A principios de este año, me perdí mientras practicaba senderismo en la sierra de Guadarrama que, en su punto más alto, se eleva a unos 2430 metros sobre el nivel del mar en el centro de España. Había sido un día agotador bajo el sol de septiembre. El sendero, lleno de rocas, era más largo y más escarpado de lo que esperaba. Lo que se describía como un paseo ligero a lo largo de una cresta, después de un difícil ascenso inicial resultó ser una travesía despiadada.
Casi siete horas después de haber comenzado, me quedé atrás de mis dos amigos. Estaba siguiendo túmulos de piedra, o mojones, que no son los indicadores más claros en ese lugar. Eran guías falsas que me adentraron aún más en las montañas.
No fue un entendimiento repentino, sino una incomodidad creciente que culminó en aceptación: me había perdido. Estaba perdido como cuando todos los demás seres humanos se esfuman, tan perdido que debía controlar el latido de mi corazón. Estaba perdido y solo me quedaban quizá dos horas de luz de día. Mis labios estaban secos y ya no tenía agua. Me sentía perdido y pequeño en una sierra que, de pronto, se veía vasta y amenazante.
Las decisiones más estúpidas pueden resultar bastante naturales. Que los tres nos separáramos, que el agua restante la tuvieran mis amigos, incluso haber tomado este sendero sin la información adecuada, todo era una locura. Sin embargo, parecía una locura inofensiva, hasta que las montañas me respondieron con su inmensidad.
No tenía agua pero sí una barra débil de señal en mi celular, al que se le estaba acabando la batería. Todo lo que había podido comunicarle a mi amigo eran dos palabras —“Estoy perdido”— antes de que nos perdiéramos de vista de nuevo. Volteé a mi alrededor. Había estado bajando, varios cientos de metros. Debía subir de nuevo, pasar el farallón rocoso que estaba arriba de mí, para ser más visible. En la dirección que había tomado solo me esperaba terreno agreste y cimas irregulares.
La adrenalina es la forma de energía más agotadora. El miedo es un instinto de supervivencia siempre y cuando el pánico no lo suplante. Escalé sin sentir el esfuerzo, saltando de una roca a otra, pero sintiéndome más seco. Mucho más abajo de mí se apreciaban las curvas de un camino boscoso. No había manera evidente de llegar a ese sendero.
No te caigas ni te rompas el tobillo. No le confíes a esa roca tu peso. No calcules mal la profundidad de ese matorral de enebro. No andes en círculos. ¿Cómo y en qué punto la sed extrema afecta la mente? No entres en pánico. Piensa.
Después vi las aves, dos de ellas. Me estaban observando. Voluminosas y negras, estaban sobre una roca como piezas de ajedrez hinchadas. No, no me estaban observando, sino poniéndome en su mira.
En España, me gusta leer los cuentos de Hemingway. Acababa de releer uno de los grandes cuentos de un hombre agonizante: “Las nieves del Kilimanjaro”:
“El catre donde yacía el hombre estaba situado a la sombra de una ancha mimosa. Ahora dirigía su mirada hacia el resplandor de la llanura, mientras tres de las grandes aves se agazapaban en posición obscena y otras doce atravesaban el cielo, provocando fugaces sombras al pasar”.
Me dirigía hacia las aves. Cada tejido en mí se rebelaba en contra de su intención. Qué horribles se veían esos buitres con su apetito. Escuché a Harry, iracundo, rechazando a su amante en el cuento: “‘No seas tonta. Ya me estoy muriendo. Mira esos bastardos’ -y levantó la vista hacia los enormes y repugnantes pájaros, con las cabezas peladas hundidas entre las abultadas plumas”.
Sí, cabezas peladas, bien dicho. Con los picos expuestos, se sentaban a juzgar mi vida. El resultado era mixto. Había cosas que aún debía corregir. Pero para hacer eso tenían que encontrarme. Debía comenzar un trayecto y apegarme a él, construir no destruir, encontrar un camino hacia la luz. La única manera de salir de ahí era enfrentándome al sendero.
Recordé a Harry, agonizando en África, incapaz de amar a la mujer que lo amaba e hiriéndola, lleno de bilis. “Y no tiene la culpa de haberme conocido cuando yo ya estaba acabado”. Muriendo desde adentro. “He destruido mi talento por no usarlo, por traicionarme a mí mismo y olvidar mis antiguas creencias…”.
Conforme me acerqué a las aves, una se elevó en el aire, con sus gigantescas alas que proyectaban sombras largas. Me estremecí. Escalando y lanzándome, seguí con fuerza, hasta que por fin vi a un hombre en una cresta, lejos y borroso pero no tanto como para que no me sirviera de indicador.
Un pequeño grupo comenzó a distinguirse, más abajo por la cresta. Alcé la mano. Respondieron a mi saludo. Vi un helicóptero que circulaba el cielo. Qué extraño, pensé, y no pensé que fuera mi ave salvadora. Y ahora veía una salida. Mi sed era abrumadora, hasta que me encontré rodeado de otros senderistas —españoles generosos y preocupados— y bebí.
Me dijeron que mis amigos me estaban buscando más adelante. Me preguntaron si podía escalar. Les dije que lo sentía, pero que no. Miré hacia el sendero y todo convergía: el helicóptero que aterrizaba, mis amigos que hacían ademanes, el equipo de rescate que bajaba del helicóptero, el español de espalda recta que me había dado agua cuando me acerqué a ellos.
Hubo abrazos. Abordé el helicóptero y comencé a llorar. Por mis amigos, que se sintieron muy mal y lograron contactar al servicio de rescate; por el bondadoso grupo de españoles, que no pidieron nada a cambio; por mi estúpida falta de respeto a las montañas; por el regalo de la vida; por mis hijos; por el amor.
Mientras el helicóptero se elevaba, miré hacia la naturaleza. Ahora había tres aves volando en círculos. Logré escapar de ellas. Me impuse una dirección y me apegué a ella. Me habían encontrado. Me sentía agradecido.
Pensé en otro cuento de Hemingway: “Colinas como elefantes blancos”, que una vez leí en voz alta y por el que aquella mujer me respondió: “Creo que nunca había leído un cuento sobre una pareja que se pelea”.
Ella y yo éramos muy felices en ese entonces. Eso hacen las parejas a veces: se pelean. Sobreviven o no pero, sin importar su destino, los elefantes blancos de la eternidad siempre están ahí, mucho más grandes que nosotros, y la única manera de verlos claramente, de eludir la pérdida, es sentir la vibración del infinito, amar y crear.
Sobre Harry, Hemingway escribe: “Ya no escribiría nunca las cosas que había dejado para cuando tuviera la experiencia suficiente para escribirlas”. Todo lo que sé es que aún puedo tratar y que, al final, no tengo alternativa.