A pesar de los crecientes peligros que plantea el cambio climático, muchos residentes de Haulover se oponen a buscar tierras más elevadas.
Cuando los líderes de un pueblo indígena de los misquitos regresaron a sus casas varios días después de que el huracán Iota asolara, en noviembre del año pasado, encontraron que su exuberante comunidad en el noreste de Nicaragua estaba en ruinas, incluso el litoral se había transformado.
Sus pintorescas y coloridas casas de madera habían sido derribadas y las playas bordeadas de cocoteros estaban destruidas. Los manglares circundantes, que protegían y alimentaban al pueblo, conocido como Haulover, estaban maltrechos y rotos. Los pozos de agua potable estaban contaminados con agua salada.
Y una franja del océano (del ancho de un campo de fútbol americano), atraviesa ahora el centro del pueblo, lo cual ha dejado a los habitantes con una angustiosa pregunta: ¿quedarse y reconstruir o reasentarse en el interior?
“Nunca imaginé llegar a la comunidad y no encontrar ningún punto de referencia”, dijo Marcos Williamson, ecólogo de la Universidad Autónoma Regional, de Puerto Cabezas, que dirige una evaluación ambiental. “Fue como si hubiera estallado una bomba que prácticamente hizo desaparecer a la comunidad”.
El huracán Iota, el más potente de la temporada de 2020 en el Atlántico, que ha batido récords, hizo impacto directo en la tierra el 16 de noviembre en la empobrecida costa noreste, lo cual obligó a miles de personas a evacuar.
Más de dos meses después, las cerca de 300 familias de Haulover no saben si reconstruir en la misma línea costera vulnerable o reubicarse unos kilómetros tierra adentro, detrás de barreras naturales que protegen de una marejada ciclónica.
Unas 60 familias han decidido reasentarse en el interior, pero para ello es probable que tengan que adoptar prácticas agrícolas, una transición complicada para un pueblo indígena muy dependiente del mar.
A pesar de los crecientes peligros que plantea el cambio climático, muchos residentes de Haulover se oponen a buscar tierras más elevadas.
“La gente de aquí prefiere quedarse aquí”, dice Jomary Budier, quien siempre ha habitado en el pueblo. “Si quieren llevarnos a un lugar alejado del océano, no van a ir”.
Es una decisión que nadie quiere tomar.
Para muchos de los misquitos, replegarse hacia el interior significaría no solo abandonar en parte su medio de subsistencia —la pesca de pargos en el mar, lubinas y camarones en la laguna—, sino también dejar atrás el lugar de descanso de sus antepasados.
Un día de finales de diciembre, María Pereira vio cómo un grupo de hombres volteaba la cripta de su padre que se había volcado. El huracán Iota había dejado algunos de sus huesos esparcidos entre los manglares.
“Estamos buscando los restos de mi padre, que murió hace cuatro años”, dijo Periera. “Sentimos que su alma está perdida, que sigue buscando su lugar de descanso”.
Iota, que alcanzó vientos sostenidos de 257 kilómetros por hora, fue por mucho el huracán más potente de noviembre del que se tenga registro. Superó al huracán Eta, que había azotado Haulover y la misma zona de la costa nicaragüense apenas dos semanas antes.
Los dos huracanes desplazaron a decenas de miles de habitantes de Nicaragua, Honduras, El Salvador y Guatemala y mataron a unas 200 personas.
Aunque nadie murió en las tormentas de la costa de Haulover, pocas comunidades sufrieron una devastación y una degradación medioambiental tan absoluta.
Al ecologista Williamson le preocupa que los dos huracanes hayan sido un presagio de lo que está por venir. Recomienda una ubicación más elevada, en el interior. El Haulover original, situado en una franja estrecha de arena entre el océano y una laguna salobre, ya no parece viable.
“El cambio climático afecta a todos, pero no nos impacta a todos por igual”, dijo Williamson. “Las comunidades pobres, las que están aisladas, son las que vemos que en última instancia se ven más afectadas por el cambio climático. Lo que me preocupa es que el mundo no está tomando conciencia de esto”.