Una ola de ansiedad viral inunda el internet

Una ola de ansiedad viral inunda el internet
Imagen ilustrativa NYT

Este fin de semana, mientras el coronavirus se propagaba por el país y mandaba a los estadounidenses corriendo a sus casas, Rosanne Cash tuiteó: “Solo les recuerdo que, cuando Shakespeare estuvo en cuarentena debido a la plaga, escribió ‘El rey Lear’”.

Me pregunto cuál será “El rey Lear” de la COVID-19. ¿Será la mujer de TikTok que lamió el asiento del inodoro en un avión?

La racha de Shakespeare durante la peste —se cree que escribió “El rey Lear”, “Macbeth” y “Antonio y Cleopatra” en un periodo de un par de años— coincidió con el cierre de los teatros en Londres y la salida de las compañías de la ciudad para presentarse en pueblos libres de la peste, así que el Bardo que se quedó en casa, sin nada que hacer más que tramar una elaborada serie de trágicos asesinatos. Pero Shakespeare no estaba en línea. Cuatro siglos después, el aislamiento no sirve para disipar la distracción creativa, sino que más bien la atrae. Estamos refugiados sin poder salir con dispositivos diseñados para amplificar las distracciones y explotar las obsesiones.

A medida que se ha propagado el virus, también ha devastado nuestros canales de expresión creativa continua. Los teatros se han quedado a oscuras, se han cerrado las exposiciones, se han pospuesto los bailes de las bodas, han cancelado Eurovisión. Observar a la gente no es una posibilidad. Sin embargo, las puertas están abiertas para que uno pueda atascarse, publicar y pasear el pulgar de manera incesante en las redes sociales. De hecho, la devoción servil a nuestros dispositivos ahora se siente como una necesidad práctica. Inesperadamente, las plataformas de redes sociales se han vuelto medios confiables para divulgar información sobre la pandemia y, en una época de aislamiento social, han cumplido de forma espontánea con su promesa de conectividad comunitaria.

No obstante, también han atrapado nuestra atención con una fuerza alarmante. El virus ha dejado claro el acuerdo oscuro que tenemos con estos dispositivos: recurrimos a ellos para proteger nuestro cuerpo y tranquilizar nuestros nervios y, a cambio, les entregamos nuestra mente.

Para el segundo día de una especie de cuarentena autoimpuesta, no paraba de caminar de un lado al otro de mi apartamento, navegando en la marea de mi ansiedad, chupando de forma periódica un termómetro y pulsando ociosamente cada una de las aplicaciones que emiten contenido en mi teléfono. El virus no dejó intacto ningún rincón en el internet. Ha infectado el contenido de los influentes con cuerpazos, las personalidades del bienestar y el Twitter de los gatos. Hay decoración de uñas sobre guantes quirúrgicos y un tutorial para maquillarse con una mascarilla puesta. Todo el mundo está gritando cómo preparar frijoles y lavarse las manos. Ahí se alinean los impulsos para demostrar conciencia sobre la acechante crisis de salud pública y cosechar los beneficios del aumento del tráfico en línea por el coronavirus. Hasta los títulos de las publicaciones de Instagram de rescate de perritos están empezando con frases como “En esta época de incertidumbre…”.

Se han forjado nuevas personalidades del coronavirus: un sofisticado chico canadiense obligado a cancelar unas vacaciones en Disneylandia; Lulu, la burra de Arnold Schwarzenegger que vive dentro de su casa; Whiskey, el poni de Arnold Schwarzenegger que vive dentro de su casa. Luego, tenemos a la lamedora de inodoros, una usuaria de TikTok llamada Ava Louise que alguna vez le dijo a Dr. Phil que se describía como una “leyenda flaca” y, después, para capitalizar el momento, lanzó una canción titulada “Himno de la leyenda flaca”. Su video representa la apoteosis del troleo del coronavirus: una crisis global se filtra a través de la máquina influente y emerge como un espectáculo que solo sirve a intereses propios. “Nos encanta un buen truco de relaciones públicas”, tuiteó Louise hace poco tiempo.

El efecto del virus en la reputación de las celebridades es muy impredecible. La versión adulta de la encantadora actriz adolescente Vanessa Hudgens se volvió malvada de un momento a otro cuando alborotó sus rizos en Instagram, elevó su tono de voz hasta llegar a un registro perturbadoramente empalagoso y dijo: “Sí, morirá gente y eso es terrible, pero también… ¿inevitable?”. (Enseguida publicó la que podría ser la primera disculpa de la pandemia lanzada en la aplicación Notas).

Mientras tanto, Chet Hanks, el hijo rapero de Tom Hanks y Rita Wilson, quien alguna vez se hizo llamar Chet Haze y hace poco captó la atención del público al hablar patois en la alfombra roja de los Globos de Oro, se vio extrañamente encantador cuando salió sin camiseta en Instagram para hablar sobre los diagnósticos positivos de COVID-19 de sus padres (“Qué onda, todos. Es verdad, mis padres tienen coronavirus, está de locos”).

El martes, el contenido sobre el virus por fin llegó al perfil de Jared Leto, quien apareció después de un retiro de meditación silenciosa de doce días en el desierto y tuiteó: “Vaya”.

Es interesante que quienes se encierran en casa con sus teléfonos, aislándose por el bien de todos, parecen sentir una atracción hacia las representaciones despreocupadas. En Twitter, se difunden con una fascinación grotesca imágenes de playas repletas de vacacionistas de primavera y de restaurantes llenos en la ciudad de Nueva York. He visto unas veinte veces el video de la juerguista inmunocomprometida de 21 años en el desfile del Día de San Patricio que ni siquiera está “preocupada porque tomo suplementos y me automedico”. No me puedo sacar de la cabeza a la lamedora de inodoros. Compartir estas imágenes brinda una emoción indirecta y al mismo tiempo nos hace sentir que hemos hecho un servicio a la comunidad.

En TikTok, un medio forjado a través de un tipo más cotidiano de aislamiento social, se puede descubrir un extraordinario oasis de contenido. Fueron los adolescentes que hacían bobadas en sus recámaras de infancia quienes desarrollaron la gramática visual de TikTok, y por ello la plataforma se ha adaptado tan fácilmente a la cuarentena, ofreciendo videos de perros que hacen mandados y gatos domésticos inquietos, además de bromas sobre “aprendizaje en línea” que tienen un efecto extrañamente relajante. Sin importar lo que pueda estar ocurriendo afuera, curiosamente, la vida en TikTok parece no haber cambiado.

Pero la vida ha cambiado, de formas que apenas estamos comenzando a entender. Una razón por la que estamos tan consumidos con las representaciones del coronavirus, empapando nuestros cerebros de esa información como si fuera una especie de desinfectante mental, es que la vista desde nuestros hogares todavía es muy limitada. No estamos preparados mentalmente para los cambios a la vida cotidiana que se desarrollarán en los próximos meses. El virus sobrepasa por semanas nuestras capacidades de realizar pruebas y tal vez estemos a años de una vacuna. El virus es invisible para nosotros, pero parece dar con nuestro paradero en todas partes.

Quizá por eso vuelvo una y otra vez al video de un pingüino que camina por los pasillos de un acuario, observando con detenimiento y asombro las peceras como si fuera un ser humano. Cuando el Acuario Shedd de Chicago cerró sus puertas a los visitantes, dejó salir de su recinto a un pingüino llamado Wellington y lo dejó explorar el otro lado. En el video, el animal observa incrédulo a su cuidador, bate las alas y se acerca al vidrio, donde mira detenidamente a los peces del Amazonas. Donde se encuentra no hay agua, pero tiene ante sí una vista completa de las profundidades submarinas.

Desconozco cómo piensan los pingüinos o qué siente Wellington, pero como personaje de un video para ojos humanos, nos transmite una sensación de iluminación indirecta. Se encuentra en un nuevo plano de conocimiento del acuario. Al fin puede ver a los demás animales como a él lo han visto. Puede observar sus patrones y movimientos desde una perspectiva privilegiada cercana a la omnisciencia. Ver a Wellington da la sensación de una vastedad desconocida que de manera espontánea se revela ante nuestros ojos. Eso debe ser bonito.

Inesperadamente, las plataformas de redes sociales se han vuelto medios confiables para divulgar información sobre la pandemia, pero también han atrapado nuestra atención con una fuerza alarmante: recurrimos a ellas para proteger nuestro cuerpo y tranquilizar nuestros nervios y, a cambio, les entregamos nuestra mente.

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