KABUL, Afganistán — Con solo 29 años, Zainab Fayez se convirtió en una de las principales defensoras de las mujeres en Afganistán.
Como la primera y única fiscala en la provincia de Kandahar, en lo profundo del sur conservador del país, envió a veintiún hombres a la cárcel por golpear y abusar de sus esposas o prometidas.
Pensé que debía hablar con ella. Había ido a Afganistán para hacerles a las mujeres una de las preguntas más apremiantes que rodean las conversaciones de paz que están llevándose a cabo entre los líderes talibanes, el gobierno afgano y los diplomáticos estadounidenses: tras dieciocho años de victorias para las mujeres en Afganistán, ¿qué piensan ellas ahora que los estadounidenses podrían retirarse y que los talibanes podrían regresar?
Pero mientras me preparaba para mi viaje a Kandahar, donde me encontraría con Fayez, me enteré de que había escapado de la ciudad.
Había recibido una advertencia que no podía ignorar: una nota escrita a mano que alguien colocó en el parabrisas de su auto familiar, doblada, debajo de una bala.
“Desde este momento, eres nuestro blanco y te trataremos como a los otros esclavos occidentales”, decía la carta. La había firmado “El Emirato Islámico de Afganistán”, el nombre formal que utilizan los talibanes para referirse a ellos mismos.
Muchas mujeres afganas aprovecharon las libertades que surgieron después de la invasión estadounidense y el colapso del gobierno talibán en 2001. No quieren regresar a los términos de ese gobierno, a las flagelaciones y la exclusión de la vida pública.
No obstante, a medida que se hace probable una suerte de acuerdo entre los talibanes y los funcionarios estadounidenses, muchas mujeres no creen en las promesas de los insurgentes de que esta vez sí respetarán los derechos de las mujeres.
Como ejemplo está Fayez, la fiscala.
La encontré en Kabul, la capital afgana, oculta con sus dos hijos en la casa de un familiar. Su esposo, Fakhruddin, acababa de conducir desde Kandahar con la bala y la carta amenazante.
Fayez ha visto lo suficiente de los talibanes para saber que sus promesas de tratar de manera justa a las mujeres son tan vacías como el desierto que está afuera de la ciudad.
“Jamás había estado tan aterrada”, comentó.
Nacida en la provincia remota de Ghor en 1990, en el punto crítico de la guerra civil afgana, creció viendo el resultado del gobierno talibán: nada de escuelas para niñas, nada de empleos para mujeres. Los transgresores eran apedreados y flagelados.
Después de la expulsión de los talibanes, se inscribió en la Universidad de Kabul y se convirtió en abogada. En 2016, se comprometió a enjuiciar a los hombres que abusaban de las mujeres en la provincia de Kandahar, donde nació el movimiento de los talibanes.
Uno tras otro, Fayez envió a los agresores a la cárcel. Dos de los hombres a los que condenó eran policías. El año pasado, el gobierno la reconoció como una de las cinco mujeres más valientes del país y puso su retrato en un afiche en el centro de Kandahar. “Las heroínas de los derechos de las mujeres”.
Lo más importante es que su reputación de tenacidad les dio poder a más mujeres para que alzaran la voz y relataran sus historias de abuso.
“Mi carga de casos creció conforme más mujeres comenzaron a confiar en el Estado de derecho”, dijo. “Fue entonces cuando empezaron las amenazas”.
En el piso de su sala expuso imágenes y grabaciones de amenazas de muerte previas: correos electrónicos y mensajes en WhatsApp, mensajes de texto y mensajes en su correo de voz en los que le pedían que renunciara a su trabajo. Durante meses, ignoró las advertencias como si fueran parte de su empleo.
Después, en febrero, su colega Azam Ahmad, con quien había trabajado en muchos de sus casos de violencia doméstica, fue baleado y asesinado por sujetos armados no identificados cuando iba camino a la oficina.
“Era un hombre muy valiente y también era mi amigo”, comentó. “Estos incidentes y amenazas nos afectan mental y emocionalmente. No obstante, tratamos de seguir trabajando lo mejor que podemos”.
Algunas semanas más tarde, la carta de los talibanes —y la bala— aparecieron en su parabrisas.
“Un talibán es un talibán”, comentó Fayez. “Han demostrado el tipo de gente que son, cuál es su ideología y, si regresan con la misma mentalidad, todo será igual de nuevo”.
Afganistán sigue siendo una sociedad muy patriarcal, pero la mayoría de las mujeres que conocí no están dispuestas a regresar a la manera en que vivían. Tuve dificultades para encontrar a alguien que creyera que los talibanes se habían vuelto más tolerantes durante los años que han estado lejos del poder.
Viajé a Kunduz, la capital de la provincia homónima del norte, para hablar con Sediqa Sherzai, una acosada defensora del empoderamiento de las mujeres que dirige una estación de radio en la cual solo trabajan mujeres, ubicada en las afueras de la ciudad.
La provincia es controlada en su mayor parte por los talibanes y la ciudad en sí ha caído en manos de los insurgentes dos veces durante periodos breves.
“Imagina una casa rodeada por talibanes”, dijo Sherzai. “No podrías vivir, comer ni trabajar siquiera con un momento de paz. La gente aquí vive con el miedo constante de que los talibanes vuelvan a apoderarse de la ciudad en cualquier momento”.
Desde 2008, ha encabezado Radio Roshani, una pequeña estación de onda corta que educa a las mujeres sobre sus derechos y las anima a compartir sus historias y dificultades. La escuchan en todo el norte de Afganistán.
En 2015, cuando los talibanes capturaron brevemente Kunduz, ocuparon el estudio de Radio Roshani durante cinco horas, lo incendiaron y se robaron el equipo. Se apoderaron de los números telefónicos y las direcciones del personal. Obaidullah Qazizadha, el esposo de Sherzai, que ayudó a fundar la estación, recibió llamadas telefónicas ominosas en su casa.
“Tu esposa está cambiando a otras mujeres”, decía la voz por teléfono. “No estamos de acuerdo con la manera en que está cambiando su mentalidad”.
Ella y su esposo escaparon a Kabul, y la estación salió del aire. Sin embargo, en abril, Sherzai decidió volver a comenzar Radio Roshani. Los empleados de la estación tratan de hacer que su participación sea clandestina. Su esposo tiene una escopeta en la sala de control.
Está dispuesta a arriesgar su vida para continuar con este trabajo, comentó, y no tiene la intención de facilitarles las cosas a sus enemigos.
“Los talibanes tenían razón”, comentó. “Estábamos cambiando la mentalidad de las mujeres”.
Pero no todas las mujeres afganas con las que hablé habían perdido la esperanza.
Como una madre joven bajo el gobierno talibán a finales de la década de los noventa, Hawa Nuristani ayudó a dirigir una escuela secreta para niñas que de otra manera tenían prohibido asistir a clases.
Después de la caída de los talibanes, Nuristani surgió como una de las mujeres más influyentes en el nuevo Estado afgano y se convirtió en una prominente conductora de noticias en televisión para después incursionar en la política. Encabeza una comisión que decide sobre disputas electorales.
En varias ocasiones, los talibanes encarcelaron a su esposo, secuestraron a su hijo e intentaron asesinarla. Un ataque le dejó una bala en la pierna; ahora cojea. Otro intento por acabar con su vida mediante una bomba dejó su auto demolido.
En febrero, Nuristani fue parte de una delegación afgana que viajó a Moscú para encontrarse con un grupo de líderes talibanes, una de tan solo dos mujeres en el grupo. La otra era Fawzia Koofi, integrante del parlamento.
En su oficina de Kabul, Nuristani recordó la reunión con mirada desafiante. Sin embargo, su tono era esperanzado.
“No creo que nadie más haya estado involucrado en tantos problemas en el gobierno afgano como yo”, me dijo. “Sin embargo, asistí a esta reunión porque siento que no se puede limpiar la sangre con más sangre. ¿Cuánto durará esta guerra?”.