Pareciera que en el Perú la corrupción llegó y terminó con Odebrecht: todos los expresidentes posteriores al gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000) han sido procesados —aunque ninguno sentenciado— por presuntos delitos de lavado de activos.
LIMA —Alejandro Toledo aguarda en Estados Unidos una solicitud de extradición. Ollanta Humala y su esposa, Nadine Heredia, después de pasar una temporada en prisión preventiva, continúan sujetos a comparecencia restringida. La excandidata presidencial Keiko Fujimori está detenida como una medida cautelar desde el 31 de octubre del año pasado. Pedro Pablo Kuczynski fue internado en la unidad de cuidados intensivos de una clínica limeña, lo cual le valió el cambio de su orden de prisión preventiva por arresto domiciliario. Y Alan García, ante la inminencia de su encarcelamiento, tomó la decisión de suicidarse.
Las resoluciones solicitadas por el Ministerio Público peruano han sido acogidas con proactividad por los magistrados, a pesar de no estar compelidos a ellas; son decisiones tomadas por “elementos de convicción”, mientras los incriminados son investigados. Si bien se trata de medidas previstas en la ley, los fiscales y jueces han priorizado la severidad extrema por sobre la presunción de inocencia. Esto ha extendido el uso de medidas de excepción, concebidas para evitar fugas o entorpecimientos de la actividad probatoria. Existen, no obstante, otros mecanismos que no implican la pérdida de la libertad y que son igualmente garantes del pleno desarrollo de las pericias judiciales. Sin embargo, esas medidas no han sido priorizadas. ¿A qué se debe este inédito endurecimiento en el procesamiento de políticos involucrados en casos de corrupción?
Los operadores de la justicia han sincronizado sus decisiones a tono con el humor ciudadano e incluso algunos fiscales han reconocido que la presión pública le otorga legitimidad a su trabajo. Han buscado distanciarse del debilitado poder partidario y propugnan su autonomía institucional, pero no les inquieta depender del clamor social. Es un riesgo: la volátil opinión pública peruana ha oscilado entre el desaliento por la política tradicional y la petición vehemente de “que se vayan todos”, pero no necesariamente en lo que es urgente para el Perú, la independencia del sistema judicial, una que funcione sin importar quién está en la presidencia o quién domine el congreso.
La narrativa “anticorrupción” ganó respaldo social ante la debacle del sistema de partidos tradicionales, ahogado en escándalos de corrupción, cuya magnitud aún está por desentrañar. Sustentado en este apoyo popular, cualquier otra medida judicial que no sea el encarcelamiento —preliminar o preventivo— podría tildarse de blanda por más que se siga rigurosamente el criterio del debido proceso. El exceso parece ser la última trinchera: hacer justicia de manera implacable. Cuantos más políticos y empresarios de cuello blanco haya tras las rejas, mayor serán la satisfacción ciudadana y el apoyo que reciben los fiscales y el presidente Martín Vizcarra. La aprobación de la fiscalía peruana ha pasado del 18 al 38 por ciento en el último mes de agresividad procesal.
El suicidio de Alan García puede, en teoría, debilitar el voraz impulso anticorrupción ciudadano que ha aprovechado el gobierno de Martín Vizcarra. Pero en la práctica, sin embargo, puede ser un espaldarazo que confirma la aceptación social de la dureza judicial: de acuerdo con una encuesta, el 60 por ciento de los peruanos considera que la desaparición de García hará que se profundice el combate contra la corrupción.
El alto número de políticos procesados (hasta ahora se han dictado 31 resoluciones con órdenes restrictivas) resulta un espejismo del cual no debemos fiarnos: la repentina agilidad del sistema judicial peruano —históricamente caracterizado por su dilación y cubierto de sospechas de cooptación de intereses— denota, más que su nervio expeditivo, su fragilidad institucional.
La reforma judicial, encaminada desde finales de 2018, debería conducir la confianza ciudadana hacia el respeto por las instituciones políticas y no hacia un ánimo de revancha popular, fundada hasta cierto punto pero inútil para recobrar un sentido de comunidad que la corrupción política destrozó. Los decretos legislativos impulsados por el presidente, sin embargo, han sido tangenciales a este propósito.
En este sentido, las diferencias entre el proceso judicial peruano con el de Brasil son vitales: la autonomía del sistema judicial brasileño estableció sanción y cautela sobre los procesados. Pero en Perú, un país desmovilizado, sin partidos ni líderes ajenos a sospechas de delitos, los fiscales y algunos activistas han terminado liderando la indignación ciudadana, legitimando el “que se vayan todos”… a la cárcel.
Por lo mismo, la aplicación arbitraria de las medidas cautelares ha servido para amainar la ansiedad colectiva, pero no ha logrado terminar de fortalecer la autonomía de la justicia peruana ni ha sentado las bases para una regeneración institucional a largo plazo. Lo que sí ha ocasionado es un páramo político: la sensación desalentadora de que ningún partido tiene la legitimidad de luchar contra la corrupción. Esta situación, aunada a normas nocivas impulsadas por el gobierno de Vizcarra vía referéndum —especialmente la eliminación de la reelección parlamentaria inmediata—, constituye un escenario sin alternativas políticas de recambio para cuando salga Vizcarra.
Existen al menos dos formas de consolidar una administración de justicia confiable ante la ciudadanía y que no obedezca al gobernante en turno: a través de un ejercicio indiscutible del debido proceso o apelando a la percepción de culpabilidad de los procesados. Los operadores de justicia han optado por la segunda opción, la cual puede resultar beneficiosa solo en el corto plazo.
Una reforma judicial, con una legitimidad social sostenible en el tiempo, requiere institucionalizar la lucha anticorrupción, lo cual implica, como primer paso, priorizar el respeto a las libertades fundamentales a la anticipación de condenas. En concreto, hacer funcionales las medidas cautelares intermedias (comparecencia, impedimento de salida del país).
Las críticas al equipo jurídico del caso Lava Jato en el Perú no deben entenderse como una presión para retroceder en lo avanzado. Incluso los promotores del relato anticorrupción, como el presidente Martín Vizcarra, reconocen los “excesos”. Más bien, deben entenderse como la apremiante urgencia de erigir una justicia irrefutable para todas las partes. El revanchismo popular no debe ser el sustento de la justicia de una democracia.
Carlos Meléndez es politólogo peruano y académico de la Universidad Diego Portales (Chile). Su libro más reciente es “El informe Chinochet. Historia secreta de Alberto Fujimori en Chile”.