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Más allá de la tumba: la exhumación de Francisco Franco

Más allá de la tumba: la exhumación de Francisco Franco
Esta foto de archivo tomada el 3 de julio de 2018 muestra la tumba del general español Francisco Franco en San Lorenzo del Escorial, cerca de Madrid, en el Valle de los Caidos, un monumento a los combatientes franquistas que murieron durante la guerra civil española y el lugar de descanso final de Franco.. Foto: AFP

El 24 octubre, si Dios no lo remedia, el Estado español sacará los despojos mortales de quien lo manejó durante 36 años, el generalísimo Francisco Franco, “Caudillo de España por la gracia de Dios”, de su tumba oficial en la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. Allí los había depositado, el 23 de noviembre de 1975, días después del anuncio de su muerte, su heredero el rey Juan Carlos; allí estuvieron, en terreno sagrado y estatal, durante todos estos años.

La basílica es un adefesio monumental, coronada por una cruz de 150 metros que es, dicen, la más grande del mundo, y se ve a 40 kilómetros. La hizo construir el generalísimo en 1940 para agradecer a su dios su victoria sobre la República, y usó para eso mano de obra semiesclava: miles de prisioneros políticos tardaron casi veinte años en terminarla. El régimen de trabajos forzados era brutal; muchos presos murieron y fueron enterrados allí mismo, en tumbas colectivas y anónimas.

La muerte del dictador abrió, hace ya 44 años, la transición española hacia la democracia. Eran tiempos inciertos, y aquellos políticos decidieron que la posibilidad de caminar hacia adelante valía la pena de no mirar atrás. Todos, incluidos socialistas y comunistas, los grandes derrotados de la guerra y la represión posterior, decidieron dejarlas de lado. Los Pactos de la Moncloa suelen citarse como ejemplo de superación de rencores históricos; otros los consideran un triunfo cobarde del olvido.

Durante décadas nadie lo rompió: cientos de miles de víctimas de la Guerra Civil seguían en fosas comunes y tumbas ignoradas, y el dictador en la suya pomposa, y nadie decía nada. Hasta que, a fines del siglo pasado, descendientes de los muertos republicanos empezaron a preguntar, a buscarlos. No eran muchos; se inspiraron, en general, en los deudos de las dictaduras sudamericanas de los años setenta, con diferencias fuertes: en América, las que buscaban a los desaparecidos eran sus madres; en España, si acaso, sus nietos. En América habían pasado cinco o diez años; en España, cincuenta o sesenta. En América, en general, los gobiernos militares habían dejado países más pobres, descontentos; en España, en cambio, había una sociedad más rica y satisfecha que prefería no pensar más en todo aquello.

Así que esos pactos del olvido tuvieron el apoyo de grandes mayorías. Es un caso interesante: ¿qué pasa cuando el derecho a la verdad histórica y la identificación de los restos choca con la convicción mayoritaria de que no conviene sacudir el avispero? ¿Qué tiene prioridad en democracia, la justicia o la voluntad general?

En 2007, un gobierno socialista promulgó una Ley de Memoria Histórica que aceptaba las reivindicaciones de los deudos y prohibía los nombres y símbolos franquistas en calles y plazas, pero el Caudillo siguió en su basílica. Eran pocos los que insistían en que los despojos de un dictador no podían reposar en un monumento público; nadie les hizo mucho caso. Hasta que hace poco más de un año, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) consiguió el poder con una maniobra parlamentaria y formó un gobierno provisorio.

Su posición era precaria: no tenía la mayoría ni la voluntad necesarias para producir cambios significativos, y decidió apelar a los símbolos emocionales: anunció que sacaría el despojo de Franco de su gran mausoleo. Su partido había gobernado 22 de los 41 años de la democracia española sin intentarlo nunca.

Hubo reacciones; la familia del dictador buscó —y obtuvo— el apoyo de la iglesia católica para oponerse. Ambos pelearon para mantener a Franco bajo la cruz gigante; el proceso parecía detenido hasta que, hace unos días, el Tribunal Supremo dio por rechazados todos los recursos y habilitó la retirada del cadáver y su traslado al panteón familiar de El Pardo, junto a su esposa, en las afueras de Madrid: un lugar lo suficientemente retirado y controlable como para que no se vuelva un centro de peregrinación.

El partido socialista se precipitó sobre la ocasión: no podía llegarle en un momento más propicio. El 10 de noviembre tendrá que enfrentar nuevas elecciones generales —las cuartas en cuatro años— porque no quiso o supo formar gobierno tras su módica victoria de abril: aunque lo había prometido en la campaña, se negó a armar una alianza a su izquierda. Así, decepcionó o enojó a muchos votantes de ese sector; el retiro de los restos de Franco puede servirle para recuperar a algunos.

Quizás aquí también el modelo fue latinoamericano: en Argentina, por ejemplo, los presidentes Kirchner utilizaron la condena de la dictadura para lavar sus pasados dudosos y mejorar sus alianzas presentes: para darle a su gobierno un barniz de izquierda que le sirvió para legitimarse y ganar votos.

Son los problemas de la “Memoria”, como se llama en castellano sudamericano al recuerdo de las atrocidades cometidas por un régimen dictatorial. No hay nada más legítimo que recuperar y revisar esas historias; no hay nada más fácil, para ciertos gobiernos, que usarlas como material simbólico, con muy poco riesgo concreto, con muy pocos efectos sobre las realidades más estructurales. España tiene muchos problemas —la degradación de la salud y la educación públicas, el desempleo de los jóvenes, el aumento de la pobreza, la incesante crisis catalana, la inacción del gobierno— que esta administración no ha mejorado casi, pero ahora el presidente y candidato socialista, Pedro Sánchez, podrá decir que ha terminado con una injusticia histórica. Será verdad. También será verdad que, a esta altura, es un símbolo vacío de realidad.

Pero produce discusión, enfrentamientos. Franco llevaba 44 años muerto y enterrado entre sus mármoles y pocos se inquietaban: casi todos lo habían olvidado. Ahora, de pronto, se ha transformado en un tema de debate. Nada es más variable que el pasado. Está claro que la historia de un país es lo que los pueblos —y sus poderes— deciden, en cada momento, recordar. Y que esas decisiones son, siempre, un resultado del presente.

Incluso las estrategias planeadas con más cuidado pueden fallar. Si el gobierno español no consigue resolver la crisis en Cataluña —y, al menos por el momento, no ha hecho nada al respecto—, la “Operación Franco” se perderá en este presente caótico tan complejo que es imposible apaciguarlo solo con maniobras políticas.

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