Esta tarde, la sala segunda del Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil debía analizar un habeas corpus presentado por la defensa de Luiz Inácio Lula da Silva, en prisión desde abril del año pasado. Sin embargo, todo indica que se impondrá una maniobra para postergar la discusión, posiblemente hasta agosto. Los abogados del expresidente piden la nulidad del proceso y su libertad inmediata.
Argumentan que el exjuez Sérgio Moro, ahora ministro de Justicia y Seguridad Pública de Jair Bolsonaro, actuó de forma parcial y cometió ilegalidades que impidieron un juicio justo.
El recurso es del año pasado, pero el juez Gilmar Mendes lo había liberado ahora, cuando Moro está en el ojo de la tormenta. Sus diálogos con el fiscal Deltan Dallagnol y otros miembros de la operación Lava Jato publicados por The Intercept —ahora también con la colaboración del periodista Reinaldo Azevedo y del diario Folha de São Paulo— evidencian que las presuntas ilegalidades denunciadas por la defensa de Lula da Silva formaban parte de algo mucho más grave. Y es que, en este momento, no solo está en duda la legitimidad del juicio contra Lula da Silva, también está en riesgo la credibilidad de la Lava Jato y, de paso, de la democracia brasileña.
La Lava Jato inició en 2014 con un caso de lavado de dinero y fue ampliada por una cadena de delaciones que implicaron a empresarios y políticos. Se trató del caso judicial más importante de corrupción en Brasil y también en América Latina. Sin embargo, las conversaciones de Moro parecen confirmar que la investigación está contaminada por las ambiciones mesiánicas del exjuez y por un afán político. Esto tiene implicaciones muy peligrosas: las decisiones en los últimos cinco años de Sérgio Moro han impulsado un proceso político que ha sido profundamente tóxico para la democracia brasileña, debilitó a los partidos políticos y terminó por pavimentar la victoria de Bolsonaro, un líder autoritario que hizo del discurso de odio contra las minorías su principal bandera política.
Los diálogos publicados por The Intercept dejan ver que Moro era al mismo tiempo juez y fiscal. Le daba instrucciones a Dallagnol, le pasaba información e, incluso, discutía con él cómo influir en el STF u ocultarle evidencias. Con estas revelaciones parece confirmarse lo que muchos de quienes hemos cubierto este proceso, numerosos expertos a nivel internacional y una parte de la ciudadanía brasileña pensábamos: Lula da Silva es un preso político.
He sido corresponsal en Brasil durante casi diez años y una de las cosas que más me llegó a sorprender era que, pese a la que me parecía una evidente parcialidad y algunos mecanismos que apuntaban al abuso de poder, Moro fuese tratado como un héroe. Pero bastaba con leer el expediente en contra del expresidente para advertir la poca seriedad del proceso.
El Código de Proceso Penal brasileño es claro: un juez es “sospechoso” si aconsejó a alguna de las partes del proceso y, en tal caso, el juicio debe anularse. Por este y otros vicios del proceso, el STF debe declarar nulo el juicio y liberar a Lula da Silva.
La narrativa de Moro y su Lava Jato aún es incuestionable por un sector amplio de la sociedad brasileña. Para muchos es una historia de héroes (liderados por Moro) y villanos (una clase política ambiciosa y corrupta, especialmente si eran aliados cercanos del líder histórico del Partido de los Trabajadores) en la que un hombre valiente desmontaba el sistema de corrupción del país.
Es difícil resistirse a los redentores, pero en este caso los brasileños deben intentar hacerlo para no desechar un objetivo correcto y necesario (perseguir e investigar la corrupción), pero también condenar y combatir lo que se hizo mal (politizar la justicia, la idea nociva de que acciones ilegales se pueden justificar para erradicar otros actos ilegales o, peor aún, para derrotar a un adversario político).
En los meses anteriores a los comicios de 2018, Lula da Silva, quien había lanzado su candidatura a un nuevo periodo presidencial, lideraba todas las encuestas de intención de voto. Pero, como consecuencia de la condena de Moro, no pudo ser candidato. Cuando ganó Bolsonaro, Moro fue nombrado ministro y muy pronto comenzaron a comprobarse las sospechas sobre su parcialidad. Estos días, el relato del héroe parece desmontarse: las conversaciones filtradas indican que Bolsonaro le había ofrecido el puesto antes de las elecciones. Moro recibió también la promesa de llegar al STF cuando hubiera una vacante.
La investigación iniciada por The Intercept ha mostrado una parte de lo que realmente pasó en los años convulsos de Lava Jato y nos ayuda a entender el modo en el que Brasil pasó a ser una distopía. Pero ahora, a partir de las pruebas periodísticas reveladas en las últimas semanas, el STF tiene una oportunidad inédita y que podría ser decisiva para el futuro de Brasil: comenzar a poner las cosas en su lugar. Y, con ello, restituir la confianza de los brasileños en la democracia: en el informe más reciente de Latinobarómetro, solo el nueve por ciento de los encuestados en Brasil está satisfecho con la democracia.
Liberar a Lula da Silva, abrir una investigación sobre los actos de legalidad cuestionable de Moro y Dallagnol y transferir la operación Lava Jato a un juez imparcial serían los primeros pasos de un largo camino para recuperar la normalidad democrática brasileña.
Solo así será posible que la justicia se despolitice y pueda ser un contrapeso real a un gobierno autoritario que no quiere ser cuestionado. Mientras Moro y Dallagnol piden que se investigue a los periodistas que dieron a conocer sus conversaciones, el presidente y sus hijos divulgan noticias falsas sobre uno los autores de los reportajes y cofundador del medio, Glenn Greenwald, y tratan de descalificarlo con comentarios homofóbicos.
El mayor tribunal brasileño no debe caer en esas trampas y tampoco debe postergar demasiado la discusión sobre el juicio del expresidente. Los magistrados deben tener claro que para que Brasil salga de la crisis política y social actual es necesaria más democracia: más transparencia judicial, más contrapesos estatales, mayor libertad de expresión (desde que asumió la presidencia, Bolsonaro no ha dejado de atacar a la prensa) y, sobre todo, más humildad para admitir que la persecución a Lula da Silva fue un error. Ese error no será una admisión de derrota, sino la posibilidad de Brasil de abandonar la distopía.
Bruno Bimbi es periodista y narrador. Fue corresponsal en Brasil durante casi una década y es autor de los libros “Matrimonio igualitario” y “El fin del armario”.