¿Por qué la contaminación del aire es tan nociva? La respuesta podría estar en el ADN

¿Por qué la contaminación del aire es tan nociva? La respuesta podría estar en el ADN
Bajo un cielo lleno de humo, Jill Rose se enfría sus alpacas mientras un incendio forestal arde cerca en Tomerong, Nueva Gales del Sur, Australia, el 4 de enero de 2020. La contaminación del aire no es solo un problema moderno. Las toxinas en el aire son tan perniciosas que pueden haber dado forma a la evolución humana. (Matthew Abbott / The New York Times)

La amenaza de la contaminación del aire atrae nuestra atención cuando podemos verla; por ejemplo, las columnas de humo de los incendios forestales de Australia, ahora visibles desde el espacio, o la capa venenosa de esmog que desciende sobre ciudades como Nueva Delhi durante el invierno.

Sin embargo, el aire contaminado también daña a miles de millones de personas de manera regular. Cuando estamos al aire libre, respiramos toxinas producidas por el tránsito de vehículos, las plantas que funcionan con carbón y las refinerías de petróleo. Los fogones al interior del hogar para calentarse y cocinar contaminan el aire de miles de millones de personas en países pobres. Más de mil millones de personas introducen toxinas a sus pulmones al fumar y, más recientemente, al vapear.

El 92 por ciento de los habitantes del planeta viven en lugares donde las partículas finas —las partículas diminutas más peligrosas para los tejidos humanos— exceden las directrices para el aire saludable de la Organización Mundial de la Salud. En conjunto, la contaminación en el aire y el tabaco son responsables de hasta veinte millones de muertes prematuras al año.

Las toxinas presentes en el aire pueden dañarnos de muy diversas formas. Además de vínculos bien establecidos con el cáncer de pulmón y las enfermedades cardiacas, ahora los investigadores están descubriendo nuevas conexiones con trastornos como la diabetes y la enfermedad de Alzheimer.

Los científicos aún no descifran por qué la contaminación ambiental ocasiona dichas enfermedades. Tampoco han logrado descubrir la razón de la aparente resiliencia que tienen algunas personas a este flagelo moderno.

Ahora, algunos investigadores argumentan que las respuestas a esas preguntas yacen en nuestro pasado evolutivo distante, que se remonta a millones de años antes de que se encendiera el primer cigarrillo y el primer auto circulara por los caminos.

Nuestros ancestros se vieron aquejados por toxinas presentes en el aire incluso desde que los primates bípedos caminaban en la sabana africana, argumentaron Benjamin Trumble, biólogo de la Universidad Estatal de Arizona, y Caleb Finch de la Universidad del Sur de California, en el número de diciembre de la revista Quarterly Review of Biology.

Los científicos proponen que nuestros antepasados desarrollaron defensas contra esos contaminantes. Hoy, esas adaptaciones pueden darnos protección, aunque limitada, contra el humo del tabaco y otras amenazas en el aire.

Sin embargo, Trumble y Finch especularon que nuestro legado evolutivo también puede ser una carga. Algunas adaptaciones genéticas pueden haber aumentado nuestra vulnerabilidad a enfermedades vinculadas con la contaminación del aire.

Se trata de “una creativa e interesante contribución a la medicina evolutiva”, comentó Molly Fox, antropóloga de la Universidad de California, en Los Ángeles, quien no participó en el nuevo estudio.

La historia comienza hace siete millones de años. En aquel momento, África se estaba volviendo más árida poco a poco. El Sahara surgió en el norte, mientras los pastizales se abrieron en el este y el sur de ese continente.

Los ancestros de los chimpancés y los gorilas permanecieron en los bosques que iban disminuyendo, pero nuestros antiguos ascendientes se adaptaron a los nuevos entornos. Evolucionaron para desarrollar una constitución alta y más delgada, apta para caminar y correr largas distancias.

Finch y Trumble creen que los primeros humanos enfrentaron otro reto ignorado desde hace mucho tiempo: el aire.

De vez en cuando, la sabana habría experimentado fuertes tormentas de arena provenientes del Sahara y nuestros ancestros distantes pueden haber corrido el riesgo de dañar sus pulmones por respirar las partículas ricas en sílice.

“Cuando hay polvo en el aire, vemos más problemas pulmonares”, comentó Finch. Incluso hoy, los investigadores griegos han descubierto que cuando los vientos del Sahara llegan a su país, aumenta la cantidad de pacientes con problemas respiratorios en los hospitales.

El denso follaje de los bosques tropicales protegía a los chimpancés y gorilas del polvo. Sin embargo, los primeros humanos, que comenzaron a deambular por los pastizales abiertos, no tenían dónde guarecerse.

El polvo no era el único peligro. Los pulmones de los primeros humanos también pueden haberse irritado por los altos niveles de polen y partículas de materia fecal producidas por las vastas manadas de animales de pastoreo de la sabana.

Finch y Trumble sostienen que los científicos deberían considerar si estos nuevos desafíos alteraron nuestra biología a través de la selección natural. Por ejemplo, ¿es posible que la gente que es resiliente al humo del cigarrillo haya heredado variantes genéticas que protegieron a sus antiguos ancestros de las hogueras en las cuevas?

Una forma de contestar estas preguntas es observar los genes que han evolucionado considerablemente desde que nuestros ancestros salieron de los bosques.

Uno de ellos es el gen receptor de macrófagos, conocido como MARCO, por su sigla en inglés, que provee el modelo para la producción de un gancho molecular usado por las células inmunitarias en nuestros pulmones. Las células usan este gancho para eliminar bacterias y partículas, incluido el polvo de sílice.

La versión humana del gen MARCO es muy distinta a la de otros primates; esa transformación ocurrió al menos hace medio millón de años (los neandertales también portaban esa variante). Finch y Trumble sostienen la hipótesis de que respirar aire arenoso motivó la evolución del gen MARCO en nuestros ancestros que deambulaban por la sabana.

Posteriormente, nuestros ancestros agregaron otras amenazas ambientales al dominar el fuego. A medida que yacían cerca de las hogueras para cocinar, calentarse o mantenerse lejos de los insectos, respiraron humo. Una vez que los primeros humanos comenzaron a construir refugios, el entorno se volvió más nocivo para sus pulmones.

“La mayoría de la gente tradicional vivía en un entorno alto en humo”, comentó Finch. “Creo que ha sido un hecho de la vida humana para nosotros incluso antes de nuestra especie”.

Los dos científicos creen que el humo creó una nueva presión evolutiva. Por ejemplo, los humanos desarrollaron enzimas hepáticas poderosas para descomponer las toxinas que circulaban en el flujo sanguíneo provenientes de los pulmones.

Gary Perdew, toxicólogo molecular de la Universidad Estatal Penn, y sus colegas han descubierto evidencia de evolución motivada por el humo en otro gen, el gen receptor de hidrocarburos de arilos, conocido en inglés como AHR.

Este gen produce una proteína que se encuentra en las células de los intestinos, los pulmones y la piel. Cuando las toxinas se quedan pegadas a la proteína, las células liberan encimas que descomponen los venenos.

Otros mamíferos usan el gen AHR para desintoxicar su comida. Sin embargo, la proteína también sirve contra algunos de los compuestos en el humo de la madera.

Comparada con otras especies, la versión humana produce una respuesta más débil a las toxinas, tal vez porque la proteína del gen AHR no es el protector perfecto, ya que los fragmentos que deja atrás pueden ocasionar daño a los tejidos.

Antes del fuego, nuestros ancestros no necesitaban usar el gen AHR con mucha frecuencia; en teoría, sus cuerpos podían tolerar el daño limitado que ocasionaba la proteína.

Sin embargo, cuando comenzaron a respirar humo con regularidad y necesitaron la protección del gen AHR de manera constante, este quizá se haya vuelto nocivo para nuestra salud.

Una atmósfera cambiada

Nuestra especie llegó a la Revolución Industrial hace dos siglos con cuerpos moldeados durante millones de años por este proceso altamente imperfecto.

El agua limpia, las medicinas mejoradas y otras innovaciones redujeron drásticamente las muertes ocasionadas por enfermedades infecciosas. La esperanza de vida promedio se disparó, lo mismo sucedió con nuestra exposición a las toxinas en el aire.

“Si comprimiéramos los últimos cinco millones de años en un solo año, no sería sino hasta el 31 de diciembre, a las 11:40 p. m., que comenzaría la Revolución Industrial”, afirmó Trumble. “La existencia humana apenas ha vivido un abrir y cerrar de ojos; sin embargo, pensamos que todo lo que nos rodea es lo normal”, agregó.

La Revolución Industrial fue impulsada principalmente por el carbón y la gente comenzó a respirar gases. Los autos comenzaron a volverse omnipresentes; las plantas eléctricas y las refinerías de petróleo se diseminaron. Las empresas de tabaco hicieron cigarrillos a una escala industrial. En la actualidad, venden 6,5 billones de cigarros al año.

Nuestros cuerpos respondieron con defensas perfeccionadas a lo largo de cientos de miles de años. Una de sus respuestas más poderosas fue la inflamación, pero en lugar de breves ataques inflamatorios, muchas personas comenzaron a experimentarlos continuamente.

Ahora muchos estudios indican que la inflamación crónica representa un vínculo importante entre las toxinas presentes en el aire y las enfermedades. En el cerebro, por ejemplo, la inflamación crónica puede impedir nuestra capacidad de eliminar proteínas defectuosas. A medida que esas proteínas se acumulan, pueden conducir a la demencia.

Los patógenos pueden unirse a las partículas de los contaminantes. Cuando entran por nuestra nariz, pueden entrar en contacto con terminaciones nerviosas. Ahí, pueden desencadenar todavía más inflamación.

“Brindan esta autopista que se dirige directamente al cerebro”, dijo Fox, de la Universidad de California en Los Ángeles. “Creo que eso es lo que hace que esta historia sea especialmente aterradora”.

En un cielo lleno de humo, Jill Rose enfría a sus alpacas mientras un incendio forestal avanza cerca de Tomerong, Nueva Gales del Sur, Australia, el 4 de enero de 2020. (Matthew Abbott/The New York Times).

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