De verdad fue una fortuna que Ryan Babel mencionara primero la situación incómoda. Hace unos meses, un amigo lo alertó sobre la columna que escribí a finales del año pasado en la que sugerí que Babel, y no Lionel Messi ni Cristiano Ronaldo, tal vez debía ser considerado el jugador más importante de la década de 2010.
Babel lo leyó. La idea de que el advenimiento de las redes sociales fue el giro más significativo en la cultura del fútbol durante la última década hizo eco en él. Con mucha amabilidad, dijo que lo había disfrutado; de hecho, lo suficiente como para compartirlo en su cuenta de Twitter. He aquí el motivo de incomodidad: esto es algo de lo que debí haberme enterado, que me habría gustado saber.
Sin embargo, era algo que no supe porque Ryan Babel me bloqueó de Twitter hace años. Mientras nos poníamos de acuerdo en la hora para reunirnos por Zoom, vacilaba sobre si debía sacar el tema. Parte de mí se preguntaba si podría ser una manera graciosa de empezar una entrevista. Parte de mí estaba convencida de que sería desastroso.
¿Acaso me iba a pedir que le diera una explicación y yo iba a tener que admitir que no tenía ni idea de por qué me había bloqueado? ¿Parecería que mi herida no había sanado después de años? ¿Sería mejor revisar si había dicho algo realmente malo de él? ¿Le recordaría que, en algún momento, lo ofendí? ¿Lo pondría nervioso? ¿O simplemente cancelaría todo?
Cuando llegó el momento, le recordé que yo no iba a saber qué comparte en redes sociales —podría estar retuiteando muchos artículos míos sin que yo lo supiera— por la… situación. “Sí”, dijo con una sonrisa. “Alguien me comentó sobre eso”. No parecía enojado al respecto. Se veía bastante cómodo en su sofá. Así que le pregunté si se acordaba por qué.
Respondió que no, pero que recordaba que era “muy sensible a las críticas en esa época”. En aquel entonces, apenas estaba aprendiendo a usar Twitter como un medio. Había crecido con Myspace y Facebook, pero Twitter era diferente. Fue uno de los primeros jugadores en adoptarlo, pero rápidamente se dio cuenta de que tenía una “dinámica distinta”.
“Las otras [redes] seguían siendo bastante privadas, así que podías expresarte más”, agregó. “Y de repente llegas a una plataforma en la que estás expuesto a la prensa. Era totalmente nuevo”.
Babel mencionó que en aquellos primeros días cometió “errores”. Hay cosas —no las citó en específico, pero suponemos que una de ellas fue publicar una foto modificada de un árbitro con un uniforme del Manchester United y en consecuencia recibir una multa de 12.500 dólares— que haría de otra manera si pudiera regresar el tiempo o que habría hecho distinto si hubiera tenido a alguien a su lado, como lo tiene ahora, para aconsejarlo sobre su estrategia en redes sociales.
Lo impactante de hablar con Babel (una vez que dejamos atrás la incomodidad) es darse cuenta hasta qué grado esos primeros errores lo han definido ante los ojos del público del fútbol, así como la forma tan testaruda en que nos aferramos a nuestras primeras impresiones de un jugador como persona y lo determinados que nos mostramos a negarle a ese jugador el derecho a cambiar o la oportunidad de crecer.
No solo fueron las redes sociales. En su paso por el Liverpool, Babel también recibió críticas por su incipiente carrera musical: había sido un tecladista con el talento suficiente para tocar en una banda en festivales celebrados en su natal Ámsterdam. Desde joven lo habían acostumbrado a considerar el fútbol un “negocio”, así que encontró el placer en la música.
La idea de que estaba demasiado ocupado colaborando con raperos y tuiteando para dedicarse a su deporte nunca fue verdad en ningún sentido —a la mayoría de las personas se les concede el derecho de tener un trabajo y un interés externo—, pero se extendió. A esta idea se le otorgó un poder explicativo: el rendimiento de Babel flaqueó, no porque estuviera en un Liverpool en constante turbulencia, sino porque estaba distraído. Según Babel, ser un deportista implica que “tu vida la vivan otras personas”.
Después de cierto tiempo, las teorías promulgadas en el exterior tienen el hábito de asentarse en el fútbol. Se determinó que Babel no estaba aprovechando su talento al máximo, que estaba a la deriva. Bert van Marwijk, el entrenador de la selección nacional neerlandesa, le dijo que debía jugar todas las semanas para ser convocado. Estaba “desesperado” por moverse, así que dejó el Liverpool para irse al Hoffenheim de Alemania.
“No fue una decisión que haya tomado con el corazón”, comentó, sino para mantener a raya la presión externa. Jugó para el Hoffenheim cada semana, pero, aun así, Van Marwijk no lo convocó. Babel se cambió de nuevo, de regreso al Ajax, y luego se fue al club Kasimpasa de Turquía. “Tuve varios contratiempos en esos años”, admitió.
En 2015, cuando se mudó a los Emiratos Árabes Unidos para unirse al Al Ain, pareció confirmarse la idea de que estaba destinado a nunca consumar su potencial. “Fue una típica maniobra del fin de una carrera”, afirmó Babel.
Disfrutó la oportunidad de “experimentar otra cultura”, pero tiene la honestidad suficiente para admitir que sus razones fueron principalmente económicas. Si el fútbol lo trataba como un activo, entonces Babel lo iba a tratar como un negocio. “Decidí que iba a tomar las decisiones que me hicieran feliz”, señaló.
Para buena parte del mundo del fútbol, ahí fue donde terminó la historia de Ryan Babel. Incluso él sabe que mudarse al Golfo puede parecer la maniobra de un jugador que busca un último sueldo en un lugar soleado. A los ojos de muchos, Babel estaba acabado. Cuando dejó el Al Ain, en 2016, no pudo encontrar un nuevo club.
“Había estado en un lugar que la gente no consideraba un verdadero territorio de fútbol”, comentó. “Estaba muy nervioso de que fuera el fin de mi carrera”. Se vio reducido a entrenar con el segundo equipo del Ajax. Había sido un internacional neerlandés tan solo unos años antes. Tenía 29 años, la edad en la que debía estar en el mejor momento de su carrera, pero, a los ojos del fútbol, estaba acabado, había sido una promesa vacía, un muchacho perdido desde siempre.
Cuatro años más tarde, Babel sigue jugando. El Deportivo La Coruña lo rescató de la agencia libre y, unas pocas semanas después de pensar que su carrera había terminado, estaba enfrentando a Messi y Ronaldo. El Besiktas de Turquía lo incorporó a sus filas y le dio otra oportunidad en la Liga de Campeones. Pasó un tiempo en el Fulham y el Galatasaray, y ahora está de préstamo nuevamente con el Ajax. El año pasado, volvió a ganar su lugar en la selección neerlandesa. Ahora tiene 63 partidos como internacional.
Está viviendo un segundo verano. Un jugador que fue considerado un fracaso a los 27 años sigue vigente a los 33. Es imposible saber si ha fracasado o no en su intento por alcanzar su nivel máximo, pero su carrera, según casi cualquier estándar, ha sido larga y exitosa. Esos primeros errores parecen distantes ahora; tal vez no porque haya cambiado nuestra manera de ver a Babel —después de todo, el fútbol no permite que crezcan sus personajes—, sino porque ha cambiado la forma en que vemos el fútbol.
El desperdicio de un legado
Hay algo en la manera en que Riqui Puig se mueve que es inmediatamente familiar: cómo hace piques cortos y punzantes en dos o tres metros de espacio; cómo estira las palmas de las manos para pedir la pelota; cómo voltea la cabeza, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, para mirar todo el tiempo sobre su hombro, como un espía que busca perder a quien lo está siguiendo.
Puig ha conseguido la aprobación del Barcelona. Es demasiado pronto para asegurar qué tipo de carrera tendrá —tan solo tiene 20 años y solo ha jugado un puñado de veces en La Liga—, pero juega igual, con los mismos gestos, que sus predecesores inmediatos: Xavi Hernández y Andrés Iniesta. Podrá o no igualar sus éxitos, pero ha tenido la misma educación que esos grandes.
Claro está que este era el objetivo del Barcelona: ser una incansable línea de producción de futbolistas pícaros y creativos en masa, uno tras el otro, con los principios de Johan Cruyff y las ideas de Pep Guardiola pasando de generación en generación en un imperio interminable.
No es ninguna novedad sugerir que no se ha obtenido el resultado esperado. Para gran parte del mundo del fútbol, ha sido evidente que el sol lleva tiempo sin salir para el Barcelona; tan solo en esta temporada, hubo señales de eso en septiembre, enero, febrero y abril.
Sin embargo, ver jugar a Puig contra el Atlético de Madrid esta semana ilustró no solo hasta qué grado el Barcelona ha perdido el rumbo y despilfarrado su legado, sino también la vergüenza que esto le acarrea. Puig fue todo lo que debe ser un joven jugador del Barcelona: inteligente, atrevido y valiente, un optimista en un equipo de superestrellas que seguía pidiendo el balón mucho tiempo después de que el resto había perdido la esperanza.
No obstante, lo rodea un equipo que está desgastado y perdido. Un club en caos. Alguna vez, el Barcelona fue el mejor equipo y el mejor club del mundo. Fue perfecto: un modelo que pudo haber durado para siempre. Y, a pesar de ello, aquí está, a cinco años de distancia de su último título de Liga de Campeones, con la necesidad de volver a empezar desde cero.