Una escuela sin calefacción ni computadoras, donde la mayoría de estudiantes son niñas y muchas irán a la universidad

Una escuela sin calefacción ni computadoras, donde la mayoría de estudiantes son niñas y muchas irán a la universidad
Unas estudiantes leen desde el mismo libro de texto en clase en una de las tiendas de campaña en la escuela. - Jim Huylebroek para The New York Times

Las chicas comenzaron a aparecer alrededor de las 7:00. Vistas desde la distancia, formaban líneas azules que serpenteaban por la ladera inhóspita y color marrón a lo largo de senderos estrechos marcados en la tierra, donde convergían desde distintas direcciones en la pequeña escuela al fondo del valle.

YAKAWLANG, Afganistán —Con sus uniformes color azul cielo y velos musulmanes blancos en la cabeza, muchas de las niñas, cuyas edades oscilan entre los 7 y los 18 años, ya habían estado caminando durante una hora o más para cuando llegaron a la escuela. También había grupos más pequeños de niños, la mayoría sin uniforme, que caminaban separados de las niñas.

Para las 7:45, todos estaban reunidos para la asamblea en el patio de la Escuela Rustam, en una esquina remota del distrito Yakawlang en Afganistán. Es la única escuela de la zona donde se dan clases de primaria, secundaria y bachillerato, del primero al decimosegundo grado, y cuenta en total con 330 alumnas y 146 alumnos, cifras sorprendentes en un país donde normalmente solo asisten a la escuela un tercio de las niñas.

El director, Mohammad Sadiq Nasiri, de 49 años, ofreció su charla motivacional diaria: entrar a la universidad será más difícil que nunca este año, así que tendrán que hacerlo mejor que nunca.

Rustam quizá parezca un lugar improbable para fomentar sueños de colegiales. Con siete salones de clases rudimentarios de roca, complementados por seis grandes carpas, hay tantos estudiantes que están divididos en sesiones matutinas y vespertinas de tan solo cuatro horas.

No hay electricidad, calefacción, computadoras funcionales ni copiadoras. Los profesores redactan a mano muchos de los materiales escolares. La ayuda extranjera alguna vez fue útil, pero se ha acabado. Una profesora dijo que tiene menos libros que estudiantes.

Solo el cinco por ciento de los estudiantes tienen padres que saben leer y escribir, dijo Nasiri. La mayoría son hijos de agricultores de subsistencia.

Sin embargo, la clase de graduados de 2017 de Rustam tuvo a 60 de 65 estudiantes que fueron aceptados en las universidades públicas de Afganistán, una tasa de admisión universitaria del 92 por ciento. Dos tercios de los alumnos admitidos eran niñas. Un par de años antes, el 97 por ciento de los graduados fueron a la universidad.

A diferencia de la mayoría de las escuelas afganas, Rustam mezcla niños y niñas en sus salones de clases. “Los hombres y las mujeres son iguales”, dijo el director. “Tienen los mismos cerebros y los mismos cuerpos”.

“Les decimos a los niños y a las niñas que no hay diferencia entre ellos y que todos estarán juntos cuando vayan a la universidad, así que deben aprender a respetarse”, agregó.

En uno de los últimos días del periodo primaveral, Badan Joya, una de cinco maestras de entre los doce profesores de la escuela, impartía una clase de matemáticas de cuarto grado en una de las carpas. Un pedazo de cartón pintado de negro era su pizarrón, con fórmulas sencillas de álgebra escritas en él. Les pidió a sus estudiantes, casi todas niñas, que mencionaran cuál era su materia favorita. Todos dijeron en coro: “Matemáticas”.

Eso no es sorprendente en Rustam; el 40 por ciento de las preguntas en los exámenes de admisión a la universidad son de matemáticas, más que de cualquier otro tema. Y las niñas dominan la materia.

La mejor estudiante en la clase de matemática del undécimo grado, con base en las calificaciones de las pruebas, es Shahrbano Hakimi, de 17 años. Hakimi también es la mejor estudiante en su clase de computación, donde, en un día reciente, las chicas estudiaban el sistema operativo Windows, en libros. Solo uno de los sesenta estudiantes tenía una computadora en casa.

“Lo que más deseo en el mundo es una computadora portátil”, comentó Hakimi.

Cuando los talibanes gobernaban Afganistán, la educación para las niñas estaba prohibida y las mujeres estaban en su mayor parte encerradas en sus casas, sobre todo en áreas rurales como esta ubicada en la provincia de Bamiyán.

La pasión local por la educación, sobre todo entre las niñas, es una reacción a esa era, dijeron sus profesores. Joya, la profesora de Matemáticas de cuarto grado, de 28 años, no comenzó a estudiar sino después de la caída de los talibanes cuando tenía 11 años; no sabía leer ni escribir, y su única educación había sido en una clase de costura.

“Tuve que comenzar de cero”, dijo. “Les contamos sobre los talibanes y lo que nos hicieron, y les decimos: ‘Ahora tienen una oportunidad; deberían aprovecharla’”, dijo. “Nos están escuchando. También lo escuchan en casa de voz de sus madres y tías”.

La zona alrededor de Rustam ahora está libre de talibanes y casi no se ha visto afectada por la violencia. En otros lugares, las familias se muestran reacias a enviar a las niñas a la escuela, sobre todo por las grandes distancias en las zonas rurales.

Las niñas en Rustam están muy motivadas. “Honestamente, las chicas son mejores que los niños; son más serias”, dijo Nasiri. “Estos jóvenes saben que no puedes esclavizar a alguien que ha recibido educación”.

Excepto en los estudios islámicos, casi todos los mejores estudiantes son niñas.

Amina, “que casi tiene 18 años” y solo usa un nombre, es la mejor estudiante de toda la escuela. Es afortunada, dijo, porque su padre también estudió, aunque su madre es analfabeta.

Será la primera de ocho hermanos en terminar el bachillerato y espera ir a la Academia Mawoud en Kabul, una escuela universitaria preparatoria, aunque sabe que cuarenta estudiantes fueron asesinados ahí hace poco por un atacante suicida con bomba.

La materia favorita de Amina es Matemáticas; espera convertirse en médica.

Hakimi también sueña con convertirse en médica, en parte porque su madre sufre problemas de la vista, y su padre casi está sordo a sus 65 años. Ambos son analfabetas.

Afuera de su casa con muros de adobe, un molino de agua en un canal de irrigación cercano activa un pequeño generador, que tiene solo la electricidad suficiente para encender las luces de noche, que ella utiliza para estudiar.

“Yo no estudié”, dijo su padre, Ghulam Hussein. “Solo soy un campesino. No quiero que ellos tengan la misma vida”. De sus once hijos, un hijo y dos hijas ya llegaron a la universidad.

“Estoy muy orgullosa de ellos”, dijo Zenat, la madre de Hakimi.

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