sistema penal de justicia languidecen en el Congreso, una institución en la que el presidente no ha podido construir alianzas, y la economía sigue debilitándose.
Su actitud impulsiva y combativa —que le fue útil durante la campaña— ha causado consternación ahora que es presidente. Durante el carnaval causó revuelo cuando publicó un video sexualmente explícito en Twitter. Después hizo un llamado a las fuerzas armadas para conmemorar el golpe de Estado de 1964 que dio inicio a un régimen militar que duró 21 años.
Todo esto ha provocado que tenga el índice de popularidad más bajo de cualquier mandatario en su primer periodo desde que se restauró la democracia a mediados de la década de 1980, según una encuesta de Datafolha: el 30 por ciento de los ciudadanos dice que su presidencia es mala o terrible.
Kim Kataguiri, un legislador federal liberal cuyo influyente Movimiento Brasil Libre respaldó con entusiasmo la candidatura de Bolsonaro, dijo que su desempeño ha sido una gran decepción.
“Ya estamos en un periodo de estancamiento”, comento. “Los mercados pronostican que Brasil no podrá cumplir con sus obligaciones, controlar su deuda pública ni recibir inversiones”.
El portavoz de Bolsonaro no respondió a las solicitudes de una entrevista para este reportaje, y el vicepresidente Hamilton Mourão canceló una entrevista para hablar sobre los primeros 100 días de gobierno.
Muchas personas en Brasil —enemigos y simpatizantes por igual— creen que Bolsonaro ha sido su peor enemigo.
“Las crisis no están siendo generadas por la oposición”, dijo Marcelo Freixo, legislador federal de izquierda, sobre el actual gobierno. “Ellos están creando sus propias crisis”.
Uno de los ejemplos es el intento de Bolsonaro de abordar uno de los desafíos más grandes de su presidencia: reformar el sistema de pensiones del país que, según los economistas, es una bomba de tiempo que la novena economía más grande del mundo debe atender para prevenir una crisis.
Paulo Guedes, el ministro de Finanzas de Bolsonaro, hace poco les dijo a los legisladores que Brasil gasta diez veces más en pensiones que en educación, una situación que equivale a “enviar un avión para que atraviese el océano sin combustible”.
A Bolsonaro se le atribuyó la propuesta de un proyecto de ley que recortaría de manera importante los generosos beneficios, los cuales permiten que algunos brasileños se retiren antes de cumplir los 50 años. Sin embargo, también se ha distanciado de las prácticas del pasado con las que los presidentes repartían ministerios, puestos bien pagados en el gobierno y financiamiento a partidos de todo el espectro político para establecer coaliciones y aprobar proyectos de ley en el Congreso.
Sin una nueva estrategia, Bolsonaro ha tenido problemas para mantener a raya a los 58 legisladores de su propio partido, lo que ha puesto en tela de juicio su capacidad de lograr que se aprueben medidas poco populares en la legislatura multipartidista e ingobernable de Brasil, que tiene 594 representantes.
Las audiencias en torno a los cambios en las pensiones se han convertido en riñas de gritos, lo cual ha frustrado a los impulsores dentro y fuera del gobierno, y también ha provocado que sus aliados hablen de Bolsonaro en un tono francamente desdeñoso.
Rodrigo Maia, el presidente de la Cámara de Diputados, en un principio había acordado liderar la reforma a las pensiones. Desde entonces se ha lavado las manos para no hacer lo que dicta el gobierno, y ha comparado su posición con la de una mujer golpeada que no soportará más abusos.
Mientras pasa el tiempo, los pronósticos para la aprobación del proyecto de ley se debilitan más.
“Mi perspectiva sobre el futuro es que no aprobaremos la reforma a las pensiones, entraremos en una recesión y el gobierno terminará desangrándose”, dijo Kataguiri, el legislador liberal, en una entrevista.
Los altos funcionarios del gobierno han dicho en entrevistas que la tormentosa relación con el Congreso es una señal de que Brasil pasa por una transformación necesaria, aunque caótica, bajo el mando de Bolsonaro.
Carlos Alberto dos Santos Cruz, un general retirado que funge como secretario de Gobierno de Bolsonaro, dijo que el Congreso debe adaptarse a una nueva realidad.
“Brasil no operaba bajo un principio democrático clave”, dijo Santos Cruz en una entrevista. “Durante mucho tiempo, vivimos sin poderes independientes, porque la rama ejecutiva compraba a la rama legislativa”.
Eduardo Bolsonaro, legislador federal y uno de los hijos del presidente, dijo que su padre estaba cumpliendo con su promesa de cambiar el sistema político que ha fomentado la corrupción y el nepotismo a lo largo de las décadas.
“Estamos desligándonos de un paradigma que siempre creó un Estado poco eficaz y que a veces fomentaba la corrupción”, comentó.
El atolladero en el Congreso no ha evitado que Bolsonaro cumpla con otras promesas de campaña, argumentó su hijo, y citó la cercanía con Estados Unidos, las subastas de entidades propiedad del Estado y las reformas para reducir la regulación excesiva como sus primeros éxitos.
Bolsonaro también ha hecho que los civiles puedan comprar armas con más facilidad y que las industrias tengan mayor acceso a zonas protegidas de la selva amazónica.
Sergio Moro, exjuez federal que ahora es ministro de Justicia, dijo en una entrevista que el gobierno ha dado pasos audaces para combatir la epidemia de violencia del país, una de las principales promesas de campaña de Bolsonaro.
Moro presentó ante el Congreso una propuesta de reforma para el código penal, que incluye medidas anticorrupción más estrictas. Además, el Estado ha comenzado a transferir a narcotraficantes de alto nivel de prisiones con baja seguridad a centros donde ya no pueden dirigir sus negocios tras las rejas.
Sin embargo, esas medidas se han visto eclipsadas por los conflictos internos, la intriga y las declaraciones controvertidas por parte de los principales miembros de un gobierno que suele generar sus propias crisis.
Quizá nadie ha hecho más para alimentar el tumulto que Olavo de Carvalho, un escritor brasileño conservador que propone análisis políticos y teorías conspirativas con los videos que sube y los tuits que publica desde su casa en Virginia. Bolsonaro dijo que Carvalho inició “la revolución” que lo llevó a la presidencia mientras se sentaba a su lado en una cena reciente en Washington.
No obstante, el gran respeto que Bolsonaro siente por Carvalho no es compartido universalmente en el gobierno, en gran medida debido a las polémicas opiniones de Carvalho.
Carvalho ha afirmado que las bebidas de Pepsi están endulzadas con las células de fetos abortados; que legalizar el matrimonio igualitario lleva a legalizar la pedofilia; y que los desastres naturales catastróficos como el huracán Katrina y el terremoto de 2011 en Haití, quizá son castigos divinos por practicar tradiciones religiosas africanas.
Dos de los ministros que se unieron al gobierno como sugerencia de Carvalho han generado controversias similares, que dentro del gobierno se consideran contraproducentes.
Poco después de tomar el cargo como ministro de Educación, Ricardo Vélez, un académico colombiano ultraconservador, dijo en una entrevista con una publicación semanal que los brasileños que viajan al extranjero se comportan como “caníbales” que roban cosas de los hoteles y los chalecos salvavidas de los aviones.
Poco después, lo atacaron por enviar una carta a las escuelas exigiendo que se lea a los estudiantes una consigna política de Bolsonaro después de cantar el himno nacional. Luego de muchas controversias fue removido del cargo la semana pasada.
Otro discípulo de Carvalho, el ministro de Relaciones Exteriores Ernesto Araújo, también fue criticado por decir que el nazismo era un movimiento de izquierda, una afirmación que Bolsonaro repitió cuando hace poco visitó el museo del Holocausto en Israel. El sitio web del museo dice que el Partido Nazi era una rama de los “grupos radicales de derecha” (Bolsonaro dijo la semana pasada que el Holocausto “puede perdonarse, pero no olvidarse”, lo cual provocó aún más controversia).
Carvalho se ha dirigido a varios de los ocho generales retirados del gabinete de Bolsonaro, entre ellos el vicepresidente Hamilton Mourão, y los ha calificado como enemigos dentro del Estado.
Mientras tanto, los generales han buscado alejarse del conflicto y son vistos como una fuerza moderada y estabilizadora dentro de un equipo caótico.
Augusto Heleno Ribeiro, un exgeneral que supervisa las políticas de seguridad en el Gabinete, dice que se merecen esa reputación.
“Nuestro estilo es ser conciliadores, no incendiarios”, dijo en una entrevista. “Eso es porque sabemos muy bien los peligros del extremismo”.