MOSCÚ — Cuando el gobernante autócrata de Bielorrusia declaró una victoria aplastante e inverosímil en las elecciones de agosto e hizo que le tomaran protesta para un sexto mandato como presidente, Estados Unidos y otras naciones occidentales denunciaron lo que consideraron un descarado desafío a la voluntad del electorado.
El mes pasado, el secretario de Estado estadounidense Mike Pompeo declaró que la victoria del presidente Alexander Lukashenko fue un “fraude”. “Nos oponemos al hecho de que se haya tomado protesta a sí mismo. Sabemos lo que el pueblo de Bielorrusia quiere. Quiere algo diferente”, agregó.
Apenas un mes después, el jefe de Pompeo, el presidente Donald Trump, está copiando las estrategias del manual de Lukashenko y se ha unido al club de líderes hostiles que, sin importar lo que hayan decidido los electores, se declaran ganadores de las elecciones.
Entre sus miembros, ese club tiene a muchos más dictadores, tiranos y potentados que líderes de lo que solía conocerse como el “mundo libre”; países encabezados por Estados Unidos que, durante décadas, han dado lecciones a otros sobre la necesidad de celebrar elecciones y respetar el resultado.
El paralelismo no es exacto. Trump participó en una elección democrática libre y justa. La mayoría de los autócratas desafían a los votantes incluso antes de votar, ya que excluyen a los rivales verdaderos de la votación e inundan las ondas hertzianas con una cobertura unilateral.
Pero cuando las votaciones presentan una competencia verdadera y el resultado va en su contra, a menudo ignoran el resultado y claman que es trabajo de traidores, criminales y saboteadores extranjeros y, por lo tanto, es inválido. Al negarse a aceptar los resultados de la elección de la semana pasada y trabajar para deslegitimar el voto, Trump está siguiendo una estrategia similar.
Hay pocos indicios de que Trump pueda doblegar las leyes e instituciones que se aseguran de que el veredicto de los votantes estadounidenses se imponga. El país tiene una prensa libre, un poder judicial fuerte e independiente, funcionarios electorales dedicados a un recuento honesto de los votos y una fuerte oposición política, ninguna de las cuales existe en Bielorrusia o Rusia.
Sin embargo, Estados Unidos nunca antes ha tenido que obligar al presidente en funciones a conceder una derrota justa en las urnas. Y con solo plantear la posibilidad de tener que obligársele a abandonar el cargo, Trump ha echado por tierra la sólida tradición democrática de una transición sin tropiezos.
El daño ya hecho por la inflexibilidad de Trump podría ser duradero. Ivan Krastev, experto en Europa central y del Este del Instituto de Ciencias Humanas de Viena, dijo que la negativa de Trump a aceptar su derrota “crearía un nuevo modelo” para populistas de ideas afines en Europa y otros lugares.
“Cuando Trump ganó en 2016, la lección fue que podían confiar en la democracia. Ahora no confiarán en la democracia y harán cualquier cosa para permanecer en el poder”, dijo. En lo que denominó “el escenario Lukashenko”, los líderes seguirán queriendo celebrar elecciones, pero “nunca perderán”. Desde hace décadas, el presidente ruso, Vladimir Putin, ha estado haciéndolo.
Entre las tácticas antidemocráticas que Trump ha adoptado se encuentran algunas comúnmente empleadas por gobernantes como Robert Mugabe de Zimbabue, Nicolás Maduro de Venezuela y Slobodan Milosevic de Serbia: negarse a aceptar la derrota y lanzar acusaciones infundadas de fraude electoral. Las tácticas también incluyen el debilitamiento de la confianza en las instituciones democráticas y los tribunales, el ataque a la prensa y el vilipendio de sus opositores.
Al igual que Trump, esos gobernantes temían que aceptar la derrota los expondría a ser procesados una vez que dejaran el cargo. Trump no tiene que preocuparse por ser acusado de crímenes de guerra o genocidio, como Milosevic, pero se enfrenta a una maraña de problemas en los tribunales.
Michael McFaul, el embajador de Estados Unidos en Rusia durante el gobierno de Barack Obama y crítico frecuente de Trump, describió la “negativa del presidente a aceptar los resultados de las elecciones” como “su regalo de despedida para los autócratas de todo el mundo”.
En 1946, el Partido de la Unidad Socialista, un grupo comunista en las tierras orientales de Alemania, entonces controladas por los soviéticos, escribió un primer borrador del manual de estrategias utilizado por aquellos gobernantes que nunca admiten su derrota. El partido, conocido como el SED, que perdió en las primeras elecciones alemanas después de la Segunda Guerra Mundial, recibió su derrota con un audaz titular en su periódico: “¡Gran victoria para el SED!”, y gobernó Alemania Oriental durante los siguientes 45 años.
Nunca más se arriesgó a celebrar otra elección competitiva.
El hecho de que Estados Unidos haya caído en tan mala compañía ha provocado consternación y burla no solo entre los enemigos políticos de Trump, sino también entre los ciudadanos de países acostumbrados desde hace tiempo a tener líderes que se quedan más de lo debido.
Después de décadas de “predicar la democracia a todos los demás”, dijo Patrick Gathara, caricaturista y comentarista político de Kenia, Estados Unidos ha quedado expuesto como “bebedor de vino y predicador de agua”.
La negativa de Trump a aceptar el resultado de las elecciones ha hecho eco de manera especial en América Latina.
Trump utilizó casi todas las herramientas de su arsenal de política exterior contra el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, quien fabricó una victoria en las elecciones de mayo de 2018 mediante el fraude, a pesar de su profunda impopularidad y una calamitosa crisis económica.
La mayoría de las naciones occidentales y latinoamericanas denunciaron que la votación no había sido libre ni justa y Estados Unidos se apresuró a imponer nuevas sanciones. Para castigar a Maduro, Trump prohibió las transacciones de bonos venezolanos e impuso sanciones paralizantes al petróleo venezolano.
Y en enero de 2019, Trump reconoció al principal líder de la oposición y presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, Juan Guaidó, como el gobernante legítimo del país, otro gran golpe para Maduro. En los días siguientes, decenas de aliados europeos y latinoamericanos siguieron el ejemplo de Estados Unidos.
Trump condenó la “usurpación del poder” de Maduro y dijo que todas las opciones, incluida la intervención militar, estaban sobre la mesa para remover del cargo a Maduro e instalar a Guaidó en la presidencia.
En septiembre pasado, el gobierno de Trump impuso sanciones adicionales contra lo que llamó “los intentos del régimen de Maduro de corromper las elecciones democráticas en Venezuela”.
Ahora Trump también se niega a aceptar los resultados de las elecciones.
Temir Porras, un exministro del gobierno venezolano que desde entonces abandonó el partido de Maduro, dijo que la negativa de Trump a reconocer el voto estadounidense “deslegitima” el papel de Estados Unidos como árbitro internacional de la democracia.
“El argumento de ‘superioridad moral’ que esgrimía Estados Unidos sin duda se ve afectado por el comportamiento de Trump”, afirmó.
Geoff Ramsey, director para Venezuela de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos, un grupo de investigación con sede en Washington, comentó: “¿Cómo espera el gobierno de Estados Unidos hacer un llamado para que se celebren elecciones libres y justas en Venezuela cuando nuestro propio presidente no reconoce los resultados de un proceso electoral limpio en nuestro propio país? Es un regalo de propaganda para Maduro y todos los demás autócratas del mundo y les garantizo que están disfrutando cada minuto de esto”.
Sin duda, Maduro no ha perdido la oportunidad de regodearse. “Donald Trump, aquí no perdemos las elecciones porque somos la verdad”, declaró un Maduro optimista en un discurso nacional el martes.