Cientos de desapariciones forzadas juegan un papel crítico en los esfuerzos del régimen para amordazar a los opositores y propagar el miedo, según un nuevo informe.
Una multitud de agentes del gobierno de Venezuela ingresaron al hogar con armas pero sin orden judicial y se llevaron a Ariana Granadillo. Durante la semana que siguió la confinaron, golpearon, interrogaron y casi la ahogaron. Después la dejaron irse casi tan intempestivamente como se la llevaron.
Su hermana la buscó durante días, incapaz de sacarle información a los funcionarios. A Granadillo, entonces de 21 años, sus captores le dijeron que eran agentes de contrainteligencia. “Nunca, nunca, nunca, nunca me involucré en nada de política”, dijo en una entrevista, pero pronto se enteró de que su calvario no era inusual.
Las detenciones secretas, conocidas legalmente como “desapariciones forzadas” juegan un papel central en los esfuerzos cada vez más autoritarios del gobierno venezolano para controlar a su población, desalentar a la disidencia y castigar a sus oponentes, según un nuevo informe de dos grupos de derechos humanos que consiguió en exclusiva The New York Times.
El reporte, publicado el viernes, documenta 200 casos similares en 2018 y 524 el año pasado, un alza que atribuye al incremento de protestas conforme Venezuela ha soportado sucesivas crisis económicas y políticas y la respuesta represora del gobierno. Fue producido por Foro Penal, un grupo venezolano que lleva un registro meticuloso de los casos, y Robert F. Kennedy Human Rights, una organización sin fines de lucro con sede en Washington, D.C.
Los investigadores documentaron numerosos secuestros en los que las autoridades llegaron en vehículos no identificados, no mostraron identificación ni órdenes judiciales, confiscaron celulares y computadoras y dijeron poco al esposar y cubrir la cabeza de los detenidos. Más del 20 por ciento de las víctimas reportaron haber sido torturados durante el cautiverio.
Con el derecho internacional como guía, estos grupos definieron las desapariciones forzadas como aquellas detenciones que duraron dos o más días y en las que, a diferencia de una detención ordinaria, las autoridades estatales se negaron a proveer información sobre el paradero de las personas.
El informe se añade a un gran cuerpo de evidencia de violaciones de derechos humanos cometidas por el presidente Nicolás Maduro y sus aliados, entre las que se cuentan reportes generalizados de tortura y un análisis de Naciones Unidas de que las fuerzas de seguridad venezolanas han cometido miles de ejecuciones extrajudiciales.
El gobierno no respondió a una carta en la que se le solicitó comentario.
Las desapariciones forzadas son consideradas como un crimen contra la humanidad bajo el derecho internacional si se comprueba que suceden de manera sistemática. Los autores del reporte sobre Venezuela dicen que la práctica es “una de las más graves y crueles violaciones a los derechos humanos” porque deja a las víctimas “en un estado de absoluta indefensión”.
La táctica recuerda a las de las dictaduras latinoamericanas de derecha a las que Maduro y su antecesor, Hugo Chávez se opusieron desde siempre. Argentina y Chile fueron conocidas por detener —y a menudo asesinar—a personas en los años 70 y 80.
El nuevo análisis encontró que en Venezuela, la desaparición promedio duró poco más de cinco días, lo que sugiere que el gobierno buscaba sembrar miedo y al mismo tiempo evitar el escrutinio que podrían generar las detenciones a largo plazo y gran escala.
Las motivaciones detrás de las desapariciones parecen variar, de acuerdo a las entrevistas llevadas a cabo por Foro Penal e incluyen extraer información, acallar a los disidentes o remover temporalmente a los opositores de la esfera pública. El año pasado 49 personas desaparecieron tras lo que el reporte llamó “protestas debido a las fallas en los servicios básicos”, como el agua o la electricidad.
El gobierno de Maduro también podría estar utilizando a mujeres como Granadillo como fichas de negociación, al llevarse en ocasiones a las amadas en un intento de aterrorizar a sus parejas.
Su única falta aparente, dijo Granadillo, era que el primo segundo de su papá era un coronel a quien el gobierno percibía como un oponente político.
Granadillo, estudiante de medicina, fue secuestrada la primera vez en febrero de 2018, cuando vivía en la casa del coronel en las afueras de Caracas, cerca del hospital donde iba a empezar una pasantía.
Los agentes que irrumpieron exigieron que ella y una prima los acompañaran para interrogarlas, las subieron a un auto blanco, las esposaron y “nos hicieron saber que de ahí en adelante eran dueños de nuestras vidas”, dijo ella.
La llevaron, a ciegas, a un edificio del que salía música estruendosa, la empujaron a un baño y la amenazaron con una navaja, mientras le preguntaban sobre la ubicación del coronel. Ella y su prima pasaron la noche ahí, donde las obligaron a hacer sus necesidades frente a uno de los captores.
“La música subía y bajaba de volumen”, dijo, “lo que permitía en momentos escuchar los gritos de otras personas a las que evidentemente se les estaba torturando”.
Los siguientes días, los agentes la obligaron a firmar un documento “en el que prometíamos no divulgar todos los abusos” y la dejaron irse. Dos días después inició su pasantía, empeñada en terminar la carrera de medicina.
Pero tres meses después, los agentes volvieron. Esta vez era de mañana y estaba en la cama. Subieron a Granadillo y a sus padres a un taxi sin placas y con vidrios polarizados, les ataron las manos y los encapucharon para llevarlos a otra casa.
Después de que la interrogaron y golpearon, dijo, pasó la noche en una celda bajo las escaleras. Al día siguiente los agentes le dieron agua y un poco de comida y “recalcaron que nadie sabía ni siquiera que estábamos secuestrados”, dijo. Una agente se le acercó.
“Me vio a los ojos y sin mediar palabra sacó una bolsa del puño y la colocó en mi cara, cubriéndola completamente. Uno de los hombres aguantaba mis piernas y mis manos estaban detrás de mi espalda, inmóviles, atadas”
Incapaz de respirar bajo el plástico, “me desesperé tan rápido que en segundos ya sentía la asfixia”.
En ocasiones podía escuchar que los agentes golpeaban e interrogaban a su papá.
Una semana más tarde, los oficiales dejaron a Granadillo y sus padres en un camino de Caracas, dijo. Eventualmente huyeron del país y ahora viven en un pequeño pueblo de Colombia.
Sin sus documentos académicos, no ha podido proseguir con sus estudios de medicina. Muchos de sus amigos de Venezuela se han distanciado por miedo a las represalias del gobierno. Tiene 23 años y ha cambiado para siempre, dijo, temerosa de que toquen a la puerta, ansiosa constantemente, batallando contra una profunda depresión.
Extraña “la inocencia que tenía antes de lo que pasé”, dijo. “Porque yo descubrí una maldad en el ser humano que no sabía que existía”.
Maduro ha dado un giro completo desde sus días estudiantiles como activista que denunciaba las violaciones de derechos humanos perpetradas por los gobiernos venezolanos pro-estadounidenses durante la Guerra Fría.
Cuando su mentor, Chávez, llegó al poder en 1999, el nuevo gobierno de izquierda juró acabar con los abusos del sistema previo y crear una sociedad democrática e igualitaria. En cambio, Chávez mandó a prisión a sus oponentes selectivamente para neutralizar a los rivales y consolidar su poder.
Esta persecución dirigida dio paso al uso sistemático del miedo y la represión, dicen los defensores de derechos humanos, después de la muerte de Chávez en 2013, cuando Maduro tomó el poder.
Y según el nuevo informe, las desapariciones forzadas se convirtieron en herramientas para debilitar a los rivales como Gilber Caro, un carismático legislador de oposición. Las fuerzas de seguridad lo han encarcelado tres veces desde inicios de 2017, a pesar de su inmunidad parlamentaria.
En total, Caro ha pasado casi dos años en prisión, a menudo en lugares desconocidos para sus familiares o abogados, sin que se le haya condenado por ningún crimen.
En los breves periodos de libertad entre desapariciones, Caro le contó a sus amigos de la tortura y abuso a que fue sometido en manos de las fuerzas de seguridad y continuó su trabajo social y deberes parlamentarios.
Pero las personas cercanas a él dicen que la tortura, las privaciones carcelarias y el dolor de vivir bajo la amenaza constante de un secuestro traumatizaron a Caro. El año pasado ya se había cconvertido en un hombre callado e introspectivo que batallaba para seguir una conversación en eventos públicos.
La última vez que lo detuvo la policía de operaciones especiales fue en diciembre. No se supo su paradero hasta un mes después, cuando en una corte cerrada y sin defensa legal se le acusó de terrorismo.
Sigue en prisión a la espera de juicio.
El Grupo de Trabajo para las Desapariciones Forzadas de Naciones Unidas le ha solicitado al gobierno de Venezuela acceso para que sus miembros visiten y evalúen el uso de la práctica en el país.
“Estamos esperando” dijo Bernard Duhaime, integrante del grupo, “que ellos nos dejen entrar”.
Julie Turkewitz reportó desde Bogotá, Colombia y Anatoly Kurmanaev desde Caracas, Venezuela.