Gradas vacías, trucos mentales y un mito sobre Mourinho

Gradas vacías, trucos mentales y un mito sobre Mourinho
José Mourinho. FOTO / MSN.Com

Durante mucho tiempo, las conferencias de prensa de José Mourinho fueron el objeto de deseo para el periodismo del fútbol.

Sin importar qué equipo estuviera entrenando o cuál fuera el rendimiento de la escuadra, Mourinho era una garantía: antes de cada partido, después de cada partido, como relojito, entregaba 30 minutos de chistoretes breves y aforismos, juegos psicológicos y respuestas ingeniosas. Mourinho era un éxito de taquilla.

Esa capacidad para entretener —así como esa arrogante racha de éxito que tuvo, desde inicios de la década de 2000 hasta bien entrada la del 2010— hizo que Mourinho le cayera como anillo al dedo a la Liga Premier, un lugar que siempre ha sido más un complejo de entretenimiento que una competencia deportiva, una telenovela que por azares del destino tiene lugar en el mundo del fútbol.

Después de todo, Inglaterra siempre ha venerado a los entrenadores más como personajes que como pensadores: su olimpo está más plagado de mordaces y avispados, como Bill Shankly, Brian Clough y Alex Ferguson, que de contemplativos e imperturbables.

Ese fue el molde en el que fundieron a Mourinho, el hombre que se declaró un “especial”, el hombre que acusó a Arsène Wenger de ser voyerista, quien habló con pesimismo sobre conspiraciones y despreocupadamente sobre sus atributos, quien buscó peleas con oponentes y empleadores, se escondió en cestos de la ropa sucia y despotricó en contra de las palabras elocuentes y de las vitrinas sin trofeos de los “poetas” y los “filósofos” del fútbol.

Escuchar sus historias, hojear su catálogo nos hacía recordar que ver una conferencia televisada de Mourinho era una obligación. Y hasta cierto grado, claro está, todo eso era verdad. A veces, Mourinho era un orador convincente. En algunas ocasiones, decía cosas divertidísimas, escandalosas o venenosas.

Sin embargo, la mayoría de las veces, no es el caso. La mayoría del tiempo, si acaso, es diligentemente insípido. Como todos los directores técnicos, el instinto de Mourinho está dirigido hacia la diplomacia, al menos en público. Es carismático, claro está, y en general bastante amable, pero el grueso de sus apariciones regulares frente a los medios pasan casi sin ningún incidente. Confirma cuáles son los jugadores que están lesionados. Insiste en que quiere ganar el próximo partido. Presenta sus respetos a los oponentes (aunque no siempre lo hace). Y luego se va.

Por supuesto, la razón de la discrepancia entre su reputación y la realidad es algo que cualquiera que haya leído tan siquiera un poco al psicólogo Daniel Kahneman identificará como la heurística de la posibilidad: recordamos los sucesos inusuales con mucha mayor facilidad que los mundanos; nos acordamos de las excepciones, más que de las reglas; en otras palabras, pensamos en términos de las mejores jugadas.

Esta semana, la Liga Premier regresó al terreno de juego, justo 100 días después de su última salida al campo. Abrió con un empate sin goles entre el Aston Villa y el Sheffield United, un partido cuya única sazón fue una falla técnica. En la noche del miércoles, el Arsenal iba bien hasta que David Luiz entró de sustituto. Luego, una derrota tres a cero. El brasileño salió expulsado.

En términos generales, fue una noche bastante común de fútbol en la Liga Premier: un tema de conversación importante, un chivo expiatorio conocido y dos partidos que probablemente solo hayan disfrutado los aficionados de los cuatro clubes involucrados (bueno, tal vez no tanto los del Arsenal).

Solo que, como todos sabemos, no fue nada parecida a una noche común de fútbol en la Liga Premier. Para empezar, ocurrió en junio. Nadie había jugado durante tres meses. Las gradas estaban vacías y los ruidos de la multitud en la televisión eran falsos.

Todo lo anterior provocó que la audiencia cayera profundamente en lo que, en este contexto, podría describirse mejor como la “Falacia de las mejores jugadas”, en vez de la heurística de la posibilidad. ¿Los partidos parecieron tan solo una versión reducida de sí mismos a causa del entorno alterado? ¿La ausencia de aficionados tuvo un impacto directo en la calidad del entretenimiento sobre el campo?

¿O acaso fue algo más? Durante tres meses, hemos cultivado nuestra nostalgia por el fútbol. Como una audiencia que ve fútbol, hemos anhelado su regreso; idealmente en su formato usual pero, si no, entonces en una forma reconocible. Hemos visto repeticiones de partidos clásicos, las mejores jugadas en YouTube y los paquetes de los goles de temporadas anteriores en Facebook.

Además, como era de esperarse, cuando pensamos en el fútbol, pensamos en las excepciones. Pensamos en el Tottenham que hace una remontada de último momento para vencer al Ajax, o el regreso del Liverpool para superar al Barcelona, o el Manchester United que le robó la victoria de las manos al Bayern Múnich en el último minuto. Al igual que con Mourinho, recordamos las mejores jugadas.

Sin embargo, esos partidos son tan memorables porque son poco comunes; si todos los juegos fueran así, no se nos inundaría tan fácil la mente de esos ejemplos. Más bien, la gran mayoría de los juegos son como las ofertas que mostró la Liga Premier el miércoles: desarticulados, rutinarios y, a veces, por más que no queramos admitirlo, bastante aburridos. En realidad, solo los encuentran interesantes quienes tienen un compromiso emocional con ellos.

No obstante, ante la falta de fútbol a lo largo de los últimos meses, la audiencia para ambos partidos fue mucho mayor de lo que podría haber sido. Por ejemplo, en circunstancias normales, tal vez ni siquiera habrían pasado por televisión la visita del Sheffield United al Aston Villa. Los aficionados querían encontrar el sabor en este nuevo mundo, felices tan solo de paladear un atisbo de fútbol —en la forma que fuera— una vez más.

Cuando se percataron de que dejaban de prestar atención a la pantalla —como le sucedió a algunos—, supusieron que se debía al cambio en los alrededores; sin aficionados, el deporte mismo parecía carente de sentido. Para algunos, tal vez quedará demostrado con el tiempo: no cabe la menor duda de que el fútbol es mejor con la presencia de los aficionados (y nadie, nunca, ha opinado lo contrario).

Sin embargo, tal vez también fue un truco de la mente, un truco de la luz. No es el fútbol como lo recordamos, no porque no sea fútbol, sino porque lo recordamos mal. Recordamos las mejores jugadas, los momentos que nos quitan el aliento, y no la realidad mundana de la vida que a menudo subyuga al aficionado deportivo.

Apreciar el resultado más predecible

El campeonato del Bayern Múnich, poco acostumbrado a sufrir por un título, llegó por la vía difícil. Tanto durante el juego del martes por la noche que selló el título —una victoria áspera en contra de un Werder Bremen bajo la amenaza del descenso, todavía más complicada por la tarjeta roja para Alphonso Davies— como a lo largo de toda la temporada.

En noviembre, cuando el Bayern perdió 5-1 en contra del Eintracht Frankfurt, parecía que su control de siete años sobre el trofeo de la Bundesliga estaba empezando a menguar. Dio la impresión de que la escuadra estaba desesperada por rejuvenecimiento, atrapada en esa tierra de nadie del cambio generacional. Nico Kovac fue despedido del cargo de entrenador. El RB Leipzig, el Borussia Mönchengladbach y el Borussia Dortmund parecían estar en un buen lugar para intentar adueñarse de la corona.

El final en Alemania fue el mismo de siempre: el Bayern obtuvo un título más. Es el octavo sin interrupción, y esto provoca más preocupación que felicidad. Sin embargo, bajo las circunstancias actuales, esa inquietud tal vez debería dejarse de lado un momento, porque la victoria del Bayern, hasta cierto grado, es una victoria para el fútbol alemán en conjunto.

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