Todavía no sabemos quién es el ganador de las elecciones presidenciales. Pero ya sabemos quién es el perdedor: Estados Unidos.
Acabamos de vivir cuatro años de la presidencia más divisiva y deshonesta en la historia de Estados Unidos, una que atacó los dos pilares de nuestra democracia: la verdad y la confianza. Donald Trump no ha pasado un solo día de su mandato tratando de ser el presidente de todo el pueblo y ha roto las reglas y destrozado las normas de una manera que ningún mandatario se ha atrevido; como anoche, cuando advirtió falsamente de un fraude electoral y convocó a la Corte Suprema a intervenir y detener la votación, como si tal cosa fuera remotamente posible.
“De hecho, nosotros ganamos esta elección”, declaró Trump al tiempo en que millones de boletas todavía faltaban de contar en Wisconsin, Michigan, Pensilvania, Georgia, Arizona y Nevada.
“Iremos a la Corte Suprema de Estados Unidos”, agregó Trump, sin explicar cómo ni con qué bases. “Queremos que detengan los votos”.
¿Queremos que detengan los votos? No se puede hacer esto.
Pero si Joe Biden gana —y es posible que no lo sepamos por varios días— puede ser solo por una pequeña fracción de votos en algunos estados clave. Aunque probablemente gane el voto popular, no habrá una victoria aplastante, ninguna mayoría abrumadora que le diga a Trump y a quienes lo rodean que ya es suficiente: vete y no vuelvas a traer ese tipo de política divisoria al país nunca más.
“Como sea que quede la votación final, ya quedó claro que la cantidad de estadounidenses que dicen ‘ya es suficiente’ no fue suficiente”, dijo Dov Seidman, experto en liderazgo y autor del libro How: Why How We Do Anything Means Everything.
“No hubo una ola política azul”, agregó, refiriéndose al color asignado al Partido Demócrata. “Pero, lo que es más importante, no hubo una ola moral. No hubo un rechazo generalizado del tipo de liderazgo que nos divide, especialmente durante una pandemia”.
Somos un país con diversas fracturas compuestas, por lo que ya no podemos optar por hacer algo ambicioso —como poner a un hombre en la Luna—, porque las misiones ambiciosas deben hacerse juntos. Ni siquiera podemos unirnos en usar mascarillas durante una pandemia, pese a que los expertos de salud nos han dicho que hacerlo salvaría vidas. Sería tan simple, fácil y patriótico decir: “Yo te protejo y tú me proteges”. Y, sin embargo, no podemos hacerlo.
Esta elección, en todo caso, resaltó nuestras fracturas. El presidente se presentó como el líder de la cada vez menor mayoría blanca de Estados Unidos. A pesar de su comportamiento nocivo en el cargo, es imposible explicar el respaldo continuo que ha mantenido sin señalar dos cifras:
La Oficina del Censo de Estados Unidos estima que, para mediados de este año, las personas no blancas conformarán la mayoría de los 74 millones de niños del país. Al mismo tiempo, se proyecta que en algún momento de la década de 2040, las personas blancas serán el 49 por ciento de la población estadounidense, mientras que las personas latinas, negras, asiáticas y las poblaciones multirraciales constituirán el 51 por ciento.
Sin duda hay malestar, e incluso resistencia, entre muchas personas blancas, en particular hombres de clase trabajadora sin título universitario, al hecho de que nuestra nación se mantiene en un proceso estable de convertirse en un país “con minoría blanca”. Ellos ven a Trump como un baluarte contra las implicaciones sociales, culturales y económicas de esa realidad.
Lo que muchos demócratas ven como una tendencia positiva —un país que se concientiza sobre el racismo estructural y que aprende a aceptar y celebrar la creciente diversidad—, muchas personas blancas lo perciben como una amenaza cultural esencial.
Y eso está impulsando otra tendencia letal que esta contienda reforzó.
“Muchos senadores y representantes republicanos —como Lindsey Graham por Carolina del Sur y John Cornyn por Texas— ganaron sus elecciones al abrazar a Trump”, dijo Gautam Mukunda, autor de Indispensable: When Leaders Really Matter. “Eso significa que el trumpismo es el futuro del Partido Republicano [GOP]. Lo que es peculiar del trumpismo es que ni siquiera intenta obtener el apoyo de la mayoría de los estadounidenses. Por lo tanto, el GOP continuará con la estrategia de usar todas las formas legales, aunque profundamente dañinas para la democracia, de controlar el poder a pesar de que la mayoría de los estadounidenses voten en contra. Un ejemplo es la forma en que acaban de introducir a dos jueces en la Corte Suprema”.
Esto quiere decir que las tensiones que existen sobre el sistema de gobierno estadounidense van a seguir aumentando, agregó Mukunda, porque, en nuestro anticuado sistema electoral, los republicanos pueden en teoría controlar tanto la Casa Blanca y el Senado a pesar de los deseos de una gran mayoría del pueblo estadounidense. “Ningún sistema puede sobrevivir a ese tipo de presión”, dijo. “Se quebrará en algún momento”.
Incluso si gana Biden, no hay señales que sugieran que los republicanos quieran repensar esta estrategia política que perfeccionaron con Trump.
Pero los demócratas también tienen mucho que repensar, advierte Michael Sandel, profesor de Harvard y autor de The Tyranny of Merit: What’s Become of the Common Good.
“Aunque Joe Biden destacó sus simpatías y raíces en la clase trabajadora”, me dijo Sandel, “el Partido Demócrata sigue estando más identificado con las élites profesionales y los votantes con educación universitaria que con los votantes trabajadores que alguna vez formaron su base”. Incluso un episodio tan trascendental como una pandemia, en el que Trump fracasó, no cambió esta situación. Los demócratas deben preguntarse: ¿Por qué tantos trabajadores apoyan a un plutócrata populista cuyas políticas casi no los ayudan? Los demócratas deben poner atención a la sensación de humillación que sienten las personas de la clase trabajadora que consideran que la economía los ha perjudicado y que las élites con títulos los menosprecian”.
Una vez más, aunque Biden logró pequeños avances con los votantes de la clase trabajadora, no parece haber un cambio sustancial. Tal vez porque muchos votantes de clase trabajadora de Trump no solo se sienten menospreciados, sino que también resienten lo que ven como censura cultural de las élites liberales que se gradúan de las universidades.
“Trump es, para bien o para mal, el principal símbolo de resistencia a la marea cultural abrumadora que se ha extendido por los medios, la academia, las empresas estadounidenses, Hollywood, el deporte profesional, las grandes organizaciones y casi todo lo que hay en el medio”, escribió Rich Lowry, editor de la revista National Review, en un ensayo publicado el 26 de octubre.
“Dicho de manera directa”, continua Lowry, “para mucha gente, él es la única señal que tienen a la mano para quejarse de las personas que, asumen, tienen el dominio en la cultura estadounidense. Puede que no sea una muy buena razón para votar por un presidente, y no justifica la pésima conducta y mala gestión de Trump”.
Esta elección revela que esa postura sigue vigente entre los votantes de Trump.
Confieso que las conversaciones más difíciles que tuve anoche fueron con mis hijas. Tengo muchas ganas de decirles que todo va a estar bien, que hemos pasado por malos momentos como país antes. Y espero que esta vez sea así: que quien gane estas elecciones llegue a la conclusión correcta, que no podemos seguir destrozándonos unos a otros de esta manera.
Pero, con toda honestidad, no podía decirles eso con seguridad. Estoy seguro de que, como dice la expresión, “los mejores ángeles de nuestra naturaleza” todavía existen, pero nuestra política y nuestro sistema político ahora mismo no los están inspirando a salir en la cantidad y velocidad que necesitamos con urgencia.
Thomas L. Friedman es columnista de Opinión. Se incorporó al periódico en 1981 y ha ganado tres premios Pulitzer. Es autor de siete libros, incluido From Beirut to Jerusalem, que ganó el National Book Award. @tomfriedman | Facebook