La primera vez que hablamos, ella estaba tan débil que se había desmayado. ¿por qué eso no me alarmó?
La primera vez que Darla y yo conversamos de verdad, ella desvariaba tanto a causa del hambre que se desmayó detrás de la sección de autoayuda donde había estado fingiendo guardar libros. La descubrí en el suelo de la desgastada alfombra de la librería, apoyada en un brazo tan delgado como un lápiz y sin dejar de parpadear a fin de tratar de enfocar la mirada en mí.
Meses después, me confesaría que, en ese momento, no había podido distinguir entre mi rostro y el de uno de nuestros compañeros de trabajo, un adolescente lleno de acné con el que yo tenía un cierto parecido, supongo, a los ojos de alguien tan privada de alimento como ella. Yo ni estaba cubierto de acné ni era adolescente, sino un aspirante a escritor de 22 años que estaba trabajando en una librería de cadena en Minneapolis a falta de mejores ideas.
“¿Estás bien?”, le pregunté.
Ella asintió con la cabeza y me tomó de la mano. Su mano estaba tan fría que me sentí tentado a frotársela para tratar de calentársela.
“¿Alguien más me vio desplomarme?”.
Lo negué con la cabeza. “¿Qué pasó?”, le pregunté.
“No he comido en días. Soy anoréxica”, dijo como si nada pasara, como si me estuviera diciendo su signo zodiacal.
“¿Quieres que te traiga algo de comer?”, pregunté.
Ella sonrió, tal vez reconociendo quién era por primera vez desde que comenzamos a hablar. Aunque llevábamos algunos meses trabajando juntos, apenas nos conocíamos.
“No funciona así”, me dijo. “Solo siéntate aquí conmigo hasta que recupere algo de fuerza”.
Eso hice.
Después de eso, hablamos mucho. Le conté sobre mis planes de ir en mi viejo Chevy Malibu hasta Kansas City, donde planeaba quedarme en el sofá del amigo de un amigo, después de ahorrar algo de dinero. Ella me habló sobre la poesía que estaba escribiendo y sobre cómo se había enamorado del subgerente de la librería. Descubrimos que a ambos nos encantaba Jack Kerouac. Le dije que mi aventura de Kansas City era mi versión de “En el camino”.
“¿Sabías que el Museo Walker tiene una muestra de la Generación Beat en este momento?”, me preguntó. “Puedes ver la máquina de escribir de Kerouac con las páginas originales de ‘En el camino’”, agregó.
Fuimos a la exposición y vimos las hojas en la máquina de escribir. Hablamos sobre los lugares a los que ella no había ido y le conté sobre las ganas que tenía de recorrer el mundo, de vivir aventuras.
“Tal vez estás viviendo una aventura en este momento”, afirmó y me tomó de la mano. En esta ocasión, su mano estaba más tibia.
Al poco tiempo, dejó de hablar del subgerente, pero no dejó de matarse de hambre.
No traté de ayudarla con eso. No sé muy bien por qué. Era como si aceptara su lucha como algo inevitable, como algo suyo. Yo mismo estaba pasando por un mal momento luego de una reciente ruptura amorosa y estaba tratando de enseñarme cómo volver a hacer cosas básicas: pensar por mí mismo, caminar con propiedad, mantenerme erguido, dormir y respirar.
Ser testigo de su lucha por obligarse a engullir comida sólida, verla embarrar una delgada capa de mantequilla sobre una galleta salada que masticaba hasta formar una pasta que luego tragaba (algunos días ese era su único alimento) no parecía natural, por supuesto, pero de algún modo tampoco me parecía extraordinario. La miraba privarse de alimentos y la sostenía mientras lo hacía.
Algunos dirían que era su facilitador. Yo lo llamaría amor.
A lo mejor yo no estaba tan mal. Hace algunos años, leí sobre un estudio en el que los investigadores sugerían que los besos pueden contrarrestar la anorexia. Estoy seguro de que dichas afirmaciones se han ganado un escepticismo sano y merecido, pero ¿acaso no sería bonito que fueran ciertas, que el amor pudiera curar una enfermedad peligrosa? Imagínense ¡qué experimento tan maravilloso habría sido!
Cuando Darla y yo nos besamos por primera vez, no la curé de nada, pero yo sí me curé de mi sueño de ir a Kansas City. Sigo sin ir, luego de todos estos años, y no tengo intenciones de hacerlo.
Para cualquiera que nos hubiera visto entonces, con Darla tan peligrosamente delgada, debí parecer uno de esos mirones que se paran a ver a la víctima de un accidente en un auto en llamas y que, en lugar de sacarla de ahí, le preguntan cuál es su música favorita.
No fue que no quisiera arriesgarme a quemarme las manos. Más bien es que mi instinto era quemarme con ella. Me parece que una mejor persona la habría llevado al centro de rehabilitación más cercano, pero eso a mí nunca me pasó por la cabeza.
En cambio, Darla y yo nos dejamos llevar por nuestra propia versión de la cura de los besos. ¿Con qué resultados? Tendría que pasar mucho tiempo para averiguarlo.
Esos primeros meses fueron nuestra aventura. Renunciamos al trabajo en la librería. En lugar de viajar solo en auto hasta Kansas City, vendí mi Chevy Malibu y usamos el dinero para comprarnos boletos de tren con dirección al oeste.
Mientras contemplábamos el mapa de Estados Unidos en la estación, ella preguntó: “¿A dónde iremos?”.
Le pedí que eligiera el nombre que sonara más romántico a lo largo de la línea de tren Empire Builder, lo cual nos hizo comprar dos boletos en un vagón cuyos asientos podían transformarse en camas, conocido como vagón litera, y nos dirigimos hacia West Glacier, Montana.
Para aquellos que decidan aplicar la cura de los besos, les recomendaría los camarotes del vagón litera del Amtrak, donde pueden apartarse del mundo, arrullarse con el traqueteo de las vías por la noche y mecerse juntos bajo la cobija con cada curva. En cada estación, nos poníamos las gafas (teníamos la misma graduación y a veces las intercambiábamos) y echábamos un vistazo a los fumadores en las plataformas de la estación que se apresuraban para inhalar el humo lo más rápido posible antes de que se escuchara el grito de “¡Todos a bordo!”.
Antes de que el tren se detuviera en West Glacier, el hombre a cargo de atender esos camarotes del tren nos convenció de no bajarnos. “Este es un pueblo para turismo de verano, queridos… y estamos en noviembre”, nos advirtió. “Salvo que quieran dormir en la estación, mejor permanezcan a bordo hasta Whitefish”.
Fue un buen consejo. No habíamos hecho ninguna reservación de hospedaje en West Glacier, porque pensábamos que encontraríamos un hostal al llegar. La verdad es que muy probablemente nos habríamos peleado, congelado, llorado y regresado a casa, y nuestra aventura habría terminado antes de lo previsto.
Sin embargo, gracias al empleado del tren, nos quedamos abordo hasta Whitefish, pasamos una semana disfrutando el paisaje montañoso y luego, con ganas de regresar a nuestro vagón litera, tomamos el mismo tren, esta vez con rumbo a Seattle, donde pasamos otra semana en un hostal antes de tomar el tren Coast Starlight hasta Sacramento. De ahí, tomamos el autobús a San Francisco y luego a Flagstaff, Arizona, donde usamos lo que quedaba de nuestros ahorros para rentar una casa rodante en un parque para ese tipo de vehículos, donde pasamos nuestra primera Navidad juntos.
Para aquel entonces, Darla ya comía un poco más. No mucho, pero sí algo. Parecía tener más energía. Nos quedamos algunos meses, manteniéndonos con trabajos temporales, y nos movíamos en un auto que el dueño de la casa rodante nos había vendido por 500 dólares, hasta que se descompuso.
Cuando nos quedamos sin dinero, regresamos a casa a la región del Medio Oeste de Estados Unidos y nos casamos poco después de eso. Recientemente, celebramos nuestro 23.º aniversario. El año pasado, nuestro hijo cumplió 18 años.
A los interesados en la cura de los besos, les diré esto en apoyo a ese método: Darla ha recuperado tanto peso a lo largo de los años que incluso estuvo pensando en ponerse a dieta hasta que el confinamiento por la pandemia nos hizo bajar de peso a ambos (mucha gente ha subido unos kilos en este tiempo, pero nuestro instinto nos hizo limitar los viajes al supermercado, lo cual tuvo un efecto reductor).
Hemos estado juntos el tiempo suficiente como para que ahora nos parezca que esas versiones tempranas de nosotros eran solo unos niños. En fotografías instantáneas de aquella época, la veo vestida con overoles y camisetas, en los huesos, pero resplandeciente con la felicidad que brinda un nuevo amor y la promesa de aventuras.
Nuestro matrimonio no ha estado exento de conflictos. Ha habido momentos en que la he descuidado, he puesto mis necesidades por encima de las suyas y me he entregado a mis debilidades. Sin embargo, nunca he lamentado el hecho de que tal vez cometí la irresponsabilidad de no alarmarme por su anorexia en aquellos años, de no presionarla para hacer algo al respecto, y en cambio me dediqué a amarla tal como era. Ella nunca esperó una intervención heroica ni de mí ni de nadie. Salió victoriosa de sus problemas en sus propios términos y le da gusto que yo ahora esté compartiendo nuestra historia.
Supongo que esta es la confesión de un facilitador. O tal vez lo que suceda es que no veo la diferencia entre facilitar y amar. Lo que sí sé es que nunca habría querido formar parte de otro experimento que no fuera ese en el que Darla y yo nos embarcamos hace tantos años.