Hace unas semanas, me hice un corte de cabello militar. No sabía cuánto tiempo pasaría antes de poder ir a la barbería, así que pensé en hacerlo yo mismo.
Tomé mi máquina eléctrica para cortar el cabello, salí al patio de nuestra casa en Martha’s Vineyard, donde vivimos todo el año. No me tomó mucho tiempo. Solo tuve que pasar la máquina por mi cabeza algunas veces mientras el cabello se apilaba en el pasto. Después, reuní los retazos y los coloqué en el borde del patio, cerca del comedero para pájaros con el fin de que los utilizaran como material de construcción para sus nidos.
Me sentí bien al frotar mi cuero cabelludo irregular. Cuando era niño me gustaba cortarme el cabello al estilo militar durante la temporada de prácticas de lucha; me hacía sentir rudo y enfocado. Mi nuevo corte militar me ayudó a sentirme de esa manera otra vez, lo cual es bueno, porque durante muchos días de esta pandemia siento que quiero acostarme en la cama y meterme bajo las cobijas.
También me entristece mi nueva apariencia.
No es porque mi hija de 12 años haya gritado impactada para después decirme que me veía viejo y calvo. Tampoco es porque mi hijo adolescente me dijo que mis orejas eran enormes y que parecía un elfo. No, me sentí mal porque había acabado con un corte de cabello especial, uno que he disfrutado una vez al año, cada año, durante la última década.
En febrero, antes de la pandemia, viajé a Boston para asistir a una conferencia y también hice mi visita anual a un salón de belleza elegante en la calle Newbury, y me senté en el sillón donde Elie Ferzli corta el cabello.
Elie y yo nos conocemos desde hace una década pero solo nos vemos una vez al año, así que en total hemos pasado menos de una hora al día juntos durante diez días. No nos comunicamos entretanto, pero lo considero un querido amigo. Creo que él siente lo mismo por mí.
Conocí a Elie cuando mi esposa, Cathlin, estaba sometiéndose a un tratamiento para el cáncer de mama en el Hospital General de Massachusetts. Había comenzado la quimioterapia y, poco después, su cabello comenzó a caerse. Su equipo en el hospital nos recomendó a una mujer llamada Pat que tiene un salón de belleza en la calle Newbury y que se especializa en fabricar pelucas para pacientes de cáncer y para la comunidad transgénero.
Cuando llegamos esa tarde, Pat nos recibió en el mostrador y nos guió por una fila de estilistas ocupados. Mientras nos dirigíamos a la parte trasera, me sorprendió cómo estábamos enfrentando un diagnóstico de vida o muerte mientras las demás personas parecían disfrutar de sus vidas normales de fines de semana y alegría.
A menudo lloraba en ese entonces, a veces en silencio, aspirando el escurrimiento de mi nariz, y en otras ocasiones lo hacía de manera explosiva, pues toda la fuerza de nuestras vidas transformadas me sorprendía de pronto como un estornudo. Sentado con Pat y Cathlin, hablando de pelucas y de calvicie, fue una de las ocasiones en que perdí la compostura. Me disculpé y salí corriendo de ahí; quería caminar por la calle hasta que dejaran de salirme lágrimas de los ojos.
Pero mientras pasaba por las filas de personas hermosas, vi a un hombre que estaba junto a una silla vacía. Sonrió e hizo un ademán para pedirme que me sentara. Sin pensarlo, lo hice.
No hablamos mucho. Elie cortaba mi cabello mientras yo lloraba. Y no me cobró.
Unas semanas después, se cayó el cabello de Cathlin. Pensamos que sería gradual, que nos daría tiempo de adaptarnos, pero nos enteramos de que el cáncer no es tan organizado. Es otro tipo de caos, lleno de confusión y demasiado tiempo para pensar en el peor de los casos.
Cathlin es ministra en una iglesia así que, desde luego, se le cayó el cabello un domingo por la mañana justo antes de la misa. Un vecino le rasuró la cabeza para igualar los mechones restantes y, una hora después, Cathlin ofreció un sermón acerca de entregarse al fuego del amor con el fin de superar la situación, transformada por siempre pero, de alguna manera, más fuerte que nunca.
En ese entonces yo hacía muchas lagartijas, afuera en la oscuridad de la noche. Algo acerca de tocar la tierra fría me parecía reconfortante. Después de la quimioterapia, se sometió a una mastectomía doble y, después, a meses de radiación. Y entonces, finalmente, recibió el diagnóstico que declaraba que ya estaba libre de cáncer.
Al principio, Cathlin regresaba a Boston dos veces al año para hacerse exámenes y, después, una vez al año, lo cual sigue haciendo actualmente. Los viajes ya no nos llenan de temor, al menos no del tipo abrumador que convierte a una familia normalmente ocupada y ruidosa en una silenciosa en la que incluso nuestros hijos ponían pausa a su exuberancia mientras esperaban a que su mamá regresara del hospital para saber las noticias. Ahora, muchos años y pruebas después, simplemente es parte de nuestra rutina.
Hasta cierto punto, envidio a Cathlin y su capacidad de seguir en contacto con el equipo de cáncer cuyos miembros se volvieron nuestros amigos y también recordatorios del aspecto positivo de esos días oscuros. Ser el cuidador de mi esposa y mis hijos, que entonces eran tan jóvenes, me dio mi primer vistazo a convertirme en el hombre que siempre había esperado ser.
Pero, aunque mi esposa puede ver a su oncólogo y al personal de enfermería, yo tengo a Elie. Cada vez que me siento en su silla, nos preguntamos cómo estamos, lo cual, durante los primeros años, en su mayor parte implicaba que Elie me preguntaba cómo estaba Cathlin. Después, en una oportunidad cuando llamé para hacer mi cita anual, me dijeron que Elie no estaría ahí durante varios meses. La recepcionista no pudo decirme por qué. Pasaría otro año antes de que pudiera contarme su historia.
En junio de ese año, se enteró de que tenía mieloma múltiple, una enfermedad que entra al torrente sanguíneo y a la médula ósea. Después de la quimioterapia y tratamientos con célula madre, debía proteger su sistema inmune quedándose en aislamiento durante cuatro meses, incapaz de recorrer las calles o incluso abrazar a su esposa o a su hijo.
Me lo dijo el año siguiente mientras estaba sentado en su silla del salón de belleza, viéndolo por el espejo frente a mí. De nuevo estaba sano, recortando mi cabello y moviéndose con facilidad. Alrededor de nosotros, los clientes y sus estilistas seguían con sus propias conversaciones, el barullo de voces que se mezclan con los sonidos de tijeras y secadoras.
Los años se acumularon y, mientras crecían nuestros hijos, Elie y yo pasamos de las conversaciones acerca del prescolar a charlas sobre la primaria y la secundaria. Nos dejamos crecer la barba y la rasuramos. Mi cabello comenzó a adelgazarse, y me preocupaba quedarme calvo, menos por vanidad que por temor a perderme de mi sesión anual con Elie.
Llevé a Cathlin para que lo conociera y después a los niños. Cuando conoció a nuestra hija, cuyo apodo es Pepinillo, Elie extendió la mano y dijo: “Qué gusto conocerte. Soy Pepino”.
En febrero, cuando me senté en su silla, comenzamos a preguntar por la salud del otro. Le dije que Cathlin estaba genial pero, cuando le pregunté si él seguía bien, me respondió: “Bueno, definamos a qué nos referimos con ‘bien’”.
Elie me dijo que su cáncer había regresado, pero que los médicos lo estaban controlando con tratamientos de quimioterapia dos veces a la semana.
Volteé a verlo, incrédulo. Parecía tener la misma energía de siempre. “¿Cómo es que sigues trabajando?”, le pregunté. “Cuando Cathlin iba a sus quimioterapias, se quedaba en la cama durante días”.
“No siento los efectos”, me dijo. “Nunca los he sentido. Después de los tratamientos, voy a jugar volibol”.
Elie siguió hablando y cortando mi cabello en ese frío día de febrero, hablándome de los detalles de su enfermedad, que seguiría dentro de su cuerpo hasta que se descubrieran nuevos medicamentos. Solo podría tener un trasplante más de médula ósea, pero los médicos estaban esperando antes de usar la artillería pesada. Por ahora, lo que le funcionaba era la extraña combinación de la quimioterapia y el volibol.
“Suficiente de todo esto”, me dijo. “Hagamos sonreír a tu cabello”.
Y nos quedamos callados. Solo se escuchaba el ruido de las tijeras mientras lo veía desde la silla. Cathlin quizá tenía a su equipo de oncólogos, pero yo tengo a Elie, quien me recuerda esos días, tanto lo bueno como lo malo. Recuerdo haber empujado a mi esposa en una silla de ruedas por el hospital. Estaba calva, pálida y débil mientras la llevaba al elevador para que le hicieran una cirugía. La gente volteaba y casi podía escucharlos pensar: “Ahí va alguien que está en peor estado que yo”.
Sí, también era una época dorada, llena de miedo e incertidumbre, pero también de belleza, cuando las trivialidades se evaporaban para que solo quedara el amor.
Después de que ocurrió la pandemia, llamé a Elie por primera vez en nuestra larga amistad. Me aseguró que estaba bien y que podía seguir con su tratamiento de quimioterapia a través de una entrada independiente del hospital. Hablamos un poco más, y le conté que yo mismo me corté el cabello en el patio.
“Apuesto a que te ves guapo”, me dijo.
No es así, pero fue lindo escucharlo decir eso.