WASHINGTON — En el transcurso de la semana pasada, el presidente Donald Trump publicó o volvió a publicar alrededor de 145 mensajes en Twitter arremetiendo contra los resultados de las elecciones que perdió. Mencionó que la pandemia del coronavirus ahora está cuadruplicando su peor momento, y aun eso solo lo hizo para afirmar que él estaba en lo correcto sobre el brote y que los expertos estaban equivocados.
Malhumorado y, según sus asesores, en ocasiones deprimido, el presidente casi no se presenta a trabajar y no se ocupa de las crisis sanitaria y económica que enlutan al país y en gran parte elimina de su agenda pública las reuniones que no tienen que ver con su desesperado intento de modificar los resultados de las elecciones. Se ha obsesionado con recompensar a sus amigos, deshacerse de las personas desleales y castigar a una lista cada vez más larga de supuestos enemigos que ahora incluyen a gobernadores republicanos, a su propio fiscal general e incluso a Fox News.
Los últimos días de la presidencia de Trump han tenido los elementos tormentosos de un drama más parecido a la historia o a la literatura que a una Casa Blanca moderna. Su ira y su rechazo ajeno a la realidad a reconocer su derrota evocan las imágenes de un cacique asediado en algún lugar remoto que de manera desafiante se aferra al poder en vez de exiliarse, o de un errático monarca inglés que impone su versión de la realidad a su atemorizada corte.
Además, aunque dejará el cargo en 45 días, tal vez estas últimas semanas sean solo el presagio de cómo será después de su partida. Es casi seguro que Trump intente darle forma al diálogo nacional desde su residencia en Mar-a-Lago, en Florida, y su obstinada campaña para deslegitimar las elecciones podría debilitar a su sucesor, el presidente electo Joe Biden. Pese a que a muchos republicanos les gustaría pasar la página, parece que él está decidido a obligarlos a seguir esclavizados a su necesidad de justificarse y vilipendiar, incluso después de que termine su mandato.
El sábado en la noche, Trump llevó su espectáculo de telerrealidad irreal a Georgia en su primera aparición pública importante desde el 3 de noviembre. Un mitin en apoyo a dos senadores republicanos para una segunda vuelta el mes entrante le brindó una oportunidad de gran repercusión mediática para exponer sus quejas y reforzar sus falsas aseveraciones de que, gracias a una enorme conspiración, de alguna manera le robaron un segundo mandato.
“Ustedes saben que ganamos Georgia, así que lo entienden”, les dijo a sus partidarios de un estado que perdió por 12.000 votos, y añadió que en realidad ganó otros estados donde, de hecho, también perdió. “Hicieron trampa y manipularon nuestras elecciones presidenciales, pero de todas maneras las ganaremos”, afirmó mientras presionaba a las autoridades estatales republicanas a anular los resultados. “Solo necesitamos a alguien que tenga el valor de hacer lo que tiene que hacer”.
En ocasiones, los exabruptos de Trump por no aceptar su destino parecen salidos directamente de una historia escrita por William Shakespeare, parte tragedia, parte farsa, llena de mucho ruido y pocas nueces. ¿Acaso Trump es un Julio César moderno, traicionado incluso por algunos de sus cortesanos más cercanos? (¿Y tú, Bill Barr?) ¿O un Ricardo III que enfrenta a la nobleza hasta que es derrocado por Enrique VII? ¿O el rey Lear, que está en contra de quienes no lo quieren ni valoran lo suficiente? Sentirás entonces cómo no hay mordedura de venenosa serpiente que pueda herir como la ingratitud de un electorado ingrato.
“Este es un comportamiento típico del quinto acto”, señaló Jeffrey Wilson, un estudioso de Shakespeare de la Universidad de Harvard quien este año publicó el libro “Shakespeare and Trump”. “Se están reuniendo las tropas, el tirano está refugiado en su castillo, cada vez está más angustiado, se siente inseguro, comienza a fanfarronear sobre su soberanía legítima y empieza a acusar de traición a sus opositores”.
A diferencia de cualquiera de sus predecesores contemporáneos, Trump no ha llamado a su oponente victorioso, mucho menos lo ha invitado a la Casa Blanca para la tradicional visita posterior a las elecciones. Trump ha dicho que tal vez no asista a la toma de posesión de Biden, lo que lo convertiría en el primer presidente en funciones desde 1869 en negarse a participar en el ritual más importante de la transferencia pacífica del poder.
Ha sido respaldado por dirigentes republicanos que no están dispuestos a enfrentarse a él, aun cuando, de manera privada, muchos desean que se vaya más temprano que tarde. Luego de ser llamados la “imagen de la cobardía” por un aliado del presidente, el viernes, 75 legisladores estatales republicanos de Pensilvania desconocieron su propia elección y exhortaron al Congreso a descartar a los electores estatales que votaron por Biden. Solo 27 de los 249 miembros republicanos del Congreso encuestados por The Washington Post reconocieron públicamente la victoria de Biden. El sábado, Trump los tachó de republicanos solo de nombre (RINOS, por su sigla en inglés).
“En verdad les ha prestado atención a las bases”, señaló Christopher Ruddy, amigo del presidente y director ejecutivo de Newsmax, parte del megáfono de medios noticiosos conservadores que ha intensificado las acusaciones de Trump. “Lo eligieron y, en la opinión del presidente, lo eligieron una segunda vez. Además, están muy en favor de que se haga un recuento y quieren que él continúe. En su concepto, no solo lo está haciendo por él, sino por sus partidarios y por el país. Está llevando a cabo una misión y no lo harán titubear tan fácilmente”.
El contenido en Twitter de Trump es un torrente de rechazos. “DE NINGUNA MANERA PERDIMOS LAS ELECCIONES”, escribió en algún momento en los últimos días. “¡Ganamos Míchigan por mucho!”, escribió en otro momento sobre un estado que perdió por más de 154.000 votos. Volvió a publicar un mensaje que buscaba deslegitimar a Biden: “Si toma posesión bajo estas circunstancias, no se le podrá llamar ‘presidente’, sino #ocupantedelapresidencia”.
Además, enojado de que los dirigentes republicanos se han negado a aceptar sus infundadas aseveraciones y han anulado la voluntad de los electores, se ha vuelto contra su propio partido. El sábado, poco antes de llegar a Georgia, Trump llamó al gobernador Brian Kemp para presionarlo a que convocara una sesión legislativa especial para eliminar los resultados ahí, y luego en el mitin arremetió en su contra por haberlo desairado. “Su gobernador podría detener esto con mucha facilidad si supiera qué diablos está haciendo”, afirmó Trump. También tuiteó que Kemp y el gobernador de Arizona, Doug Ducey, otro fiel republicano, “pelean contra nosotros con más fiereza que los demócratas radicales de la izquierda”.
No obstante, aunque el presidente exija desesperadamente que alguien, quien sea, le diga que tiene razón, no lo ha hecho nadie con autoridad, excepto sus familiares, abogados pagados y sus almas gemelas partidistas. Las elecciones han sido certificadas y aceptadas no solo por los demócratas sino también por los principales gobernadores republicanos, secretarios de Estado, autoridades electorales, secretarios municipales, jueces e incluso funcionarios del gobierno de Trump.
Luego de que su propio zar de seguridad cibernética avaló la integridad de las elecciones, Trump lo despidió. Ahora que el fiscal general William Barr ha dicho que no advirtió ningún fraude que anule las elecciones, él podría ser el próximo.
El video de Trump estaba tan alejado de los hechos que tanto Facebook como Twitter agregaron avisos de advertencia para que los usuarios no creyeran que era verdad lo que el presidente de Estados Unidos les decía. Lo cual explica por qué el único tema que mereció el interés de Trump durante la semana pasada, además de las elecciones, fue el presupuesto anual para la defensa que prometió vetar porque el Congreso no eliminó una protección jurídica para las grandes empresas de tecnología, como él lo ha exigido.
En cambio, manifestó poco interés por el coronavirus que ahora está asolando al país o por la devastación económica resultante. En vez de “doblar la esquina”, como volvió a insistir Trump la noche del sábado de la semana pasada, la pandemia alcanzó una cifra récord de cerca de 3000 decesos diarios en Estados Unidos, casi el equivalente a otro ataque del 11 de septiembre cada 24 horas.
Trump no hizo ningún comentario sobre eso en sus peroratas de Twitter, ni tampoco sobre los últimos informes de empleos que documentan el costo económico. Los únicos cuatro tuits que mencionan el virus fueron para defender su propio manejo de la pandemia, que incluían mensajes vueltos a publicar que afirman que “El presidente TENÍA RAZÓN”.
A seis semanas de que deje el cargo, Trump sigue siendo tan impredecible y errático como siempre. Podría despedir a Barr y a otras personas, otorgar una serie de indultos para proteger a sus aliados y a él mismo o incitar una confrontación en el extranjero. Al igual que el rey Lear, podría enfurecerse más y encontrar otros blancos para descargar su furia.
“Si existen estas analogías entre la literatura clásica y la sociedad como funciona en estos momentos, esto debe darnos un motivo importante de preocupación este diciembre”, señaló Wilson, el estudioso de Shakespeare. “Estamos llegando al final de la obra y es cuando siempre se presenta la catástrofe”.