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Opinión: Huir al lugar del que huiste. ¿Un nuevo orden migratorio?

Opinión: Huir al lugar del que huiste. ¿Un nuevo orden migratorio?
Venezolanos vuelven a su país desde Colombia en mayo de 2020/ FOTO/ NYT

BARCELONA, España — En la era de la inmovilidad, el estigma más obvio lo carga el que se mueve. El migrante es la encarnación del movimiento, de todo eso que nos dicen que ahora no se puede hacer. Su protección debería ser más urgente que nunca en plena crisis sanitaria, pero ya hay indicios de que perderán más derechos.

Las personas no deben moverse, pero los Estados sí las pueden mover. Donald Trump siguió deportando a centroamericanos a sus países de origen en medio de la pandemia de la COVID-19: en Estados Unidos tienen miedo a que traigan el coronavirus; en Guatemala, Honduras o El Salvador, una vez sus ciudadanos vuelven, también. Es el estigma duplicado: ser extranjero fuera y en casa. No es un caso aislado. Arabia Saudí, por ejemplo, aún deporta a etíopes.

El informe anual que el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) ha publicado esta semana con motivo del Día Mundial de los Refugiados, el 20 de junio, sitúa en 79,5 millones las personas desplazadas de forma forzosa a finales de 2019. Un nuevo máximo histórico. También analiza lo sucedido en la última década: al menos 100 millones han huido de sus hogares. El refugio se ha urbanizado: dos de cada tres desplazados internos, por ejemplo, vive en zonas urbanas o semiurbanas. Justo donde el coronavirus está haciendo más daño: en las ciudades. Según el informe, un número cada vez mayor de los refugiados están atrapados en situaciones de desplazamiento prolongado. No es el dibujo de un mundo donde triunfa la guerra, sino donde fracasan la paz y los mecanismos para proteger a quienes huyen.

En un mundo de confinamientos por la pandemia, muchos de los que migran están a la vez dentro y fuera del sistema: bajo estado de excepción según el país, pero sin documentos o protección. Esta es la paradoja más inmediata sobre la que se construye el nuevo atlas de las migraciones: personas señaladas, sujetas a la discriminación y al castigo del Estado, a la vez que invisibles para el sistema en cuanto a sus derechos. Por eso en países como España —donde hay un gobierno que se define como progresista— hay organizaciones que están pidiendo una regularización de todas las personas migrantes y refugiadas, de momento sin éxito.

Los migrantes llevan a cabo tareas esenciales en muchos países —resignificadas durante la pandemia, porque no se pueden hacer mediante teletrabajo—, como el cuidado de los mayores, la limpieza o el trabajo en el campo, a veces de forma irregular. Para algunos gobiernos no ha bastado el criterio humanitario para protegerlos, regularizarlos o que trabajen de forma legal en medio de una pandemia. Tampoco se ha resuelto el acceso a la salud pública.

Hay una ruta que expresa la desprotección del mundo que viene: la de los venezolanos —el segundo mayor grupo de refugiados del mundo, solo por detrás de Siria— que intentan volver a casa. Cruzar carreteras de Colombia —donde no tenían techo, donde debido al confinamiento habían perdido el empleo, donde fueron repudiados— de vuelta al país que los sumió en la pobreza o los persiguió.

En la India, los millones de trabajadores que habían migrado del campo a la ciudad (Bombay, Delhi), los obreros que construían con sus manos la nueva India global que propone el primer ministro, Narendra Modi, volvieron a sus casas, también en millones, ante la orden de confinamiento. No entran en las estadísticas de Acnur por no ser desplazados forzosos por guerras o conflictos, pero conforman movimiento de población directamente ligado a la pandemia, cuyo curso ayudará a perfilar el nuevo orden migratorio. Miles de afganos, que escaparon de una guerra que con diferentes actores dura ya décadas, intentaron regresar a su país desde Irán y Pakistán. Es el oxímoron de la era COVID-19: refugiarte en un lugar inseguro.

Las soluciones, dice Acnur, están en declive: “Del reasentamiento se beneficia solo una fracción de los refugiados en el mundo”.

La erosión del derecho al asilo está en marcha. Los movimientos de población están bajo sospecha. Hay que articular una respuesta política: más formas legales de migrar para desactivar rutas de la muerte como la del mar Mediterráneo, acceso a la salud y al trabajo, más imaginación en la protección internacional —no solo confiar en el asilo, sino en visados y otras fórmulas— y más reasentamientos en Occidente de personas refugiadas, la mayoría de las cuales está en países pobres. En la era del miedo sanitario, estas ideas deben lograr una nueva vigencia.

Todo esto, quizá, puede ser revertido: pensando que quien se mueve tiene que estar integrado en la salud pública, al margen de los motivos de su huida. O pensando que cruzar mares y muros no es seguro para nadie, ahora que la seguridad está en boca de todos: que se puede hacer de forma legal y ordenada. Quien no se sienta conmovido por el factor humano puede recurrir al planteamiento egoísta: proteger a estas personas es proteger a todos.

La decisión la tomarán los gobiernos, que van a tener la tentación de aferrarse más aún a los superpoderes conferidos por el virus. La ansiedad identitaria —los inmigrantes borrarán nuestra cultura— y la económica —los inmigrantes nos robarán el trabajo— han sido explotadas por el poder hasta el cansancio durante décadas. La salud tiene otra categoría: no es ansiedad, es miedo, más inflamable y manipulable. ¿Qué haremos con ese miedo? Quién sabe. El nuevo orden migratorio —o desorden migratorio— nacerá de esa gestión emocional.

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