Una semana después de que la agencia venezolana de inteligencia lo detuviera, el capitán retirado de la Armada apareció destrozado ante un tribunal militar. Estaba en una silla de ruedas y mostraba signos de tortura.
MARACAY, Venezuela —“Auxilio”, le dijo a su abogado. El capitán, Rafael Acosta, murió ese día. Fue enterrado el 10 de julio, tres semanas después, en contra de los deseos de su esposa y rodeado de guardias de seguridad en una operación controlada por el gobierno. Los cinco familiares a los que se les permitió asistir no pudieron verlo: el cuerpo estaba envuelto en un plástico marrón.
Según algunas secciones del informe de su autopsia, que fueron filtradas, Acosta sufrió un traumatismo por fuerza contundente y electrocución, y las autoridades han admitido el uso de fuerza excesiva en su caso. Su muerte evidencia que el gobierno del presidente Nicolás Maduro ha usado un brutal aparato de represión contra sus propios militares, en un esfuerzo por mantener el control de las fuerzas armadas y, a través de ellas, del Estado.
En reiteradas ocasiones, los han declarado su lealtad al gobierno. Pero en los últimos dos años, a medida que <la economía petrolera se derrumbaba</a> y la mayoría de los venezolanos empezaron a sufrir de una severa escasez de alimentos y medicinas, las facciones dentro de las fuerzas de seguridad han ejecutado para derrocar o asesinar al mandatario.
El gobierno afirma haber frustrado al menos una docena más de complots en ese período, incluido un plan con el que Acosta y otros cinco detenidos fueron vinculados.
Los medios estatales definen esas amenazas, reales e imaginarias, como “un golpe continuado”. El Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), la organización política de Maduro, recurre a esa mentalidad de asedio para justificar la vigilancia constante, las detenciones arbitrarias y las torturas hacia quienes considera sus enemigos, lo que incluye a los 160.000 soldados de las fuerzas armadas de Venezuela, según han denunciado las Naciones Unidas, las organizaciones de defensa de los derechos humanos y los familiares de las víctimas.
“El abuso contra los oficiales ha crecido porque representan una amenaza real para el gobierno de Maduro”, dijo el general Manuel Cristopher Figuera, exdirector de Inteligencia de Venezuela, quien desertó en abril y habló desde Estados Unidos.
Ahora hay 217 oficiales, entre activos y retirados, que se encuentran detenidos en las cárceles venezolanas, incluidos doce generales, según la Coalición por los Derechos Humanos y la Democracia, una organización sin fines de lucro con sede en Caracas que representa a varios de los efectivos militares arrestados.
La coalición ha documentado 250 casos de tortura cometidos por las fuerzas de seguridad venezolanas contra oficiales militares, sus familiares y activistas de la oposición desde 2017. Muchas de las víctimas han pasado años en la cárcel sin juicio. Pocos han sido condenados por delitos y la mayoría ni siquiera han sido acusados, según la organización.
“Mientras más débiles son, más fuerte es la tortura contra la gente que consideran como amenazas”, dijo Ana Leonor Acosta, abogada de la coalición. Acosta no está relacionada con el capitán Acosta.
Estos abusos fueron divulgados el mes pasado cuando Michelle Bachelet, alta comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, publicó un en el que se muestra que el gobierno venezolano sometió a prisioneros, que son opositores políticos, a “la aplicación de corriente eléctrica, asfixia con bolsas de plástico, simulacros de ahogamiento, palizas, violencias sexuales, privación de agua y comida, posturas forzadas y exposición a temperaturas extremas”.
Desde que Maduro asumió el cargo, Venezuela ha perdido dos tercios de su producto interno bruto, según el Fondo Monetario Internacional. Las condiciones empeoraron después de que el gobierno de Estados Unidos, indignado por la retórica y las tácticas represivas de Maduro, respaldó a la oposiciónimpuso sanciones</a> que paralizaron la industria petrolera.
Naciones Unidas estima que cuatro millones de venezolanos han salido del país</a> por el grave deterioro en las condiciones de vida. Si bien Maduro ha tratado de garantizar la lealtad de los altos mandos militares con <promociones y contratos lucrativos</a>, los oficiales de rango medio y bajo y sus familias se ven cada vez más afectados por la crisis. Y eso genera inquietud en las filas castrenses.
“El hambre llegó a los cuarteles y se infectaron con disidencia”, dijo Acosta, la abogada. “Las fuerzas armadas están llenas de paranoia, desconfianza, y de la división entre los que apoyan a este gobierno y los que no”.
El Ministerio del Poder Popular para la Comunicación y la Información de Venezuela no respondió a las preguntas enviadas por The New York Times sobre las denuncias de tortura. La oficina del fiscal general, que maneja las investigaciones penales y de derechos humanos, declinó hacer comentarios. En el pasado, el gobierno ha negado las acusaciones de tortura sistemática, atribuyendo algunos casos específicos a excesos cometidos por la tropa.
En el caso del capitán Acosta, el gobierno detuvo a los dos soldados de bajo rango que firmaron su orden de detención. Diosdado Cabello, uno de los máximos dirigentes del PSUV, dijo que una investigación del gobierno encontró que los soldados habían usado fuerza excesiva cuando el capitán se resistió al arresto.
“Eso tiene sus responsables, pero que eso sea una política de Estado, no lo es”, dijo Cabello.
Los críticos del gobierno de Maduro creen que los dos soldados son chivos expiatorios de las decisiones tomadas en el palacio presidencial.
“Eso fue una decisión de Maduro. Él es quien manda allá”, dijo el general Figuera, exdirector de Inteligencia de Venezuela. “Él es quien da las órdenes”.
La familia del capitán Acosta también cree que lo que sucedió con él forma parte de un patrón de abusos cometidos por el Estado.
“Eso es una cortina de humo”, dijo la esposa del capitán Acosta, Waleswka Pérez, en una entrevista. “Lo que pasó con mi esposo viene pasando hace mucho tiempo, y hay bastante temor, porque son capaces de hacer cualquier cosa”.
El creciente uso de métodos de tortura resulta un cambio radical para un gobierno socialista que llegó al poder hace dos décadas y prometió eliminar los abusos contra los derechos humanos cometidos por sus predecesores. Maduro firmó una ley contra la tortura en 2013, poco después de asumir la presidencia tras la muerte de su predecesor y mentor, Hugo Chávez
“Un gobierno socialista tiene que ser un gobierno humanista, no puede estar torturando a nadie”, dijo Chávez en 2006 durante la inauguración de una escuela que lleva el nombre de Jorge Rodríguez, un líder de la izquierda que fue torturado y asesinado por las fuerzas de seguridad venezolanas en 1976.
Los hijos de Rodríguez, Jorge y Delcy, se han convertido en los principales asesores de Maduro y justifican la represión política del presidente. En un discurso televisado, Jorge Rodríguez afirmó que Acosta y los otros hombres detenidos el mismo día planearon asesinar a los líderes del gobierno. También compartió un video que dijo que mostraba al capitán Acosta discutiendo los planes para un golpe de Estado.
Para mantener a las fuerzas de seguridad bajo control, Maduro ha recurrido a tácticas cada vez más brutales, dijo Acosta, la abogada.
Juan Carlos Caguaripano, un capitán de la Guardia Nacional que en 2017 dirigió un asalto fallido en una base militar, sufrió lesiones en los testículos debido a los golpes que recibió en la cárcel, según afirman sus familiares y abogados. Caguaripano les dijo a sus abogados que gracias a eso hubo una pausa en los interrogatorios porque sufrió un fuerte sangrado.
Óscar Pérez, un oficial de policía que dirigió una pequeña unidad antigubernamental, recibió al menos quince disparos a quemarropa en enero de 2018 después de haber dicho en repetidas oportunidades que se iba a rendir en medio de un tiroteo que transmitió en vivo por redes sociales.
Andrik Carrizales, un comandante de la Fuerza Aérea Venezolana, recibió un disparo en la cabeza por agentes de seguridad después de unirse a una operación que buscaba controlar una fábrica de armas en Maracay el 30 de abril. Su abogado dijo que después de rendirse, el mayor Carrizales fue esposado, lo forzaron a ponerse de rodillas y le dispararon a corta distancia.
Carrizales sobrevivió y fue detenido en un hospital militar, a pesar de haberse quedado ciego y presentar lesiones potencialmente mortales.
“A él lo juzgan por rebelión, pero no juzgan a sus victimarios”, dijo su abogado, Martín Ríos. “Es una tortura sistemática en contra del mayor, para criminalizar la protesta, infundiendo terror y miedo para que la gente no acceda a los mecanismos de justicia ni denuncie”.
El clima de miedo es más palpable en Maracay, el centro militar de Venezuela, hogar de las principales bases aéreas y academias militares de la nación.
La importancia de esta ciudad en el mundo militar, la ha convertido en un semillero de conspiraciones. Fue desde aquí que Chávez, un comandante de paracaidistas, dio un golpe de Estado contra el gobierno democrático de Venezuela en 1992. Fracasó, pero siete años después se convirtió en presidente. En 2002, los paracaidistas de Maracay se levantaron nuevamente, esta vez en un contragolpe para devolver al poder a Chávez, que había sido depuesto.
Hoy, Maracay es el epicentro de las purgas militares de Maduro. Entre sus residentes estuvieron al menos cuatro de los cinco funcionarios de seguridad, activos y retirados, que fueron detenidos junto con el capitán Acosta.
Su prima, Carmen Acosta, quien es una de los pocos miembros de su familia que pudo asistir al funeral, cree que es inocente.
“Ni siquiera lo imputaron”, dijo. “Murió indefenso, inocente y solo”.
Los abogados de derechos humanos dicen que cada vez es más difícil documentar y denunciar casos de tortura en Venezuela. La campaña de miedo del gobierno se extiende mucho más allá de los oficiales acusados, aterrorizando a sus familiares, representantes legales, asociados y comunidades enteras.
En Maracay, los familiares del capitán Acosta dicen que viven con miedo. Su madre octogenaria se encuentra aterrorizada, por lo que ha decidido recluirse y se niega a ver incluso a parientes cercanos por temor a que pueda ponerlos en peligro.
Carmen Acosta dijo que decidió hablar con la prensa después de varias semanas de angustia.
“Si nos quedamos callados, ellos ganan”, dijo, conteniendo las lágrimas. “Eso es lo que quieren: hacer que todos vivamos con miedo”.
Gregoria Díaz colaboró con el reportaje desde Maracay, Venezuela; Mariana Martínez, desde Caracas, Venezuela, y Jenny Carolina González, desde Bogotá, Colombia.