El final del matrimonio a larga distancia

El final del matrimonio a larga distancia
Les gustaban sus casas separadas en ciudades separadas hasta que tuvieron que decidir si estar juntos o separarse. (Brian Rea/The New York Times)

Durante los últimos trece años, algunos días de la semana, practiqué el distanciamiento social viviendo a 321 kilómetros de mi esposo, Michael, no porque no lo amara, sino porque lo amaba muchísimo. Mi temor: si dejaba mi vieja vida atrás para estar con Michael, perderlo significaría perderlo todo.

Durante todo nuestro matrimonio, él y yo hemos vivido con un pie en nuestras raíces, dudando sobre correr el uno hacia el otro, aterrados de quedarnos desterrados. Yo había perdido mi hogar demasiadas veces como para renunciar a este.

Hace décadas, cuando estaba en la universidad en Oregon, mis padres se divorciaron y de pronto no había un hogar en el este al cual regresar. Cuando tenía veintitantos, pasé años construyendo lo que parecía ser un nido seguro con mi novio, hasta el día en que de pronto se fue. A los 36 años, me casé con un historiador de arte neerlandés larguirucho llamado Willem, y sentamos cabeza en Nueva York. Adoptamos un niño de Lituania y yo estaba feliz de haber formado una familia. Pero cuatro años después Willem murió de cáncer cerebral, y me dejó sola en la crianza de nuestro hijo.

Pasó casi una década antes de conocer a Michael, un viudo reciente que vivía en Baltimore. Desde el día en que nos casamos, cuando él tenía 57 y yo 54, acompañados de nuestros tres hijos, he estado aterrada de volverme viuda de nuevo.

En este matrimonio, cada vez que tenía momentos maravillosos con su grupo de periodistas llenos de vida y sus esposas de hace muchos años en Baltimore, escapaba de regreso a mi vida en Nueva York donde podía enseñar, escribir y dar largos paseos con mis amigas. Regresaba a mi departamento en el Upper West Side, el único aspecto de mi vida que ha sido confiable durante casi 40 años.

Cuando ocurrió la pandemia, Michael condujo esos 321 kilómetros hasta el epicentro para recogerme y llevarme a Baltimore, donde hemos tenido el privilegio de estar juntos, refugiándonos en casa desde entonces.

Siempre que le he preguntado a Michael, que ahora tiene casi 70 años, si está asustado de que muera y lo vuelva viudo de nuevo, se encoge de hombros. Pero también se aferra a su hogar y a su ciudad, que está llena de las marcas de su vida. Aquí es donde se detuvo el autobús en 1970 con la primera generación de mujeres en asistir a su escuela, donde se enamoró de su futura esposa mientras ella bajaba las escaleras. Cerca de ahí está la casa que compartían con el enorme arce en el que construyó una casa del árbol para sus hijos.

Aunque algunos de nuestros amigos bromean con que vivir en ciudades separadas quizá es la clave para un matrimonio exitoso, otros dicen: “¿No les asusta que el matrimonio se acabe? ¿Que uno de ustedes tenga una aventura?”. La verdad es que hemos estado teniendo aventuras. No con otras personas, sino con nuestras ciudades.

Mi edificio en Nueva York es donde el conserje nos saludó a mí y a Willem el día en que trajimos a nuestro hijo a casa, hablándole en polaco, una de las lenguas que nuestro bebé ya había escuchado durante sus primeros siete meses de vida.

Mi departamento es donde mi hijo hizo meticulosos embotellamientos de autos de juguete desde su habitación hasta la nuestra, donde su padre estuvo en cama con dieciocho puntadas en la cabeza después de su operación contra el cáncer cerebral. Cuando murió Willem, el conserje tuvo que ayudarle al personal de la funeraria a hacer que su cuerpo cupiera en el elevador mientras mi hijo levantaba su tractor de juguete y decía: “Tienen que voltearlo”.

Mi departamento es un tótem de mi vida, donde até la cortina de la regadera y formé un nudo para que mi hijo y yo pudiéramos usarla de saco de boxeo en las semanas que pasaron después de nuestra pérdida. Es donde traje al hombre que se convertiría en mi segundo esposo y donde mi hijo entonces de 11 años le preguntó: “¿En qué cama dormirás?”.

La ciudad de Nueva York es donde a las 7 a. m. solía llevar a mi hijo pequeño al establo cerca de Central Park. Mientras caminábamos a nuestra siguiente parada, se me adelantaba corriendo hasta el Hudson, a las casas flotantes en la dársena de la calle 79. Una era hogar de una niña pequeña que iba en el mismo salón de prescolar que mi hijo; dejábamos que los niños se fueran a correr en los muelles, gritando con las gaviotas.

Desde que la pandemia reorganizó el mundo, los tres hijos que compartíamos Michael y yo se han quedado en sus residencias, repartidas por todo el país, y mi madre de 94 años vive confundida en el tercer piso de un centro de cuidado de la memoria cerca de nuestra casa en Baltimore, donde durante los últimos tres años la he estado visitando todos los fines de semana para darle un masaje en la espalda y llevarla a pasear al jardín.

Hace poco, la mudaron a una sala de cuidados paliativos, y yo me quedo en la entrada para autos, sin poder acercarme más, como si estuviera en una costa lejana. Levanto un letrero dibujado a mano con un corazón inclinado, agradeciéndoles a los cuidadores que alegres la sacan en silla de ruedas al balcón. Le grito a mi madre y le digo quién soy. Ella saluda con la mano y lanza besos, a las nubes o a mí, no lo sé.

Un día, otra mujer salió del edificio con su cubrebocas y la cabeza inclinada como un gorrión.

“¿Cómo está?”, le pregunté, obligándome a no caminar hacia ella.

“Mi esposo murió la semana pasada”, me respondió.

Yo resollé, extendiendo mis brazos para formar un abrazo vacío.

“Él me cuidaba”, dijo. “Yo lo cuidaba. Treinta y ocho años”.

En uno de mis talleres de escritura, tengo una estudiante que vino a Estados Unidos a bordo de un barco después de pasar la Segunda Guerra Mundial oculta durante meses en un contenedor de carbón en Budapest. Ahora en Zoom, veo su valiente rostro en Nueva York mientras lee lo que escribió sobre las dos ocasiones en las que ha estado encerrada, esta segunda vez, está sola en su departamento al teléfono con la línea de ayuda de Apple en Minnesota en vez de en un contenedor de carbón escuchando a Winston Churchill desde su búnker en Londres por medio de un radio con señal defectuosa.

No hace mucho, el rabino del hospicio llamó mientras yo tomaba un baño. Michael respondió mi celular, pensando que sería la llamada que sabíamos que llegaría. Me entregó el teléfono mientras yo trataba de no salpicar y oraba en silencio para que esta no fuera la llamada final.

Solo llamó para saber cómo estaba y para explicar que las nuevas regulaciones implicaban que él no podría visitar a mi madre como lo había estado haciendo con regularidad. Sentada desnuda en la tina, le dije que estaba bien y después le conté sobre la estudiante que se escondió en un contenedor de carbón y cómo me inspira. Cuando colgué, lloré.

Cuando Michael y yo nos conocimos, estábamos llenos de pasión y abandono; conducíamos y tomábamos el tren de ida y de regreso entre nuestras dos ciudades, con anhelo. Una noche en que él había conducido hacia mi casa, le estaba tomando tanto tiempo encontrar un espacio de estacionamiento que le llevé la cena y una copa de vino al auto. Nos acercábamos emocionados el uno al otro, aunque cada semana nos separábamos otra vez. El hecho de que el vestido de novia de su difunta esposa aún estuviera en su clóset y la chaqueta del Maratón de la Ciudad de Nueva York de mi difunto esposo estuviera en el armario de mi hijo nos parecía bien a los dos.

Ahora somos casi dos décadas más viejos de lo que eran nuestros primeros amores cuando murieron. Confieso que antes de la pandemia había momentos en que respingaba cuando veía las fotografías de su primera boda con su novia jovial y lozana. Más de una vez hice berrinches, como les dice mi tolerante esposo sureño, un eufemismo para aquellos momentos en los que gritaba de celos.

Hoy, cada uno de nuestros tres hijos nos envió un mensaje de texto, aliviado de que estuviéramos refugiados en casa. Por ahora, bailamos en nuestra cocina de Baltimore al ritmo de “Fly Me to the Moon”. La primavera llegó con una belleza casi indecente afuera, con el canto doliente de las palomas y los reyezuelos. En las noticias, escucho que la gente hace ruido con ollas y gritos que hacen eco desde los edificios a las 7 p. m. en Nueva York, y desearía estar allá, aunque me alivia que no sea así.

Esta pandemia tiene una manera extraña de acercar a algunas personas mientras aleja a otras. Mi madre me saluda desde el balcón. Yo le doy un abrazo a una mujer en duelo a tres metros de distancia. Nuestros hijos nos envían mensajes de texto para expresarnos su amor a distancia. Y Michael y yo —que finalmente compartimos un hogar, durante el tiempo que debamos hacerlo— subimos el volumen para escuchar “Fly Me to the Moon” y bailar.

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