Es un instinto básico de los médicos clínicos y los investigadores de enfermedades infecciosas buscar y recetar profilácticos o tratamientos que casi garanticen el beneficio de los pacientes que nos confían su salud. Con la COVID-19, este instinto puede ser contraproducente.
El nuevo coronavirus viaja con demasiada rapidez e impredecibilidad entre las poblaciones como para que esperemos enfrentarlo hasta haber ideado soluciones casi perfectas. La implementación generalizada de medidas preventivas, terapias y vacunas imperfectas puede ser la manera más rápida para controlar la crisis.
Incluso esas comunidades de Estados Unidos, a las que en este momento les está yendo relativamente bien en contra del virus, están peligrosamente cerca de un punto de inflexión: las tasas de infección y las muertes otra vez podrían dispararse de repente, como sucedió en varios estados este verano. Sin embargo, también hay otro punto de inflexión que tiene otra trayectoria.
Con un uso más amplio de estrategias preventivas y de tratamientos que pudieran ser incluso moderadamente efectivas, los casos de infección y las muertes podrían disminuir de manera sustancial en semanas. Así sería más seguro reabrir las escuelas y relajar las restricciones del distanciamiento físico.
Hay beneficios potenciales en el uso de las pruebas baratas de tiras de papel para detectar las infecciones de coronavirus, aunque sean menos precisas que las pruebas estándar de reacción en cadena de la polimerasa (PCR, por su sigla en inglés), las cuales pueden dar un resultado positivo para cantidades diminutas del virus o mucho tiempo después de que una persona haya dejado de ser infecciosa. Las pruebas de papel tienen un rápido tiempo de entrega; si se implementan de una forma generalizada y frecuente, podrían ser una herramienta eficaz de primera detección.
Y tenemos otra medida imperfecta y sencilla que ya ha salvado muchas vidas: la mascarilla.
Una mascarilla, en especial una hecha de tela, es un bloqueo primitivo en contra de virus respiratorios y en términos de eficacia tal vez palidezca en comparación con el condón, otro método de barrera para la prevención de enfermedades infecciosas. Medir la eficacia de una mascarilla a nivel individual es endiabladamente complicado, en particular en el mundo real, donde el uso es intermitente e imperfecto y donde la gente usa varios tipos de mascarillas.
Sin embargo, con base en modelos matemáticos, mi grupo de investigación reveló en una prepublicación (un artículo que todavía no está arbitrado) que, si una persona infectada usa una mascarilla que filtra tan solo el 50 por ciento del virus exhalado, la probabilidad de la transmisión del virus a alguien más disminuiría entre un 10 y un 60 por ciento (depende de la cantidad de virus que transporte la persona en ese momento). Cuando dos personas (una infectada y otra que no) usan mascarilla, la probabilidad de transmisión disminuye entre un 40 y un 80 por ciento.
De acuerdo con nuestro modelo, aunque las mascarillas no evitan que la gente se infecte, disminuye casi diez veces la cantidad de virus a la que ha estado expuesta y eso, a la vez, podría limitar la probabilidad del desarrollo de una forma grave de la COVID-19.
Cuando estos efectos se extienden a toda una población, el impacto total puede ser profundo y, cuando se implementan junto con otras medidas, podría ser la diferencia entre casos que se disparan de repente y la inhibición de un brote local. Debido a que los eventos superpropagadores parecen ser los motores de la pandemia, incluso podría haber grandes beneficios si la gente que no puede evitar situaciones que favorecen brotes de contagio —como pasar mucho tiempo en lugares llenos de gente y mal ventilados— mejora un poco el uso de las mascarillas.
Las mejoras marginales en la eficacia de las mascarillas también podrían reducir mucho la cantidad de nuevos casos. Se debería dirigir una inversión significativa al diseño de mascarillas que sean más cómodas y protejan mejor, y a su venta con un etiquetado que describa el nivel de protección así como la mejor manera de usarlas.
Asimismo, la implementación generalizada de una terapia que sea parcialmente eficaz podría dejar a Estados Unidos en una posición mucho más segura.
Uno de los verdaderos fracasos de nuestra respuesta frente a la pandemia ha sido el lento desarrollo de pruebas de antivirales, medicinas diseñadas para evitar que un virus infecte nuestras células o limitar los niveles peligrosos de inflamación. Hasta la fecha, a nivel mundial, tan solo una minoría diminuta de personas infectadas se ha inscrito a los ensayos clínicos, y muchas de ellas ya habían sufrido síntomas graves cuando lo hicieron.
En un importante estudio sobre el remdesivir, un fármaco que limita las enzimas que necesitan los virus para replicarse, el tratamiento redujo unos cuatro días la duración de los síntomas de COVID-19 en pacientes hospitalizados. Otro estudio sobre los efectos de la dexametasona, un esteroide común, mostró una ligera disminución en la letalidad. Sin embargo, de acuerdo con los estudios, con cualquiera de los dos fármacos, tan solo una de cada veinte personas que recibió el tratamiento se salvó de morir.
Esto no es sorprendente. Un caso grave de COVID-19 es parecido a un incendio forestal fuera de control. Se inflama buena parte del tejido vascular y pulmonar; el daño ocurre en varios órganos. Es más probable que el tratamiento tenga éxito si se inicia en las primeras etapas de la infección, cuando el incendio es pequeño y está localizado. Así sucede con virus como los de la influenza, el Ébola, el zoster y el VIH.
Si se inicia el tratamiento cuando aparecen los primeros síntomas de la COVID-19, no solo se evitarían muertes, sino también podría disminuir la tasa de hospitalizaciones, y esto aliviaría parte del peso que cargan los departamentos de urgencias y unidades de terapia intensiva.
En la actualidad, hay varios ensayos en marcha para investigar los primeros tratamientos para la COVID-19 con antivirales: fármacos readaptados que se usan comúnmente para otras enfermedades o anticuerpos para este coronavirus que han sido diseñados y producidos en masa. Sin embargo, no queda claro si estos estudios se pueden completar con la rapidez necesaria como para disminuir de manera significativa las tasas de hospitalizaciones o las muertes antes de que una vacuna se desarrolle y se distribuya de forma generalizada.
En parte, esto se debe a que los fármacos de prueba suelen ser evaluados con base en qué tanto disminuyen los casos de hospitalizaciones. Sin embargo, las tasas de hospitalizaciones tal vez no sean el único, ni el mejor, criterio de evaluación de los ensayos clínicos… no cuando el tiempo es apremiante. Las tasas de hospitalizaciones para pacientes de COVID-19 involucrados en los ensayos de los primeros tratamientos en Estados Unidos han tendido a estar por debajo de un cinco por ciento, esto quiere decir que un estudio que busca demostrar una diferencia estadísticamente significativa entre un fármaco y un placebo requiere la participación de más de 1000 personas.
Para evaluar los ensayos, se podrían establecer criterios de evaluación distintos de las bajas tasas de hospitalizaciones; uno de ellos podría ser determinar si ciertos fármacos reducen la duración de los síntomas en los pacientes. Estos criterios permitirían que los ensayos de menos de 100 participantes, por ejemplo, siguieran siendo rigurosos, pero fueran mucho más rápidos. Los estudios más pequeños y más veloces también promoverían la comparación entre un abanico más grande de medicinas prometedoras, siempre con la atención puesta en llevar fármacos eficaces al mercado lo más rápido posible.
El área más crucial donde la búsqueda de la perfección podría llegar a expensas del bien común es el desarrollo, la evaluación y la concesión de licencias de las vacunas.
Como sucede con las terapias antivirales, una vacuna no debería ser distribuida al público sin haber demostrado primero su seguridad y eficacia en ensayos clínicos aleatorizados, doble ciegos, controlados con placebos. Sin embargo, la cuestión, de nueva cuenta, es determinar cómo elegimos la definición de eficacia.
La Administración de Alimentos y Medicamentos suele aprobar las vacunas que tienen al menos un 50 por ciento de eficacia en la prevención de una enfermedad. No obstante, un porcentaje menor de eficacia en una vacuna podría reducir de manera significativa la cantidad de casos de infección por coronavirus y las muertes relacionadas con la COVID-19, si se lanzara con la velocidad necesaria y se administrara primero en la gente que tiene una mayor probabilidad de infectarse o de infectar a otras personas. Como se ha argüido, las vacunas no solo previenen una enfermedad, también pueden detener al patógeno que provoca su transmisión.
Los programas de inmunización masiva no solo benefician a la gente vacunada, sino también al resto de las personas, pues es menos probable que entren en contacto con una persona infectada. Por ejemplo, en Estados Unidos se ha demostrado que la inoculación generalizada de niños con una vacuna para las bacterias del neumococo, una causa común de la neumonía, detiene las muertes y las hospitalizaciones relacionadas con la enfermedad entre los adultos.
De manera similar, algunas de las personas en mayor riesgo de desarrollar casos graves de COVID-19 —de la tercera edad e inmunodeprimidas— quizá no respondan de manera adecuada a una vacuna., pero podrían estar protegidas si una proporción suficiente de la población total está inoculada con una.
Incluso una vacuna que no proteja de la COVID-19 podría ser de una utilidad enorme si provoca que los destinatarios porten menos cantidad de coronavirus y, por lo tanto, en teoría, sean menos contagiosos.
Cada vez hay más gente que está reconociendo los inmensos beneficios de introducir ensayos de baja sensibilidad, y una rápida y frecuente administración, como un mecanismo viable para, digamos, reabrir campus universitarios y ligas deportivas profesionales. Si durante los próximos seis meses también podemos obtener beneficios pequeños e iterativos con las mascarillas y las terapias y vacunas de una eficacia modesta, entonces tal vez podamos dejar atrás la peor parte de la pandemia. No obstante, para que eso suceda, debemos evitar la tentación de buscar soluciones perfectas.