SALIR PARA NUNCA MÁS VOLVER (CASI) LE COSTÓ LA VIDA.
Hace dos años, mi esposa y yo nos estábamos preparando para ir a una fiesta de Navidad cuando mi madre llamó para decirme que mi padre estaba en coma. Me explicó la gravedad de la situación mientras veía a mi esposa ponerse un vestido negro que se había comprado para la ocasión.
“Llevaba varios días quejándose de que le dolía la cabeza”, me dijo mi madre. “Los guardias lo encontraron inconsciente en su celda. Los doctores dicen que un aneurisma le provocó tres hemorragias cerebrales”.
Mi padre había pasado buena parte de su vida adulta sin techo o encarcelado. Su último arresto fue por conducir sin licencia, intoxicado, en posesión de accesorios para el uso de drogas y por resistirse a la detención. Notablemente, fuera de la lista de cargos estaba el de robo del automóvil, lo que significa que alguien le había prestado el auto, algo que me costó creer.
Mi madre y mi padre nunca se casaron. Por este motivo, como me lo explicó mi madre, yo era el pariente más cercano de mi padre, el responsable de tomar las decisiones sobre su atención médica. Esta responsabilidad, de por sí compleja por su falta de deseos de vivir, resultó ser todavía más tensa porque él y yo casi no nos conocíamos.
Tres años antes, después de más de dos décadas de estar alejados, me reuní con él en un parque cerca de donde había montado su campamento en el bosque detrás de un local del Ejército de Salvación. Nos sentamos en una banca bajo la sombra de un arce y estudié la constelación de cortes y costras que le cubrían los brazos. Lucía como si recién se hubiera lanzado de un tren en movimiento y hubiera rodado por un terraplén de grava.
Colgué el teléfono, le conté todo a mi esposa y luego me quedé sentado en silencio mientras se cambiaba el vestido negro para celebrar Navidad y empacaba nuestras maletas para pasar la noche fuera. Pensé: “¿Y si mi padre hubiera vivido detrás del Ejército de Salvación en vez de en la cárcel? Nadie lo habría encontrado”.
Mi esposa y yo viajamos tres horas en auto desde nuestra casa en Nashville hasta un hospital en Birmingham, Alabama, donde se nos unió mi madre y nos dirigimos a la habitación de mi padre en la unidad de cuidados intensivos neurológicos.
Me sorprendió encontrar las luces apagadas y la habitación vacía, salvo por un cuerpo en la cama cubierto con una cobija, los sonidos de un ventilador y los pitidos del electrocardiograma. En parte esperaba entrar y ver a alguien al lado de la cama haciéndole compresiones en el pecho.
Una hora más tarde, el doctor apareció y nos dijo que, después de que el personal médico de la cárcel había determinado la gravedad de la enfermedad de mi padre, todos los cargos en su contra habían sido retirados y lo habían liberado para dejarlo en el hospital. “De otro modo, habrían tenido que asignar guardias de seguridad que se quedaran apostados fuera de su habitación”, comentó.
Luego, el doctor con mucha amabilidad me explicó que la salud de mi padre no iba a mejorar. “En este momento, es solo un cuerpo”, me dijo. “Necesitamos que nos diga qué quiere que hagamos”.
Después de meditarlo, les pedí que lo pasaran a la unidad de cuidados paliativos. Íbamos a desconectarlo de las máquinas y dejarlo morir.
“Estás tomando la mejor decisión”, me dijo mi madre. “Lo conocí bastante bien como para saber que no le habría gustado que lo dejaran vivo con respiración artificial”.
Pedí que me dejaran estar un momento a solas con él y me senté al lado de su cama examinando su cuerpo tatuado. Las cortadas en los brazos, aquellas que noté por primera vez el día que estuve sentado con él en esa banca del parque detrás del Ejército de Salvación, se habían convertido en cicatrices desde hacía tiempo y ahora parecían manchas de piel blanca lechosa que le deformaban los tatuajes. Saqué mi teléfono y puse “Midnight Rider” de los Allman Brothers.
Durante una de nuestras visitas desde que reanudamos el contacto, mi padre me preguntó si podía limpiar mis neumáticos: “Lo hago por unos pesos últimamente en una gasolinera cercana”.
Mientras nos dirigíamos a la gasolinera, jugueteó con la radio hasta que encontró una estación de rock clásico donde sonaba “Midnight Rider”. Le subió al volumen y cantó la letra a los cuatro vientos. “Well, I’ve got to run to keep from hiding”, cantó y luego dijo: “Ese soy yo, viejo. Debo escapar para no esconderme”.
Cuando llegamos, puso manos a la obra: se puso en cuclillas y les roció tanto limpiador a mis neumáticos que, aunque no estaba muy cerca, me picaron los ojos. “Casi todos los días ando por aquí puliendo neumáticos”, me contó. “Podría hacerlo el resto de mi vida. Tan solo limpiar cromo. No sé por qué, pero se me da”.
“Tal vez es la gratificación inmediata”, opiné. “Estaban sucios, pero ahora están limpios”.
Mi padre tenía una larga lista de remordimientos. Se culpaba de la sobredosis de su hermano menor. Había maltratado verbal y físicamente a mi madre. Había salido y entrado de la cárcel toda su vida adulta por cargos que iban desde posesión de drogas hasta agresión con lesiones.
Lo observé mientras limpiaba mis neumáticos en el calor veraniego, con el rostro cubierto de gotas de sudor, y me pregunté si esto le parecía un sacramento, una penitencia. Antes sucio, pero ahora limpio.
Esa noche, salí del hospital cargando todas las posesiones de mi padre dentro de dos bolsas de plástico. La primera bolsa tenía un paquete de Cheetos, una cajita de leche con chocolate, papeles arrugados con pensamientos garabateados que traicionaban la manía de su trastorno bipolar, una caja de Cheez-Its, galletas y una novela de bolsillo de Louis L’Amour.
La segunda bolsa tenía una camiseta blanca, un par de pantalones de camuflaje, unas botas de construcción marrón claro y una copia de “The Untouchables” de Tise Vahimagi.
Después de unas copas de vino con mi esposa y mi madre, me quedé dormido profundamente con las pertenencias de mi padre desparramadas por todo el piso de la recámara de mi infancia, y me despertó temprano la mañana siguiente una llamada del hospital.
“Tu papá está despierto”, informó la voz del otro lado de la línea. “Necesitamos que vengas al hospital lo más rápido posible”.
Después de colgar, me sentí paralizado. Había llorado después de enterarme de que mi padre estaba en coma y había llorado cuando tomé la decisión de dejarlo ir. De hecho, lo que hice fue mucho más que llorar, fue más parecido a un exorcismo de emociones reprimidas en el que mi cuerpo no dejaba de temblar. Sin embargo, la noticia de su recuperación —prácticamente una resurrección— me dejó indolente. No había ninguna sensación de alegría, ninguna sensación de impacto ni alivio, tan solo me había percatado en un instante de mi propia impotencia.
Mi madre, mi esposa y yo salimos disparados al hospital, donde nos encontramos con el doctor en el vestíbulo ubicado afuera de la habitación de mi padre.
“Lo estábamos trasladando a cuidados paliativos cuando abrió los ojos”, nos dijo. “No podemos explicarlo. Es un milagro. Pueden entrar a verlo”.
El doctor estaba sonriendo por la buena noticia, pero yo estaba petrificado, inexpresivo, anestesiado a causa de la incomprensibilidad de este nuevo estado de las cosas. Me costó más entrar en esa habitación con él despierto que cuando lo habían declarado muerto de forma definitiva.
Me había sentado al lado de su cama, había sostenido sus manos sin vida en las mías y me había despedido. Había tenido que apresurar el cronograma de la reconciliación, como suele pasar en las vigilias en lechos de muerte, pero ahora, de la nada, estaba completamente vivo y el drama de las últimas 24 horas se sentía como un vulgar engaño. Sentí que iba a ser más difícil volverlo a dejar entrar en mi vida que haberlo dejado ir.
Cuando entramos en la habitación, nos vio y dijo: “Guau, guau, guau”.
Detuvo los ojos en mi madre y la vio con asombro, como si fuera un ángel o una actriz de Hollywood. Luego su mirada cayó en mi esposa y gargareó la palabra “hermosa” antes de sonreír como un niño. Por último, me vio a mí. Tenía el estómago hecho un nudo. Me sentí pequeño y temeroso. Luego me dijo: “Soy tu papá”.
“Sí, lo eres”, le respondí.
“Soy tu papá”, dijo de nuevo.
“Sí, lo eres”.
Repitió esa oración varias veces y cada una de ellas le contesté lo mismo. Con cada repetición, sentía que se me aflojaban y se deshacían los nudos del estómago, como si estuviéramos recitando una especie de mantra sanador.
“Todavía no está a salvo por completo”, comentó el doctor. “Hay una posibilidad de que necesite cuidados de por vida”. Hizo una pausa y luego me miró con una sonrisa. “Pero no regresará a la cárcel”.