Según las estadísticas del estado, en 2018 la cantidad de personas asesinadas por la policía en Río de Janeiro llegó a 1538. Este año se podría superar ese récord.
RÍO DE JANEIRO — Con disparos desde helicópteros, vehículos blindados con soldados o a quemarropa, los oficiales de la policía de Río de Janeiro abatieron a 558 personas durante los primeros cuatro meses del año, la cantidad más grande en este periodo desde que las autoridades comenzaron a llevar un registro hace más de dos décadas.
Esta cifra reciente sucede después de años en los que las autoridades federales y locales instauraron políticas que disminuyeron significativamente los asesinatos a manos de la policía. Sin embargo, debido a que el país cayó en una profunda crisis económica y política en 2014, se agotaron los recursos para los programas de seguridad. Las bandas de delincuentes reclamaron los territorios que perdieron en Río, y estalló la violencia en todo Brasil: el año pasado fueron asesinadas más de 51.500 personas.
Los votantes acudieron a las casillas en octubre y brindaron su respaldo a los candidatos que prometieron combatir la violencia relajando los reglamentos para el porte de armas de fuego y permitiendo que la policía les disparara a los sospechosos armados.
El nuevo gobernador del estado, William Witzel, cita la cifra de reducción general de los homicidios para sustentar que esa estrategia estaba funcionando.
“Vamos en la dirección correcta”, escribió Witzel en Twitter el martes celebrando la reducción de los homicidios y de otros delitos. “Vamos a seguir preservando la vida y la libertad de nuestras familias”.
El presidente Jair Bolsonaro, un capitán retirado del Ejército y líder político de extrema derecha, prometió darle a la policía más flexibilidad para matar a los delincuentes sospechosos y suele repetir un refrán popular que dice que “el delincuente bueno es el delincuente muerto”. Witzel, un exjuez federal, aprobó tácticas que los expertos en leyes consideran como asesinatos extrajudiciales.
Poco tiempo después de su elección, Witzel señaló que los oficiales de policía deberían estar autorizados para abrir fuego sobre cualquier delincuente que portara un arma. “La policía hará lo correcto: ¡apuntarles a su cabecita y disparar! Así no habrá pierde”, le dijo en noviembre a un diario local. Parecía disfrutar con la posibilidad de que aumentaran los cadáveres, y en enero dijo que no faltarían lugares en donde poner a los delincuentes. “Cavaremos tumbas”, señaló.
En marzo, Witzel anunció que habían desplegado por todo el estado a francotiradores encubiertos que estaban abatiendo a sospechosos armados, los cuales “tenían que ser neutralizados de manera letal”.
Sin embargo, algunos legisladores y activistas locales en las comunidades que han sido blanco de operaciones violentas de la policía dicen que los oficiales llevan a cabo asesinatos extrajudiciales de forma rutinaria.
“En las favelas y otras zonas de la periferia se están realizando ejecuciones sumarias”, afirmó Renata Souza, representante estatal que exhortó a las Naciones Unidas y a la Organización de Estados Americanos a que investigaran el asunto. “Es una política estatal atroz que equivale al genocidio”.
Los fiscales reconocen que no tienen el personal ni los recursos para investigar a fondo más que una pequeña parte de esos casos.
El despacho del fiscal del estado creó un grupo de trabajo en 2015 para investigar las denuncias de uso excesivo de la fuerza. Desde entonces, la policía ha matado a más de 4000 personas en el estado. Esta unidad ha acusado de homicidio a 72 oficiales; de ellos, al menos diecinueve han sido absueltos y ninguno está en la cárcel.
Paulo Roberto Cunha, director del grupo de trabajo, señaló que su equipo enfrentaba una carga de trabajo abrumadora, investigaciones forenses deficientes y la renuencia de muchos testigos que temen a las represalias de la policía. Aunque la ley requiere que la policía de Río de Janeiro registre los acontecimientos con las cámaras instaladas en las patrullas, estos dispositivos han desaparecido de la mayor parte de los vehículos, despojando a los investigadores de pruebas cruciales.
En 2017, la Corte Interamericana de Derechos Humanos acusó a Brasil de no investigar las muertes sospechosas perpetradas por la policía y le ordenó que lo hiciera.
No obstante, los montones de expedientes apilados en el escritorio de Cunha —y en archiveros ubicados fuera de su oficina— recalcan la magnitud del reto. Hay catorce fiscales en el grupo de trabajo.
Desde hace mucho tiempo, Río de Janeiro ha sido un estado sumamente complejo para la policía. Decenas de distritos en los que hace décadas se instalaron asentamientos ilegales y que llevan mucho tiempo abandonados por el Estado están controlados por los narcotraficantes y los grupos paramilitares. Jóvenes con rifles semiautomáticos custodian los accesos de entrada a muchas comunidades. Normalmente, la policía solo entra para hacer redadas y, según los residentes, a menudo dejan cadáveres después de sus operativos.
En la mañana del 8 de febrero se desató un tiroteo en el distrito montañoso de Fallet-Fogueteiro, cerca del centro de Río, y pronto los residentes supieron que no era un enfrentamiento común y corriente en esa zona donde las pandillas rivales llevan tiempo peleando por el control.
Mientras un escuadrón de la policía subía estruendosamente la colina, un grupo de presuntos narcotraficantes se escabulleron dentro de una casa. Se quitaron la camisa, lo que, según los residentes, es una señal de rendición.
Entre ellos estaba Felipe Guilherme Antunes, de 21 años. Se quitó la camiseta negra que decía “Lo negro es bello” con la que se había vestido esa mañana y esperó.
Para el momento en que cesó la lluvia de balas, nueve hombres yacían en el suelo sobre charcos de sangre, y otros cuatro fueron abatidos afuera.
En ese momento, los oficiales de la policía dijeron que estaban actuando en defensa propia. Sin embargo, cuando los familiares y los investigadores de derechos humanos analizaron los relatos de los testigos, los informes de las autopsias y las fotografías de los cuerpos y de los muros de la casa salpicados de sangre, muchos estaban convencidos de que los hombres fueron ejecutados. Ninguno de los oficiales de la redada resultó herido.
Según Human Rights Watch, en su análisis de nueve de las autopsias, algunos cuerpos tenían disparos dirigidos a la cabeza o al corazón.
“No vinieron a llevárselos en custodia”, afirmó Tatiana Antunes de Carvalho, madre de Antunes, quien dijo que sus heridas no concordaban con la descripción de la autopsia. “Vinieron a matar”.
Witzel y altos oficiales de la policía estatal se negaron en varias ocasiones a conceder entrevistas. En un breve comunicado, el Departamento de Policía señaló que “cumplió todos los protocolos que dictaba la ley en sus operaciones y sus acciones, incluso en el ámbito de las investigaciones”.
En el fuego cruzado, con frecuencia quedan atrapados niños y otros transeúntes: en marzo, le dieron tres disparos a Kauan Peixoto, de 12 años. En abril, una joven de 16 años recibió un disparo mientras estaba en el asiento trasero de un automóvil. En mayo, murió un motociclista de 27 años durante un tiroteo con la policía en el distrito de Rocinha.
Otorgarle poder a la policía para que cometa asesinatos nunca ha reducido la violencia, comentó Roberto Sá, quien supervisó a la policía de ese estado de 2016 a 2018 y trabajó en una unidad élite policial al inicio de su carrera.
“La confrontación genera un ambiente de inseguridad, enfermedades mentales y estrés para los oficiales de policía y para los residentes”, afirmó.