El regalo de los hombres ausentes

El regalo de los hombres ausentes
Imagen Ilustrativa, NYT

Soy la hija de un “hombre de las fiestas”, un término que mi abuela usaba para describir a las tres generaciones de padres ausentes en nuestra familia que, como si estuvieran programados, regresaban durante la temporada navideña para después desaparecer de nuevo a quién sabe dónde.

Cuando estaba creciendo y lidiando con la ausencia de mi padre, mi abuelo, un antiguo hombre de las fiestas, estaba tratando de pagar su penitencia. Sin que su segunda esposa lo supiera, había comenzado a pasar mucho tiempo cada semana en nuestra casa cerca del “bayou”, donde vivíamos mi abuela, mi madre y yo. Como era jardinero, plantó su remordimiento en la tierra donde creció un limonero y una higuera, y después un ciruelo, un naranjo, un melocotonero y un manzano, todos formados en una fila colorida detrás de nuestra cochera.

“Siempre regresan”, decía mi madre mientras mi abuelo hacía su trabajo de jardinería. “Siempre se dan cuenta de sus errores”.

Sin embargo, yo estaba más preocupada por el origen de lo que me parecía un patrón perturbador y al parecer inevitable de elegir a los hombres equivocados.

“¿Y si tenemos una maldición?”, me pregunté. “¿Qué haré si soy la siguiente?”.

“No estamos malditas”, dijo.

Resultó que no estaba condenada por un misterioso infortunio, sino por un condicionamiento pavloviano proveniente de mi infancia. “Tu papi te ama”, me repetía mi padre burlándose de la manera “blanca” en que hablaba. “Tu papi te ama”, me decía cuando se rehusaba a pagar por mi educación pero me daba cien dólares para una pedicura. “Tu papi te ama”, se despedía después de abrazarme y dejarme el aroma de su colonia, aunque solo se había quedado cinco minutos. Así eran los hombres de las fiestas: crueles pero deslumbrantes. Cuando se dignaban a ponerte atención, aunque fuera durante cinco minutos, sentías amor.

Mi padre, que es casi una década más joven que mi madre, me parecía innegablemente genial. Me alegraba la manera en que alargaba la palabra “hola” y me maravillaba su fuerza y su enorme sonrisa. Cuando salíamos a pasear en auto, no me importaba que escuchara a todo volumen la música que mi mamá no me permitía oír, tan fuerte que era imposible hablar durante los pocos momentos que compartíamos. Era un verdadero acto de amor verlo bajar el volumen cuando yo decía algo.

Cada diciembre, cuando llamaba para decir que vendría a la casa, me cepillaba el cabello y me ponía ropa linda que no revelara demasiado interés. Iba y venía a la ventana, emocionada por el momento en que su camioneta blanca se estacionaría en nuestra entrada.

Se sentaba a mi lado y su perfume llenaba la habitación, sus botas de piel de serpiente lucían extravagantes junto a nuestra alfombra persa, y juntos observábamos las decoraciones navideñas que apenas llevaban dos días puestas. Se equivocaba en todo, desde mi edad hasta mi escuela y la cantidad de pretendientes que tenía (en ese entonces, ninguno).

En cuestión de minutos, se golpeaba las rodillas y me decía que debía ir a una fiesta. Yo esperaba a que desapareciera su camionera blanca antes de romper en llanto.

“Tu papi te ama”, me dijo una última vez a los 17 años, cuando me sorprendió con sus disculpas por no haber estado presente para criarme y me prometió hacer bien las cosas y ser mejor.

“Quizá a eso se refería mi madre”, pensé. “Tal vez ya se dio cuenta de sus errores”. Pero jamás volví a verlo.

“No quiero cometer los mismos errores”, dije un día mientras entraba a la cocina con pluma y papel en mano, sorprendiendo a mi madre. “No quiero casarme con el hombre equivocado”.

Le hice muchas preguntas y anoté todos sus fracasos en el amor, determinada a evitar el mismo destino mientras me disponía a ir a la universidad para encontrar un esposo que no se pareciera en nada a mi padre.

No obstante, el ciclo pavloviano tenía sus trampas, y de inmediato me atrajeron hombres de las fiestas en ciernes. Los hombres que desaparecían cuando mencionabas la más mínima inconformidad. Los hombres que prometían escribirme pero jamás lo hacían. Los hombres que profesaban su afecto antes de revelar que tenían una novia de la que yo no sabía nada.

Me imaginé que era normal. En mi mente, el verdadero amor era tóxico, complicado, un desastre aplastante. Me rodeaban mensajes que confirmaban esa creencia. Cuando vi por primera vez “Sexo en la ciudad”, quería que Carrie y Big terminaran juntos. Cuando salió “Blue Jeans” de Lana del Rey, cantaba con ella: “El amor es mezquino. El amor lastima”.

Sin embargo, la lista que hice con mi madre no mencionaba lo que habían dejado los hombres de las fiestas a su paso: una tribu de matriarcas resistentes e ingeniosas que siempre detectaban cuando sus esposos no cumplían sus promesas. En cambio, los mandaban a volar y protegían a sus retoños de los mismos intentos vacíos de amarlos.

Durante mi adolescencia puse en un pedestal la búsqueda del amor y, por eso, había estado tan ocupada lamentándome del suplicio de las matriarcas que ignoré su poder. Mi abuela, la primera en su familia en terminar una carrera universitaria, había criado a dos egresados de Harvard con su salario de profesora: mi tío, que se volvió médico, y mi madre, que se volvió abogada. Años después, participó en mi crianza cuando el matrimonio de mi madre se vino abajo.

Cuando me revisaba la tarea, mi abuela señalaba su cerebro y decía: “¿Nadie puede quitarte lo que tienes aquí adentro”. Me obligaba a ir a la iglesia y a eventos de voluntariado para mostrarme cómo darles algo a los demás es lo mejor que podíamos hacer con nuestras bendiciones.

Un día vio a una mujer que lloraba en Starbucks y, a pesar de la vergüenza que me dio, fue a ofrecerle el paquete de pañuelos que siempre llevaba en su bolso. Enseñaba con el ejemplo que debíamos ver por los demás.

Mi madre, el sostén de la casa, también me dio todo lo que mi padre no: valores sólidos, un amor firme, paseos en auto los fines de semana y prácticas del coro y teatro y danza al otro lado de la ciudad. Trabajaba hasta entrada la noche para inscribirme en las mejores escuelas que me llevaron a una educación en Harvard, por la que había estado ahorrando desde que nací.

Gracias a los hombres de las fiestas, estaba rodeada de mujeres fundamentalmente buenas, amorosas y formidables que me impulsaban a pensar por mí misma cuando le pedía su opinión a alguien más, a guardarme mis lágrimas cuando lloraba por algo trivial, a aspirar a aprender tanto como pudiera porque el conocimiento sería mi poder.

Años después, cuando volvía a ver “Sexo en la ciudad” y me parecía ridícula la relación de Carrie y Big, conocí a mi ahora prometido. Aunque crecí con el amor de mi madre y mi abuela, me sentí confundida por la soltura y la amabilidad de nuestro cortejo.

A veces, creía que el hecho de no causarnos dolor, no hacer dramas ni entrar en jueguitos, era una señal de que algo estaba mal con nosotros. Lo provoqué y lo puse a prueba con peleas diseñadas para revelar cualquier pista de haber encontrado a un hombre de las fiestas antes de salir lastimada, antes de comprometerme demasiado.

Me sentí desconcertada cuando no escapó después de que empecé a exponer mis defectos y confundida cuando le impuse con cuidado todas las pruebas que tenían como propósito alejarlo de mí. Siguió impávido y firme a mi lado. Yo estaba muy consciente de la manera atenta en que escuchaba en silencio todo lo que decía, sin poner música a todo volumen ni revisar su celular, sino esperando a que expresara mis pensamientos, sin importar lo irrelevantes que fueran.

Me sorprendió aún más la manera en que brillaban sus ojos cuando cuestionaba sus posturas o hablaba de ir tras un ascenso. Pero lo entendí todo una noche después de haberme quedado hasta tarde con mis amigas, tras regresar para encontrarlo somnoliento en el sofá, esperando a que llegara segura a casa, como lo haría una y otra vez, exactamente como lo habían hecho mi madre y mi abuela cuando iba a la preparatoria.

Ningún hombre de las fiestas había hecho eso por mí.

La cabeza de nuestra tribu matriarcal murió en febrero pasado, casi un año antes de mi boda. Fue una pérdida que me dejó asombrada pensando en sus sacrificios y sus ganas de entregarme su bondad y su fuerza.

“El oído es lo último que deja de funcionar”, no dejaba de recordarme mi madre.

Así que conforme nos dejaba mi abuela, mientras pasaba a otro mundo, tomé su mano, me acerqué a ella y le agradecí por ser el regalo que dejaron atrás los hombres de las fiestas.

(Kema Christian-Taylor es estratega de contenido en Deutsch, una firma de mercadotecnia y publicidad en la ciudad de Nueva York).

Una Respuesta
  1. Waoo, Tremenda Realidad de muchas mujeres. Excelente artículo

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