POR QUÉ NO SENTIREMOS QUE LAS COSAS ESTÁN BIEN DURANTE MUCHO TIEMPO.
La victoria de 2016 de Donald Trump nunca les dio a sus seguidores el poder cultural que esperaban. Todo lo contrario, motivó a muchas instituciones culturales —desde las profesionales hasta las deportivas y Hollywood— a oponerse a Trump y a su proyecto político con mayor fervor.
La reacción ayudó a alimentar una suerte de retahíla interminable de quejas: llegamos al poder porque éramos una mayoría ignorada, odiada y silenciosa. Pero, cuando llegamos al poder, nuestros opositores nos odiaron y nos trataron de manera injusta. A consecuencia de ese trato perdimos nuestro poder y esa es la prueba de que el sistema está amañado en nuestra contra. Nos hemos convertido de nuevo en la mayoría ignorada y silenciosa.
Ese recuento de las cosas tiene bastantes omisiones. Lo que es más, omite el poder político que la derecha ostenta y acumula en los tribunales y mediante ventajas estructurales en instituciones como el Colegio Electoral y el Senado. Sin embargo, el sentimiento de amenaza es fundamental para la identidad propia de la derecha moderna. También cabe mencionar que los conservadores dicen reconocer esta misma dinámica en la izquierda.
“Ambos bandos sienten que están perdiendo un aspecto crucial del conflicto cultural estadounidense”, me dijo David French, editor sénior de la publicación conservadoraThe Dispatch. “Tanto para los conservadores como para los progresistas, la guerra cultural luce como si un lado estuviera derrotando al otro. Cada lado da por sentadas sus ventajas naturales. Pero las pérdidas, de cualquier tipo, se consideran existenciales”, agregó.
Es el círculo vicioso de la guerra cultural. No es un reflejo de la realidad, sino una percepción distorsionada de esta, una corazonada que aviva el conflicto.
“Por cada acción o reacción política parece haber una acción, reacción o alharaca política opuesta e idéntica”, comentó French. “La situación se agrava. Cada bando instiga al otro de manera profunda”.
Por ejemplo, a mediados de noviembre, mientras Trump se negaba de manera insistente a aceptar los resultados electorales, el conductor de Fox News Howard Kurtz publicó un tuit destinado al salón de la fama de “ambos bandos”.
Resulta ridículo que Kurtz combine el vago poder de la cultura pop (televisión diurna) con el poder político duro (un ejecutivo que presiona al gobierno federal para que ignore la voluntad democrática de su pueblo).
No obstante, la falsa equivalencia es un fragmento revelador de la racionalización que ayuda a explicar el ciclo de quejas del Partido Republicano y su compromiso con una guerra cultural incesante. Es una pulcra encapsulación de una faceta del modo de pensar trumpista, que concluye que el poder político (que los seguidores de Trump han esgrimido durante casi cuatro años) nunca será suficiente si no sienten además que tienen un poder cultural dominante.
Los medios trumpistas fraguaron una realidad alternativa y he pasado los últimos cuatro años topándome con ella. Con cada ciclo noticioso, se amplía la distancia entre los medios más tradicionales y sus homólogos que están a favor de Trump. En los medios que lo apoyan no se dijo nada sobre las denuncias de corrupción ampliamente investigadas en la Casa Blanca de Trump, mientras que las pequeñas escaramuzas de la guerra cultural se mantuvieron en sus titulares durante días (¿recuerdan cuando los seguidores de Sean Hannity destruyeron públicamente sus cafeteras Keurig después de que su fabricante dejara de anunciarse en su programa en 2017?).
Muchos de los más grandes motivos de indignación en el ecosistema de medios de Trump durante los últimos cuatro años han estado relacionados con las instituciones culturales. El Hollywood liberal es un blanco favorito, uno anterior a Trump. En los deportes, muchos guerreros culturales de la derecha boicotearon a la NFL después de la protesta de Colin Kaepernick en la que puso una rodilla en el suelo. Los conservadores también se han deleitado con los índices de audiencia más bajos de lo habitual de las eliminatorias de la NBA de este año, lo cual les confirma que la liga ha pasado demasiado tiempo centrada en cuestiones de justicia social (los índices de audiencia han disminuido para todos los deportes en vivo en 2020).
Luego están “los medios”, que se podría decir que es la institución en la que más piensan el presidente y sus seguidores. La fijación de la derecha con un cierto segmento de la prensa no es nada nuevo e ignora a la vasta audiencia de los programas de radio conservadores, la red de Sinclair de estaciones de televisión local, los altísimos índices de audiencia de Fox News en horario estelar y el dominio en Facebook de los contenidos conservadores.
Sin embargo, la decisión de Trump de declarar que los periodistas que no eran suficientemente serviles eran “los enemigos del pueblo” aumentó considerablemente el riesgo. Se trata de una táctica que reúne a las bases, pero que además tiene otra finalidad: “Lo hago para desacreditarlos y degradarlos a todos ustedes para que cuando escriban noticias negativas sobre mí nadie les crea”, recordó Lesley Stahl de “60 Minutes” que Trump le dijo en 2016.
Los medios siempre han sido la obsesión de Trump porque el poder cultural que tienen es el único poder que ha conocido a lo largo de su carrera. Solía revivir e inflar su reputación mediante la telerrealidad y al final aprendió cómo secuestrar y programar a la prensa. El poder político, del tipo que se le otorgó el 20 de enero de 2017, siempre le ha sido ajeno, ya que requiere virtudes que se le escapan como la paciencia, la empatía y la curiosidad.
El caché cultural de Trump fue un activo fundamental en su sorpresiva contienda y victoria de 2016. Su sola presencia en la política republicana les sugirió a los conservadores que podría ser capaz de otorgarle al partido el tipo de poder trascendental que le hacía falta.
Nada demuestra mejor esto que un mitin de Trump, un evento que es una experiencia cultural a la par de un evento deportivo, un concierto o un renacimiento religioso que congrega a multitudes. En todos los mítines de Trump a los que asistí previo a las elecciones de 2016, sus seguidores describían la misma sensación electrizante: que alguien que encarnaba (o, de manera más precisa, complacía) sus valores culturales ascendería al poder.
Buena parte del proyecto mediático trumpista fue un intento de aprovechar ese sentimiento. Poco después de que Trump resultó electo, los comentaristas de los medios afines a él difundieron las consignas “el conservadurismo es la nueva contracultura” y “el conservadurismo es el nuevo rock punk”. No obstante, los medios trumpistas no crearon una contracultura, sino más bien una peligrosa contrarrealidad, una que incita a las organizaciones mediáticas dominantes a resistir con mayor fuerza para exponer las mentiras.
En 2017, escribí que este ecosistema cibernético “convertía la política en un registro con un recuento continuo, en el que cada ultraje, tropiezo y línea hipócrita se sumaba a los ultrajes anteriores” y en el que todos los sucesos noticiosos se convertían en “evidencia susceptible de ser manipulada para hacerla encajar en el discurso de cada bando, que aumentaba en intensidad, hasta llegar a una conclusión imprevisible, pero de alguna manera inevitable”.
Hace tres años, habría sido más fácil imaginar que las elecciones de 2020 podrían haber ofrecido un desenlace, o, al menos, haber servido como válvula para liberar un poco de tensión. Pero lo que parece obvio en este momento es que el círculo vicioso de la guerra cultural pone en duda las conclusiones. Esta guerra es autosuficiente y también potencialmente lucrativa, basta preguntarle a Newsmax y One America News, cuyo modelo de negocios después de Trump parece ser complacer todas las fantasías conspirativas del presidente y alimentar el círculo vicioso.
No hay una salida fácil. Para romper el ciclo, un bando tendría que sentir que ganó o perdió de manera definitiva. Sin embargo, el efecto máximo del círculo vicioso de la guerra cultural es que distorsiona la realidad. Cada bando cree que gana y pierde al mismo tiempo.