MOSCÚ — En 1944, en un cable dirigido a Washington, George F. Kennan, abogado de la embajada de Estados Unidos en el Moscú de Stalin, advirtió sobre el poder oculto de las mentiras, al hacer notar que el gobierno soviético “ha demostrado algunas cosas extrañas y perturbadoras sobre la naturaleza humana”.
Kennan escribió que la principal de ellas es que, en el caso de muchas personas, “es posible hacerlas sentir y creer casi lo que sea”. Sin importar cuán falso pueda ser algo, Kennan escribió que, “para la gente que lo cree, se vuelve verdad. Obtiene validez y todos los poderes de la verdad”.
La información de Kennan, generada gracias a su experiencia sobre la Unión Soviética, ahora tiene una resonancia inquietante para Estados Unidos, donde decenas de millones de personas creen una “verdad” que inventó el presidente Donald Trump: Joe Biden perdió las elecciones de noviembre y solo pudo llegar a ser presidente electo por medio del fraude.
No hay nada nuevo en usar las mentiras como una herramienta política. En el siglo XVI, Nicolás Maquiavelo escribió como recomendación que un líder intentara ser honesto, pero que mentir al decir la verdad “lo pondría en desventaja”. A la gente no le gusta que le mientan, observó Maquiavelo, pero “el que engaña siempre encontrará a quienes se dejan engañar”.
En años recientes, ha habido una disposición, incluso un entusiasmo, a ser engañado que se ha vuelto una fuerza impulsora en la política de todo el mundo, en particular en países como Hungría, Polonia, Turquía y Filipinas, naciones gobernadas por líderes populistas versados en manipular la verdad o inventarla descaradamente.
Janez Jansa, un populista de derecha que en marzo se convirtió en el primer ministro de Eslovenia —el país natal de Melania Trump— no tardó en aceptar la mentira sobre la victoria de Donald Trump. Jansa lo felicitó después de la votación de noviembre: “Es muy claro que el pueblo estadounidense ha elegido” a Trump y lamentó “la negación de los hechos” por parte de los medios convencionales.
Incluso el Reino Unido, que se autoproclama como bastión de la democracia, cayó presa de falsedades evidentes, pero que mucha gente creyó, cuando en 2016 votó por dejar la Unión Europea después de que el campamento probrexit aseveró que la salida del bloque significaría una suma adicional de 350 millones de libras (440 millones de dólares), a la semana para el servicio de salud del Estado.
Quienes promovieron esta mentira, incluido el político del Partido Conservador que desde entonces se ha convertido en el primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, luego admitieron que fue un “error”… aunque solo lo hicieron después de haber ganado la votación.
En Hungría, unas mentiras más grandes y corrosivas, las que no solo juguetean con cifras sino que le dan una nueva forma a la realidad, han encontrado una tracción extraordinaria. En ese país, el líder populista Viktor Orban ha retratado al financiero y filántropo George Soros, un judío nacido en Hungría, como la oscura mente maestra detrás de una conspiración siniestra para socavar la soberanía del país, reemplazar a los nacidos en Hungría con inmigrantes y destruir los valores tradicionales.
Según Peter Kreko, director ejecutivo de Political Capital, un grupo de investigación con sede en Budapest que ha criticado a Orban desde hace mucho tiempo, la fortaleza de esta teoría conspirativa antisemita radica en que recurre a una “manera tribal de pensar” que ve todos los temas como una lucha entre “el bien y el mal, el blanco y el negro”, arraigada en los intereses de una tribu en particular.
En Polonia, el partido profundamente conservador de Ley y Justicia de Jaroslaw Kaczynski, en el poder desde 2015, ha promovido su propia teoría conspirativa multipropósito para cambiar la realidad. Esta gira en torno a una aseveración que hizo el partido y ha sido desmentida en repetidas ocasiones, según la cual la muerte de varios altos funcionarios polacos, entre ellos el hermano de Kaczynski —el presidente de Polonia en aquel entonces—, en un accidente aéreo ocurrido en 2010 en el occidente de Rusia, fue el resultado de una conspiración orquestada por Moscú y asistida, o al menos encubierta, por los rivales del partido en Polonia.
Aunque todos los expertos polacos, rusos e independientes le han atribuido el accidente al mal clima y a los errores de los pilotos, la idea de que fue un acto premeditado ha resonado entre los simpatizantes de hueso colorado de Ley y Justicia. Ha alimentado y reforzado su opinión de que los líderes de gobiernos centristas previos no solo son rivales políticos, sino traidores en complicidad con el enemigo secular de Polonia, Rusia, y la otrora élite comunista polaca.
La utilidad de mentir a gran escala quedó demostrada por primera vez hace casi un siglo por medio de Josef Stalin y Adolf Hitler, quien en 1925 acuñó el término “gran mentira” y ascendió al poder con base en la mentira de que los judíos eran los responsables de la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial. Para los dictadores alemán y soviético, mentir no era un mero hábito ni una manera conveniente de suavizar los hechos indeseados, sino una herramienta esencial de gobierno.
La lealtad de los subordinados era puesta a prueba y se fortalecía al obligarlos a vitorear declaraciones que sabían que eran falsas y sirvió para reunir el apoyo de la gente común y corriente que, como reconoció Hitler, “con más facilidad se vuelve víctima de la gran mentira que de la pequeña” porque, aunque en su vida diaria pudiera contar mentirillas sobre cosas pequeñas, “nunca se le ocurriría fabricar mentiras colosales”.
Al promover su propia mentira colosal —que obtuvo una “aplastante y sagrada victoria electoral”— y aferrarse a ella a pesar de muchas resoluciones judiciales que establecen lo contrario, Trump ha enfurecido a sus oponentes políticos y ha provocado que incluso algunos de sus simpatizantes más antiguos rechacen su deshonestidad.
Sin embargo, al aceptar esta gran mentira, el presidente ha tomado un camino que a menudo funciona… al menos en países que no tienen sistemas legales ni medios informativos con una independencia sólida, ni otros baldazos de realidad.
Por ejemplo, después de 20 años en el gobierno de Rusia, el presidente Vladimir Putin ha demostrado que Kennan tuvo razón cuando escribió lo siguiente desde la capital rusa en 1944: “Aquí los hombres determinan qué es verdad y qué es falso”.
Muchas de las falsedades de Putin son relativamente pequeñas, como asegurar que los periodistas que expusieron la participación del servicio de seguridad de Rusia en el envenenamiento de Alexei Navalny, un líder de la oposición, estaban trabajando para la CIA. Otras no tanto, como cuando en 2014 insistió en que no hubo soldados rusos involucrados en la toma por la fuerza de Crimea, ni en los combates ocurridos en Ucrania oriental. (Después reconoció que “por supuesto” que estuvieron involucrados en la anexión de Crimea).
Sin embargo, hay diferencias entre el líder ruso y el derrotado de Estados Unidos, opinó Nina Khrushcheva, profesora y experta en propaganda soviética y otras formas de propaganda en The New School de Nueva York. “Las mentiras de Putin no son como las de Trump: son tácticas y oportunistas”, comentó. “No intentan redefinir todo el universo. Putin sigue existiendo en el mundo real”.
Según Khrushcheva, a pesar de la admiración abierta que Trump siente por el presidente de Rusia y el sistema que preside, al insistir que ganó en noviembre, no está imitando a Putin sino tomando ideas prestadas de la era de Stalin, quien, después de diseñar una hambruna catastrófica que cobró la vida de millones de personas a inicios de la década de 1930, declaró que “la vida ha mejorado, camaradas, la vida se ha vuelto más feliz”.
“Esa es la gran mentira”, señaló Khrushcheva. “Cubre todo y redefine la realidad. No tiene huecos. Solo se puede aceptar todo o dejar que todo colapse. Y eso sucedió con la Unión Soviética. Colapsó”.
Sigue siendo una interrogante si el universo de Trump colapsará ahora que han huido algunos de sus aliados y Twitter le ha arrebatado su megáfono más potente para difundir falsedades. Incluso después de la toma del Capitolio que realizaron los amotinados pro-Trump, 174 miembros del Congreso votaron para oponerse al resultado de las elecciones. Muchos millones de personas le siguen creyendo, pues las burbujas de redes sociales que a menudo están selladas de manera tan hermética, como la propaganda de la era soviética, fortifican su fe.
“El control ilimitado sobre las mentes de las personas”, escribió Kennan, no solo depende de “que puedas alimentarlas con tu propia propaganda, sino también de garantizar que nadie más las alimente con la suya”.
En Rusia, Hungría y Turquía, comprendieron que “nadie más” debe tener la oportunidad de ofrecer una versión opuesta de la realidad, y esto ha provocado una constante presión sobre los periódicos, los canales de televisión y otros medios que no comulgan con la línea oficial.
El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, ha cerrado más de 100 medios de comunicación y, a través de la intimidación por parte de la policía fiscal y otras agencias del Estado, ha obligado a periódicos importantes y canales de televisión a transferir su propiedad a partidarios del gobierno.
El ascenso de Trump también sirvió para empoderar a un primo de la gran mentira: un auge de la desinformación en redes sociales y de la ficción conspirativa de extrema derecha.
Este auge ha sido encarnado de manera más notable en la expansión mundial de QAnon, un fenómeno radical que alguna vez se mantuvo oculto y sostiene que el mundo está bajo el control de una camarilla de poderosos políticos liberales que son pedófilos sádicos. Trump no ha rechazado a los discípulos de QAnon, muchos de los cuales participaron en el caos del Capitolio del miércoles pasado. En agosto, los elogió por ser personas que “aman su país”.
Hasta cierto grado, cada nueva generación queda impactada al saber que los líderes mienten y que la gente les cree. “Nunca se ha mentido tanto como ahora. Ni de manera tan descarada, sistemática y constante”, escribió el filósofo francés nacido en Rusia Alexandre Koyré en su tratado de 1943: “Reflexiones sobre la mentira”.
No obstante, lo que más le afligía a Koyré era que las mentiras ni siquiera debían ser plausibles para funcionar. “Al contrario, mientras más crasa, grande y vulgar sea la mentira, más fácil la creen y siguen”.