Cuando hablamos de los intentos del presidente Donald Trump de declararse victorioso en las elecciones presidenciales de 2020, tenemos dos partidos republicanos. Uno que se ha portado de manera totalmente normal y ha certificado las elecciones, rechazado las aseveraciones frívolas y las demandas de conspiración, y se ha negado a consentir que las legislaturas estatales suplan sus votos de los resultados electorales.
El otro partido republicano actúa como un grupo de saboteadores que insisten en que les robaron las elecciones, e insinúan que los funcionarios oficiales normales del partido son posibles cómplices y defienden todo tipo de aseveraciones y estrategias extravagantes, mismas que han culminado en una demanda presentada por el fiscal general de Texas que pretendía que la Corte Suprema prácticamente anulara los resultados electorales en los principales estados en disputa.
Lo que separa a estos dos partidos no es necesariamente la ideología ni el partidismo, ni siquiera la lealtad a Donald Trump. (Nadie ha calificado a Brian Kemp ni a Bill Barr, ambos miembros destacados del primer grupo, como anti-Trump). Todo se reduce al poder y a la responsabilidad: los republicanos que se comportan de manera normal son los que realmente tienen alguna participación política y jurídica en el proceso electoral y en sus repercusiones judiciales, desde los secretarios de Estado y gobernadores en estados como Georgia y Arizona hasta los jueces instituidos por Trump. Los republicanos que se comportan de manera radical lo hacen con el conocimiento —o al menos la firme creencia— de que su conducta es interpretativa, un acto de narrativa más que de legislación, una postura más que una acción política.
Esta división poselectoral del Partido Republicano amplía y profundiza una tendencia importante en la política de Estados Unidos: el fomento de una especie de “política soñada” (para usar una frase de Joan Didion), una política de fantasía partidista que hasta ahora logra coexistir con la política normal y nutre la parálisis y el estancamiento y, en ocasiones, las protestas, pero aún no el tipo de crisis que prevén las referencias a la Alemania de Weimar y a nuestra guerra de Secesión.
Este fomento es un asunto bipartidista. Cuando los conservadores justifican su lucha para anular las elecciones como una respuesta al modo en que reaccionaron los demócratas a la victoria de Trump en 2016, tienen razón en el sentido de que la mayor parte de sus argumentos y tácticas propuestas tienen precedentes en el bando liberal. Los intentos de escudriñar los datos de los estados en disputa para encontrar anomalías que comprueben que hubo un arreglo nos recuerdan los intentos similares de los primeros pioneros de la #resistencia. La fantasía de la legislatura estatal es una respuesta a la fantasía del “elector de Hamilton”, en la cual los electores desleales iban a negarle la Casa Blanca a Trump. La creencia generalizada de los republicanos en el fraude electoral se parece a la creencia generalizada de los demócratas de que la intervención cibernética de Rusia cambió el cómputo total de los votos.
No obstante, la diferencia es que, desde el principio, el presidente republicano ha acogido la fantasía de la derecha (cuando Hillary Clinton calificaba de “espurio” a Trump, su papel era de seguidora, no de líder), misma que ha penetrado mucho más rápido y profundo en el aparato de la política republicana. En enero de 2017, solo un puñado de representantes sin cargos en el gobierno se opusieron a la certificación de la elección de Trump por parte del Congreso. Pero, ahora, podemos ver el nombre del líder de las minorías de la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy, en un escrito que respalda la ridícula demanda de Texas.
El escrito no convenció a la Corte Suprema, Joe Biden será presidente, y los republicanos que se inscribieron en la fantasía han sido protegidos de su necedad, una vez más, por los republicanos con una responsabilidad verdadera, en este caso más reciente, Brett Kavanaugh, Amy Coney Barrett, Neil Gorsuch y John Roberts.
No obstante, resulta lógico preguntarse cuánto tiempo puede continuar esto, si la política soñada y la política real pueden seguir caminos diferentes para siempre, rozándose de vez en cuando sin que haya un choque importante, o si, a la larga, las narrativas del mundo soñado provocarán una crisis en el mundo real.
Una posibilidad que analicé en mi más reciente libro es que la fantasía política realmente puede ser un sucedáneo de la acción radical en el mundo real. Existen formas en las que parece que el internet, sobre todo, contiene y reorienta el mismo extremismo que fomenta por medio de memes y etiquetas y de guerras en las redes sociales y no de revoluciones verdaderas, ofreciéndonos tuits de las blogueras Diamond y Silk acerca de un golpe de Estado en vez del asunto en sí.
En esta teoría, ciertos tipos de fantasía partidista podrían ser en realidad una fuerza estabilizadora que permita que las personas satisfagan sus deseos ideológicos al participar en una historia en la que su bando siempre está en la antesala de alguna gran victoria, en la que Trump esté a punto de ser presentado como un candidato manchú o eliminado por la enmienda 25 (yo participé en esa), o, de manera alternativa, en la que Trump esté a punto de ordenar arrestos masivos de todas las élites pedófilas o a hacer que la Corte Suprema lo vuelva a poner en el cargo por otros cuatro años. O, bien, para quienes tienen tendencias apocalípticas, una fantasía en la que tus enemigos políticos estén listos para hacer algo en verdad espantoso —como toda la violencia de la milicia de derecha que esperaban los liberales el día de las elecciones— que justifique todos tus temores y te haga ser feliz con tus rencores.
Fundamentalmente, al igual que ocurre con otros cultos famosos, el desmoronamiento de estas profecías no revierte la historia. Solo se necesita una mayor elaboración y adaptación, fantasías más creativas, pero mientras tanto, el engranaje de la política normal sigue funcionando, atascado con arena, pero trabajando casi sin interrupción.
Estoy seguro de que este análisis concuerda con la trayectoria de Trump, quien ha invocado locas fantasías tanto entre sus amigos como entre sus enemigos, pero evidentemente no tiene la capacidad de alinear el mundo real con su propia imaginación de telerrealidad, de sobornar a los custodios de la legitimidad institucional, ya sea la Corte Suprema, su propio fiscal general o el gobernador de Georgia. Y aunque Trump pueda tener otro gran desempeño en 2024, no estoy seguro de que algún posible sucesor vaya a compartir sus ideas en torno a la política soñada de la derecha, en cuyo caso esta lucha poselectoral podría ser una convergencia excepcional entre la realidad y la fantasía, más que una primicia del choque desastroso de una contra la otra.
Por otro lado, durante el verano vimos cómo en medio de la peculiar combinación de la pandemia, el confinamiento y la presidencia provocadora de Trump, la política de fantasía de la izquierda pudo liberarse de los mundos soñados del activismo del ámbito académico y de internet, y contribuir a la violencia y las depuraciones en el mundo real, desde las calles del área metropolitana de Minneapolis hasta el consejo de la Fundación para la Poesía. La eliminación de la policía y la apología de los disturbios pertenecían al ámbito de la política de la fantasía ideológica hasta que dejaron de hacerlo, y si ciertos impulsos de izquierda han vuelto a pertenecer a la fantasía en los meses posteriores, sigue vigente el recuerdo de mayo y junio.
La demanda de Texas no incendió ningún bloque de viviendas, pero todas esas firmas del Congreso en el escrito amicus curiae sí la hizo parecer como algo más que un simple meme. La pregunta fundamental que plantea es si el pueblo puede alimentarse de fantasías para siempre, o si cuando la cantidad suficiente de políticos hayan respaldado la política soñada, se generará irremediablemente la presión para hacer realidad el sueño.
El último mes de 2020 no contestará esa pregunta, pero podemos esperar que la próxima década, si no es que antes, descubramos si mi certeza sobre la separación de la fantasía y la realidad políticas fue la mayor de todas las fantasías.