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La campeona que eligió una fecha para morir

La campeona que eligió una fecha para morir
Marieke Vervoort, medalla de oro en carrera de silla de ruedas en Río 2016. Forro / RSSS

DIEST, Bélgica— Las copas de champaña fueron rápidamente desempacadas, servidas hasta el tope y repartidas por toda la habitación. Docenas de personas estaban ahí, dentro del estrecho apartamento de Marieke Vervoort, sin saber qué decir o hacer. Vervoort les había asegurado a sus invitados que esto era una celebración. Pero no se sentía como una.

Once años atrás, Vervoort había obtenido la documentación requerida para someterse a un suicidio asistido médicamente. Desde su adolescencia, había estado combatiendo una enfermedad muscular degenerativa que le robó el uso de sus piernas, le arrebató su independencia y le causó un dolor implacable y agonizante. El trámite le había regresado cierta sensación de control. Conforme a la ley belga, Vervoort tenía la libertad de terminar su vida cuando quisiera.

Pero en vez de eso, Vervoort continuó viviendo. Se podría decir incluso que con un vigor renovado. En cuestión de pocos años, alcanzó metas inexploradas en su carrera como velocista de silla de ruedas, ganando una medalla de oro en los Juegos Paralímpicos. Se convirtió en una celebridad en su país y en el extranjero. Viajó por todo el mundo contado su historia de vida, develándola como una narrativa inspiradora.

Pero aún tenía esa documentación. Y ahora, tras más de una década de incertidumbres, dolores y alegrías, de desear que su vida terminara y al mismo tiempo temiendo ese fin, Vervoort había invitado a sus seres queridos a su casa por la razón más desgarradora que puede existir: en tres días, tendría una cita para morir.

“Es un sentimiento muy, muy extraño”, dijo su madre, Odette Pauwels mientras escaneaba la fiesta con la mirada.

Vervoort había estado cerca de programar su muerte en múltiples ocasiones, pero siempre había cambiado de opinión y había encontrado una razón para posponerlo. Algo surgía. Conflictos emergían. Aparecía otra fecha que esperaba con interés, otra razón para vivir.

Sus familiares y amigos habían sido testigos de este tira y afloja durante más tiempo que cualquiera, del eterno ir y venir entre su dolor creciente y cualquier pequeño logro que pudiera experimentar en el tiempo que le quedaba de vida.

Esta vez, Vervoort, de 40 años, lucía decidida. Durante la semana anterior, había estado hablando del procedimiento con un grado de seriedad y claridad que aquellos que más la conocían admitieron no ver con regularidad.

“Anhelo que llegue”, dijo Vervoort, refiriéndose a su muerte. “Ansío finalmente descansar mi mente y no sentir dolor”. Hizo una pausa. “Todo lo que odio habrá terminado”.

El dolor

Los atletas paralímpicos rara vez disfrutan algo cercano a la notoriedad masiva, pero Vervoort cautivó a los fanáticos deportivos de Bélgica con sus demostraciones de fuerza en la pista y los conquistó con sus gritos auténticos de euforia al rebasar la línea de meta. Su colorida personalidad también ayudó, así como la presencia de su compañero leal, un perro guía llamado Zenn.

Rápidamente, esos seguidores se enteraron de la melancólica historia detrás de su éxito competitivo y en las penurias agotadoras que tenía por delante.

Lo que había comenzado para Vervoort como una infancia feliz —padres amorosos, una hermana menor, largos días jugando algún deporte en un callejón— se había complicado en su adolescencia, cuando el dolor que la atormentaría por el resto de su vida apareció por primera vez. Inicialmente, se manifestó como un cosquilleo en sus pies. Con el paso de los años, ese cosquilleo se convirtió en un dolor que hacía que sus piernas se sintieran al rojo vivo y perdieran su fuerza. Pasó su adolescencia con muletas. A los 20 años, estaba en silla de ruedas.

Con su sueño infantil de convertirse en profesora desbaratado por su precaria salud y la incertidumbre que conllevaba, Vervoort, ya de veintitantos, había encontrado algo de sentido en los deportes: baloncesto en silla de ruedas, buceo, triatlones. Pero el dolor y el miedo constante finalmente la sumergieron en un estado profundo de depresión. A los 29 años, decidió que su enfermedad era una carga demasiado pesada. Empezó a acumular pastillas en su hogar. Esa sería la manera en que terminaría con todo, pensó.

Como último recurso, un psiquiatra le sugirió que hablara con Wim Distelmans, el defensor principal del suicidio asistido médicamente en Bélgica.

El derecho a terminar la vida propia con la asistencia de un doctor ha sido legal en el país desde 2002. Está disponible para pacientes que presentan una condición médica “sin esperanza” con un sufrimiento “insoportable”, incluyendo enfermedades mentales o trastornos cognitivos. No existe otro país con leyes más liberales sobre la muerte asistida que Bélgica, una nación de 11 millones de personas, donde 2357 pacientes se sometieron a la eutanasia en 2018.

Y aunque la opción de someterse a un suicidio con ayuda médica se había vuelto más común en Bélgica, aun había muchas personas, incluyendo los padres de Vervoort, que se sentían incómodos con eso, en términos filosóficos.

Pero Vervoort mantuvo su cita con Distelmans, quien, tras un examen minucioso, le concedió la autorización preliminar para terminar su vida. Distelmans le comentó, eso sí, que ella no parecía estar lista para seguir adelante con el proceso.

Ella estuvo de acuerdo.

“Yo solo quería tener el papel listo en mis manos para cuando llegara el momento en que no pudiera soportarlo más. Ese momento en el que, día y noche, alguien tuviera que hacerse cargo de mí y yo tuviese demasiado dolor”, afirmó. “No quiero vivir de esa manera”.

Tomando el control

En palabras de Vervoort, esa documentación le permitió tener algo de control sobre su vida. Ya no le temía a la muerte porque podía tenerla en sus manos cuando quisiera.

“Gracias a esos papeles”, afirmó, “empecé a vivir de nuevo”.

Libre de viejas ansiedades, tuvo una extensa racha de excelencia en su pequeño mundo de deportes en sillas de ruedas. Empezó a ser conocida como “la bestia de Diest”.

Además de la medalla de oro que obtuvo en los Juegos Paralímpicos de Londres 2012, obtuvo una de plata en la carrera de 200 metros. Luego vinieron otras tres medallas de oro en el Campeonato Mundial de Atletismo 2015 en Doha, Catar y otras dos medallas —plata en los 400 metros y bronce en los 100 metros— en los Juegos Paralímpicos de Río de Janeiro 2016.

Los triunfos cambiaron su vida. Repentinamente, al ser el centro de atención, Vervoort floreció.

Un año después de los Juegos Paralímpicos de Londres, Vervoort fue nombrada Gran Oficial de la Orden de la Corona por el rey Felipe de Bélgica, uno de los más altos honores del país. Ofreció charlas motivacionales a audiencias corporativas y obtuvo patrocinadores. Hizo compras masivas en las oficinas centrales de Nike en Bélgica.

Descenso

Los Juegos Paralímpicos de Río le otorgaron una nueva ola de atención, que obviamente disfrutaba. Apreció cada entrevista y aparición en radio y televisión. Se convirtió en un objeto de fascinación en la prensa sensacionalista belga y fue seguida por un cineasta documentalista. Publicó detalles minuciosos sobre su vida en una página de Facebook seguida por decenas de miles de personas.

El espectro hipnotizante de la mortalidad se cernía sobre todas las cosas, creando una tensión que no podía ser ignorada. Su celebridad vino con un giro siniestro: la perspectiva de su fallecimiento le trajo más renombre del que jamás imaginó, pero, con el tiempo, también llevaría todo a su fin. Muchos atletas promueven con su imagen a zapatos y bebidas energéticas. Ahora, aquí había una medallista de oro que promovía eficazmente el suicidio asistido.

Si los Juegos Paralímpicos de Río fueron un trampolín para su fama, su postrimería, su retiro oficial, simbolizaría un giro hacia lo oscuro e inevitable.

El dolor se agudizó. Vervoort tenía tiempo viajando con una ruidosa caja verde llena de pastillas, pero para mediados de 2017, era abiertamente adicta a la morfina, de la cual tomaba varias dosis diarias. Sus días, que alguna vez estuvieron llenos de entrenamientos y entrevistas, se convirtieron en una nebulosa de estancias hospitalarias, tratamientos para el dolor y siestas inducidas por medicamentos.

“Este es un momento difícil para ella”, afirmó su padre, Jos, a finales de 2017. “El año pasado, tenía actividades deportivas. Ahora, la mayoría del tiempo, cuando la vemos en su casa, está echada en el sofá, durmiendo”.

Los más cercanos a Vervoort podían ver sus ojos hundidos bajo el peso de los medicamentos que tomaba para aliviar su dolor. Notaron cómo empezó a arrastrar las palabras. La ayudaban a recordar cuando olvidaba conversaciones enteras. La veían con paciencia mientras se quedaba dormida en la mitad de una conversación.

Sus padres lloraban al verla sufrir. Pero también vivían con el temor de recibir una llamada telefónica que les informara que algo le había pasado o que había hecho planes concretos para, finalmente, someterse al procedimiento. La postura de ambos respecto al suicidio asistido se volvió más compleja a medida que su hija se acercaba a esa decisión.

“No lo apoyamos “, dijo Jos Vervoort, “pero lo entendemos”.

Ellos se contaban entre aquellos que mantenían la esperanza de que cambiara de opinión. Algunos días, su hija era la de antes. Intentaba desarrollar nuevos pasatiempos. Pasaba tiempo con amigos, bombardeándolos con chistes inmaduros, llenando su entorno de risas.

Pero, poco a poco, las exigencias esenciales de la vida cotidiana le estaban causando un agotamiento oscuro. Tras perder el conocimiento en una fiesta de cumpleaños infantil a finales de 2017, no pudo dejar de sentirse avergonzada y desamparada.

La campeona paralímpica se estaba marchitando a la vista de todos.

“Realmente intento disfrutar de las pequeñas cosas”, dijo. “Pero las pequeñas cosas se están volviendo demasiado pequeñas”.

Ya para este otoño, quedó claro que Vervoort se estaba impacientando. Sus doctores no lograban coordinar una fecha y ella estaba convencida de que estaban buscando razones para aplazar el procedimiento.

“Cuando me digan el día”, afirmó, “seré la persona más feliz del planeta”.

El final

Con poca antelación, Vervoort convocó a una fiesta de despedida en su apartamento un sábado de octubre. Salvo un aplazamiento de último minuto, su muerte estaba programada para el siguiente martes.

Tres días después, ese martes, sus padres la llevaron a casa, esta vez para morir. Se detuvieron en la farmacia para recoger los medicamentos de la eutanasia, los cuales, por ley, deben ser adquiridos por la misma familia.

Ya en su apartamento, otro pequeño grupo de personas se reunieron para despedirse, pero Vervoort lucía solo parcialmente consciente de su presencia. Buscó y cargó a su sobrino, Zappa, el primer hijo de su hermana que tenía menos de un mes de nacido. Había programado su muerte después de su nacimiento, para así poder conocerlo.

Cuando el doctor, Distelmans, llegó dos horas después, la mayoría de los invitados se habían ido.

Distelmans y otro doctor llevaron a Vervoort a su habitación, cuya puerta tenía varias fotos de sus días como deportista, y la ayudaron a acostarse en su cama. Tuvo un último momento con sus padres, su madrina y dos de sus mejores amigos.

“¿Estás segura de que quieres continuar?”, le preguntó uno de los doctores.

“Sí, quiero continuar”, dijo.

La hora de su fallecimiento quedó registrada a las 8:15 p. m.

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