No fue sorprendente cuando tres cuartos de la casa dieron positivo. Había doce personas en tres habitaciones, con un baño cuya puerta había que tocar frecuentemente y una cocina donde la hora de la cena comenzaba a las 5 de la tarde y se extendía hasta entrada la noche.
Karla Lorenzo, una inmigrante guatemalteca que limpiaba casas en San Francisco y Silicon Valley, vivía en la habitación grande al lado del camino de entrada a la casa. Grande es un término relativo cuando en una habitación hay cinco personas. Ella y su pareja, Abel, dormían en una cama tamaño queen pegada a la pared. Había una cuna para el bebé al pie de la cama, y, al lado, la litera de los niños más grandes. Los otros compañeros de la casa vivían de manera similar.
Cuando vives con muchas personas, como lo dijo Lorenzo, no puedes evitar a tus compañeros de casa. Los sonidos, los olores, los estados de ánimo: todos los enfrentan y entendían que, si a uno de ellos le daba coronavirus, el resto probablemente lo contraería.
Eso ocurrió en abril, y ahora todos en la casa se están recuperando. Abel, que prefiere ser identificado por su primer nombre debido a que su estatus migratorio es incierto, está en casa después de haber pasado tres semanas en el hospital, donde Lorenzo temía que muriera solo tratando de respirar. Y ella ya no está encerrada en el armario donde solía pasar sus días para evitar contagiar a los niños.
Ahora viene una segunda batalla: averiguar cómo pagar la renta. Abel regresó a su empleo en una tienda de suministros para el hogar, pero los trabajos de limpieza de casas de Lorenzo escasean, y una de las familias se mudó de la casa, por lo que aumentó la cuenta mensual a 850 dólares. “No sabemos cómo lo lograremos”, comentó.
Desde los primeros brotes hasta la destrucción económica que ha llegado después, la pandemia del coronavirus ha evidenciado el viejo problema de las viviendas asequibles en Estados Unidos y la enorme desigualdad subyacente. Para compensar el aumento de las rentas en un país donde uno de cada cuatro hogares de inquilinos gasta más de la mitad de sus ingresos, antes de impuestos, en concepto de vivienda, una gran multitud de trabajadores de servicio de bajo sueldo han optado por vivir en casas cada vez más hacinadas.
Viviendo en lugares repletos divididos mediante separadores con bisagras y sábanas clavadas a la pared, estos hogares —muchos de ellos de trabajadores de servicio y de empleados de tiendas minoristas que no pueden hacer su trabajo desde casa— eran muy susceptibles a la propagación del virus. Con un porcentaje de desempleo de dos dígitos que, según las proyecciones, continuará el año próximo, las familias se enfrentan a la pérdida de esas casas hacinadas que facilitan tanto la propagación de la enfermedad.
Para combatir el virus, se está animando a los estadounidenses de todos los estratos sociales a usar cubrebocas y mantener su distancia. Sin embargo, para las familias de bajos ingresos que viven amontonadas con el fin de que les alcance el dinero, el hogar conlleva sus propios riesgos.
Para estas familias, gran parte de la respuesta ha incluido el triaje de la escasez de viviendas asequibles, un problema de hace décadas. Las ciudades y los estados están rentando habitaciones de hotel para quienes normalmente viven en las calles. Hay remolques para confinar a las personas cuyos departamentos están demasiado llenos, por lo que no pueden aislarse. Por temor a una ola de carencia de viviendas, los gobiernos han tomado otras medidas como apoyos para rentas y prórrogas para los desalojos.
Combinado con los fondos federales de estímulo y los 600 dólares semanales de las prestaciones suplementarias por desempleo que acaban de expirar, estas medidas han evitado las predicciones lúgubres acerca del desplazamiento masivo. El Congreso está trabajando en otro paquete de emergencia, y los dueños de propiedades, así como los defensores de las viviendas asequibles, han ejercido presión a favor de los apoyos directos para las rentas.
Sin embargo, los desalojos han vuelto a incrementarse, y cuanto más continúe el malestar económico, más inseguridad de vivienda habrá. Algunos de los desalojados se volverán indigentes, pero, si el pasado sirve de ejemplo, es probable que la mayoría encuentre otro lugar adonde ir, y es probable que ese lugar esté hacinado, lo cual complicará las condiciones que facilitan tanto la propagación del virus.
“Tenemos clientes a quienes les cuesta trabajo elegir entre vivir en una casa hacinada o enfrentarse al desalojo por no poder pagar la renta”, dijo Nazanin Salehi, abogada de Community Legal Services, un grupo sin fines de lucro en East Palo Alto. “Sin importar qué decidan, el riesgo es más exposición al virus”.
Las dos caras de Silicon Valley
Si quienes visitan Silicon Valley se equivocan al dar un giro o toman la salida incorrecta en la autopista para llegar a algún complejo de oficinas podrían terminar en un vecindario como North Central de San Mateo, California. Ahí es donde vive Lorenzo, en una cuadra de casas despintadas en pequeños lotes, con entradas saturadas para los autos y vehículos estacionados de manera desorganizada en la acera. Esa escena es una de las facetas de la economía tecnológica.
Para gran parte de la península que se extiende al sur desde San Francisco, hay una brusca división económica. Las ciudades y los vecindarios del este —lugares como East Palo Alto, North Fair Oaks y la sección Belle Haven de Menlo Park— están más saturados y tienen un porcentaje mayor de residentes de bajos ingresos, negros y latinos, muchos de los cuales se han visto afectados por el virus de manera desproporcional. Las ciudades y los vecindarios del oeste, lugares como Hillsborough y Palo Alto, son más blancos y ricos.
La geografía es tan fundamental para la forma en que opera el lugar como la invención del microprocesador. Todos los días, multitudes de empleados, jardineros y trabajadores de cuidados para ancianos se despiertan en las zonas del este y se transportan a las casas de las zonas del oeste o los campus corporativos de las compañías tecnológicas para realizar trabajos de subcontratación. Y todas las noches regresan a sus casas hacinadas.
Lorenzo era una de esas personas. Emigró a Estados Unidos hace seis años desde Guatemala con sus dos hijos, escapando de una relación rota y con el sueño de empezar de nuevo. Ahora tiene una “green card”, una nueva pareja y un hijo de 2 años. Hasta que ocurrió la pandemia, ganaba casi 16 dólares la hora limpiando pisos y aspirando alfombras en casas del otro lado de la península.
Durante un tiempo, sus sueldos y los de Abel eran suficientes para tener su propio lugar pequeño: un estudio con una renta de 1600 dólares al mes que tenía una cama para ellos y un colchón compartido para los niños. Después la renta aumentó a 2100 dólares, y más tarde a 2650.
La pareja comenzó a buscar viviendas más baratas y compañeros de casa, una misión que se ha convertido en un ritual del área de la bahía de San Francisco. Desde la gran recesión, un porcentaje creciente de las personas que se mudan al área de la bahía, de todo tipo de hogares excepto los más pudientes, han pasado de casas con uno o dos adultos a otras con cuatro o más, según un estudio de investigadores de la Universidad Stanford y el Banco de la Reserva Federal de San Francisco.
Los investigadores definen el hacinamiento extremo como cualquier hogar que esté ocupado por más de una persona por cada habitación sin baño. Según esa medida, el hacinamiento ha aumentado en todo el país desde mediados de la década de 2000, y el problema es particularmente grave en California. Alrededor del 13,4 por ciento de las unidades de alquiler —más del doble del promedio nacional— se consideraban hacinadas en 2018, de acuerdo con la Oficina del Censo de Estados Unidos. Los condados de San Mateo y Santa Clara, que describen más o menos a Silicon Valley, tienen una de las concentraciones de multimillonarios más densas del mundo, así como algunas de las casas más superpobladas del país.
Después del estudio, Lorenzo encontró una habitación con un costo de 1250 dólares al mes en su vivienda actual, una casa azul de estuco en la parte trasera de un lote de dos unidades, con dibujos de gis en la entrada del auto y un patio de terracería atrás. Había once ocupantes después de que Lorenzo se mudó, y doce después de que nació su hijo menor.
Las casas hacinadas han sido una preocupación prácticamente desde que la salud pública ha sido un campo de estudio. Desde hace mucho, vivir con un grupo de compañeros de casa se ha asociado con la propagación más veloz de infecciones, el estrés inevitable, el sueño irregular y sus efectos secundarios, incluyendo presión sanguínea más alta y sistemas inmunes más débiles.
Sin embargo, estos problemas tardan años en desarrollarse. El coronavirus se propaga en cuestión de días. Con su avance rápido y furioso, el virus ha expuesto en semanas algo de lo que se han preocupado los médicos durante generaciones, comentó Margot Kushel, internista y directora de Benioff Homelessness and Housing Initiative en la Universidad de California, campus San Francisco. “La COVID se ha convertido en una historia de trabajadores esenciales que viven en lugares hacinados”, agregó.
Juegos en el clóset
Como es usual, la enfermedad comenzó con preocupación.
A mediados de abril, después de que se cerraron las escuelas y los niños fueron enviados a casa con tareas, Abel regresó de su trabajo con un reporte de que dos de sus colegas habían estado enfermos. Se duchó con una manguera de jardín y durmió en su auto esa noche. Pero ya era demasiado tarde.
Sus síntomas en un principio fueron leves antes de escalar a una fiebre de 40 grados Celsius y dificultad para respirar, por lo que Lorenzo lo llevó al hospital. El departamento de salud del condado, preocupado de que una casa hacinada acelerara la propagación del coronavirus ya confirmado, envió a un trabajador para hacerles pruebas a todos los habitantes de la casa, dijo Lorenzo. Ocho personas más —todos excepto sus hijos— también dieron positivo.
Lorenzo jamás sintió más que dolor de cabeza y dolor en la garganta, lo cual, en época normal, no habría evitado que fuera a trabajar. De pronto tuvo que aislarse en una casa donde todo era compartido.
Ella se acomodó en el clóset, pasó un cargador de celular debajo de la puerta y se sentó ahí de seis a ocho horas al día, jugando juegos de palabras en su móvil, llamando a familiares en Guatemala y a veces solo tomando siestas. Su hijo de 10 años se encargó de preparar la comida y cambiar pañales. Mientras tanto, Abel estaba en el hospital. Lorenzo no tenía idea de si estaba mejorando o empeorando, vivo o muerto.
“No tenía ninguna comunicación con él, así que me imaginaba todo tipo de cosas”, comentó.
Después de dos semanas, un trabajador de salud del condado regresó a hacer pruebas en la casa. Los hijos de Lorenzo dieron negativo otra vez, lo cual pareció tan poco probable, dado el hacinamiento, que el condado volvió a hacer las pruebas varias veces. Todas dieron negativo, comentó. Preocupados ante la posibilidad de que pronto se les acabara la suerte, el condado la mudó a ella y a sus hijos a un remolque de emergencia.
Vivieron ahí durante nueve días, y solo salió para recoger ensalada rancia y emparedados que habían dejado en una mesa exterior. Cuando finalmente se fueron a casa, Abel había regresado del hospital.
Luego pasaron varios días haciendo una limpieza profunda. Lorenzo, ya sana, se pregunta cuándo volverá el mundo a algo parecido a la normalidad. Sin embargo, se siente afortunada de que las cosas no sean peores, porque creyó que su pareja moriría. “Estamos tratando de lidiar con la situación e intentando dejarlo todo en el pasado”.
Hacinamiento o densidad
A principios del brote, Andrew Cuomo, gobernador de Nueva York, y algunos analistas culparon a la densidad poblacional de las viviendas y el transporte público por la propagación del virus. La prueba parecía tan intuitiva como el estatus de Nueva York como epicentro temprano. El aumento reciente de casos en las zonas metropolitanas más extensas del sur y el oeste ha socavado esa hipótesis, y algunos estudios nuevos sugieren que la densidad, el número de unidades de vivienda por hectárea, es menos importante que el hacinamiento, el número de personas por habitación.
Un informe muy citado era el del Centro Furman de la Universidad de Nueva York, que reveló que las infecciones eran mucho más intensas en los vecindarios de Queens con altos índices de hacinamiento, a diferencia de los vecindarios de Manhattan con densidad más alta pero menos personas por unidad. La relación entre el hacinamiento y la transmisión ha sido evidente desde entonces en los suburbios, la zona rural de Estados Unidos y las reservas de los nativos estadounidenses. Incluso hay evidencia de que los condados metropolitanos densos, aunque tienen cifras brutas más altas de infecciones, tienen un índice de mortalidad más bajo porque es más fácil llegar a un hospital.
El condado de San Mateo ha sido un epicentro importante, con un índice de casi 700 casos de coronavirus por cada 100.000 habitantes, casi la mitad del índice del estado. Aun así, los casos del condado se han concentrado en hogares de bajos ingresos, y la mayoría recientemente vienen de trabajadores de primera línea que “viven en hogares hacinados multigeneracionales”, según el funcionario de salud del condado.
En Chelsea, Massachusetts, que tenía uno de los peores brotes del país, hay una hipótesis convincente: los barrios menos hacinados pueden ayudar a controlar la propagación. En las mismas cuadras donde había edificios con muchos casos se encuentran 375 departamentos subsidiados que son propiedad de The Neighborhood Developers, una organización sin fines de lucro en materia de vivienda. La mayoría de los 968 arrendatarios son personas no caucásicas, tienen la misma mezcla de empleos de servicio de bajos salarios que sus vecinos y viven en edificios de varios pisos. No obstante, sus viviendas son subsidiadas y menos hacinadas, y, hasta ahora, más sanas.
The Neighborhood Developers ha tenido ocho casos reportados de coronavirus en Chelsea, o 826 por cada 100.000 habitantes, casi un décimo del índice de la comunidad circundante.
“No se trata del número de personas con las que te topas en la calle, sino de la cantidad de gente que ves cuando llegas a casa”, dijo Rafael Mares, director ejecutivo de The Neighborhood Developers.