SIOUX CITY, Iowa — Anthony Pretrick apenas se las arreglaba para salir adelante como pescador en Micronesia, su isla natal ubicada en el Pacífico, cuando conoció a un reclutador que le hizo una oferta irresistible: podría ganar una fortuna sacrificando cerdos en un lugar lejano llamado Iowa.
Una nueva planta procesadora de carne de cerdo estaba contratando trabajadores por 15,95 dólares la hora: casi diez veces más de lo que ganaba Pretrick, de 26 años. Le darían un boleto de avión, una habitación de hotel, comidas gratuitas y dinero en efectivo que podría enviar a su esposa y sus dos hijos. Cientos de micronesios ya habían aceptado el empleo.
“Significaba mucho dinero para nosotros, así que nos fuimos”, relató Pretrick.
La pobreza obligó a los micronesios a aceptar un trabajo que consistía en destazar canales de cerdo, el tipo de empleo que pocos estadounidenses quieren en una época en la que el desempleo ha alcanzado mínimos históricos. Además, una particularidad jurídica hizo que los micronesios como Pretrick fueran especialmente valiosos para los empleadores que se preocupaban por la posibilidad de ser el próximo blanco de las redadas migratorias que el gobierno de Trump realizaba en los lugares de trabajo, pues los micronesios llegaban al país de manera legal, sin visas ni green cards pero con permisos. Esto se debía a acuerdos establecidos hace décadas gracias a las pruebas con bombas atómicas y a la historia militar de Estados Unidos en el Pacífico.
Sin embargo, después de que 200 micronesios viajaron 11,265 kilómetros durante el año pasado para llegar a los maizales y las granjas porcinas del oeste de Iowa, su historia se convirtió en una enredada saga migratoria llena de lo que los trabajadores describieron como maltrato y promesas rotas.
Los trabajadores afirmaron que sus sueldos se destinaban a liquidar sus boletos de avión que habían costado 1800 dólares. Declararon que un reclutador de la planta procesadora confiscó sus pasaportes y amenazó con hacer que los deportaran si llegaban a enfermarse o si se ausentaban de sus turnos laborales. Los trabajadores tuvieron dificultades para adaptarse a una ciudad extraña donde no conocían a nadie, además de que hablaban poco inglés y pasaban sus días en el transporte que los llevaba de ida y vuelta, de su hotel a la planta procesadora, donde trabajaban turnos de diez horas.
“Estábamos perdidos”, afirmó Pretrick.
Durante décadas, miles de personas de Micronesia, Palaos y las islas Marshall han migrado para trabajar en Estados Unidos en residencias para ancianos, empresas de limpieza, plantaciones de café y plantas procesadoras de alimentos en Hawái, Arkansas, Misuri y otros estados. Llegan al país y pueden trabajar gracias a los acuerdos denominados Pacto de Libre Asociación (COFA, por su sigla en inglés), pero normalmente no tienen acceso a Medicaid ni a otras prestaciones federales: una omisión que varios defensores aseguran que deriva en pobreza y enfermedad para los isleños que viven en Estados Unidos.
Ahora, conforme el gobierno de Trump restringe la entrada para los refugiados y arresta a cientos de trabajadores inmigrantes en grandes redadas realizadas en plantas de empaque de productos cárnicos en Misisipi y Tennessee, los isleños del Pacífico se están volviendo una opción cada vez más atractiva para los negocios que buscan trabajadores con aptitudes básicas.
“Estos empleadores entienden que somos residentes legales”, dijo Jocelyn Howard, directora de programas para We Are Oceania, un grupo de defensa con sede en Hawái. “Para los reclutadores en Estados Unidos, es una buena oportunidad porque estamos aquí de manera legal”.
Los trabajadores que llegaron a Iowa fueron reclutados para trabajar en una nueva planta procesadora de carne de cerdo, operada por Seaboard Triumph Foods, que cuenta con 2400 empleados en su plantilla y destaza alrededor de 21.000 cerdos al día.
Seaboard Triumph pregona sus avances tecnológicos y galardones comunitarios, pero ahora mismo se enfrenta a un desastre de relaciones públicas a nivel internacional tras la viralización de un video que muestra a uno de los reclutadores de la empresa gritándoles a los trabajadores en el vestíbulo de un hotel y después intentando atrapar a una mujer que lo estaba grabando.
La Embajada de los Estados Federados de Micronesia le envió al Departamento de Estado una carta en la que solicitaba la realización de una investigación. El sindicato que representa a la mayoría de los trabajadores de la planta empezó a revisar las denuncias. La gobernadora de Iowa, Kim Reynolds, afirmó que el estado bloquearía de manera temporal millones de dólares en incentivos para Seaboard Triumph.
Una vocera de Seaboard Triumph declaró que la empresa había cumplido con todas las leyes laborales y no había forzado ni coaccionado a los micronesios a viajar a Iowa. La compañía dijo que ayudó a los nuevos empleados micronesios a adaptarse a la vida y el trabajo en el estado al cubrir sus gastos de alojamiento temporal, comidas y transporte tras su llegada. Le dio a cada trabajador una tarjeta de regalo de 100 dólares.
Tras el surgimiento de las quejas, Seaboard Triumph mencionó que había suspendido al reclutador que aparecía en el video gritándoles a los trabajadores micronesios y declarando que las trabajadoras eran “mis mujeres”. La semana pasada, Seaboard les envió una carta a sus empleados micronesios en la que decía que cancelaría su obligación relacionada con el reintegro de sus pasajes de avión.
“Seguiremos apoyándolos como los empleados valiosos que son”, rezaba la misiva.
Los trabajadores dijeron que sus problemas empezaron poco después de que abordaron sus vuelos desde la isla de Pohnpei para emprender su travesía de dos días hasta Iowa. Muchos estaban nerviosos al viajar por primera vez al extranjero, y dijeron que el guía que les habían prometido para ayudarles a orientarse en sus traslados del aeropuerto nunca llegó.
Aterrizaron a las tres de la mañana en Honolulu, donde tenían una larga escala programada, y varias personas estaban hambrientas y confundidas. Algunas no tenían suficiente dinero para comprar comida en el aeropuerto y tenían sed porque no sabían que podían pedirles más jugo o refresco a los sobrecargos. Uno de los trabajadores fue varias veces al baño del avión para rellenar su vaso de agua, narró Mele Tataipu Arati, un pariente samoano hawaiano de algunos trabajadores que vive en el norte de Iowa.
Howard, la directora del programa de defensa en Hawái, comentó que miembros de la diáspora micronesia de Oahu se apresuraron a ir al aeropuerto con alimentos y agua para los trabajadores que llegaban y los ayudaron a encontrar sus vuelos de conexión al territorio estadounidense.
“Esa gente estaba muy hambrienta”, dijo. “En nuestra cultura confiamos mucho los unos en los otros, nos respetamos y nos cuidamos. Esperamos lo mismo a cambio. Pero en Estados Unidos es diferente. Debes arreglártelas por tu cuenta”.
Varios trabajadores declararon que un reclutador de la planta les quitó sus pasaportes, supuestamente para verificar su estatus legal y obtener sus números de Seguridad Social, pero después se negó a devolvérselos. Relataron que no tenían ningún otro tipo de identificación para cobrar cheques, abrir cuentas bancarias ni hacer transferencias de dinero para sus familias. Seaboard Triumph aseguró que no tenía el pasaporte de ningún empleado en su poder.
Curtis Weilbacher, un ciudadano micronesio que ayudó a contratar a muchos de los trabajadores, atribuyó estos problemas a las brechas culturales, los malentendidos y la mala conducta de los trabajadores, que bebían demasiado y causaban inconvenientes (Weilbacher no es el mismo reclutador que fue suspendido por el video que lo captó reprendiendo a los trabajadores).
“El error que cometimos fue enviarlos a todos a la vez”, admitió Weilbacher, mientras se dirigía a una reunión con trabajadores para hablar de sus agravios. “Cuando cultivas manzanas, al día siguiente hay algunas que están podridas por dentro. Esas debes desecharlas”.
Algunos trabajadores micronesios dijeron que Seaboard y el hotel local donde se hospedaban fueron razonables y amables. El hotel les proporcionaba cenas, noches de karaoke y transporte gratuito hasta la planta. Afirmaron que sus compatriotas y los funcionarios micronesios habían exagerado demasiado sus quejas en las redes sociales.
Sin embargo, otros estaban a la deriva. Batallaron para encontrar departamentos o conseguir el alquiler anticipado y los depósitos de garantía que les pedían los caseros estadounidenses, y no les quedó más opción que quedarse en el hotel del centro que les habían asignado de manera gratuita desde el comienzo.
“Somos tres, y pagamos 1500 dólares al mes”, explicó Jowain Alexander, de 34 años, que destaza paletas de cerdo. “Nos dijeron que iban a encontrar una casa para nosotros, pero no lo hicieron. Dijeron que nos darían comida, pero ahora tenemos que pagar nuestros propios alimentos. No quiero terminar en la calle, durmiendo bajo un puente”.
Varios trabajadores renunciaron y se mudaron a Colorado, algunos se trasladaron a otros pueblos en Iowa; otros incluso regresaron a su país para aceptar trabajos que pagan 1,75 dólares la hora.
“Yo me voy a quedar”, dijo Alexander. “Mi esposa y mis hijos necesitan el dinero”.