La mayoría de los 149 migrantes que fueron trasladados al puente el 18 de marzo habían cruzado a Estados Unidos desde Reinosa, una ciudad fronteriza en el norte de México.
Llegaron en grupos de 30, con niños colgando de los brazos de los adultos. El 18 de marzo por la tarde, fueron escoltados por agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos por el Puente Internacional Paso del Norte hasta llegar al punto medio. Allí, fueron entregados a las autoridades mexicanas.
“¿Dónde estamos?”, le preguntó un padre a un periodista de The New York Times.
“Ciudad Juárez”, fue la respuesta.
El padre, a quien los funcionarios estadounidenses no le habían informado adónde lo llevaban —ni a él ni al resto del grupo de migrantes— parecía desconcertado.
“México”, aclaró el periodista.
Los rostros empezaron a contorsionarse de la confusión a la angustia. Muchos de los padres comenzaron a sollozar. Las lágrimas de frustración caían sobre los niños que acunaban en sus brazos.
“¡Nos engañaron!”, gritó uno de los padres.
“¡Nos prometieron que nos iban a ayudar!”, se lamentó otro.
La mayoría de los 149 migrantes que fueron trasladados al puente el 18 de marzo habían cruzado a Estados Unidos desde Reinosa, una ciudad fronteriza en el norte de México, donde habían sido detenidos por agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Los llevaron en avión 965 kilómetros a El Paso, Texas, donde luego fueron ubicados en varios autobuses, trasladados a la frontera y escoltados a pie hasta el puente.
A ninguno se le informó que sería enviado de regreso a México.
Mientras caminaban por el puente que conecta El Paso con Ciudad Juárez, los migrantes cayeron en cuenta de que todo lo que habían arriesgado en su viaje —sus vidas, el bienestar de sus hijos, los préstamos que los habían arruinado para poder pagar la tarifa para ser contrabandeados a los Estados Unidos— se estaba desmoronando.
A Vilma Iris Peraza, de 28 años, le costaba cargar a Erick, su hijo de 2 años, sin pantalones y con un pañal sucio, y a su hija Adriana, de 5 años.
Adriana estaba de pie sobre un charco de vómito en la parte superior del puente, mientras los funcionarios mexicanos los rodeaban. Las trenzas que Peraza le había hecho en el cabello con tanta diligencia ya eran un desastre. La madre quería que su hija luciera lo mejor posible para su nueva vida en Estados Unidos.
Peraza trató de consolar a Adriana y darle sorbos de agua mientras Erick no paraba de moverse en sus brazos. Finalmente, la situación la quebró. En medio del puente, cayó al piso, abrazó a sus hijos y comenzó a llorar.
“No pudimos pasar, mi amor”, le dijo Peraza a su esposo por teléfono, cuando finalmente pudo conectarse. “Estamos aquí en México, llorando. No sé qué vamos a hacer”.
La familia, de Copán, Honduras, había intentado cruzar días antes para reunirse con el esposo de Peraza en Nashville, Tennessee. Han sido una familia separada desde que él se marchó hace dos años para trabajar en Tennessee. Los contrabandistas les habían cobrado 12.000 dólares para cruzar (el equivalente a casi tres años de salario en Honduras). Esos ahorros ya no equivalían a nada. Madre e hijos se sentaron en el puente, acurrucados.
“Solo quiero reencontrarme con mi esposo para darle a nuestros hijos un futuro mejor”, dijo Peraza. “En mi país hay mucha pobreza, no se puede hacer nada”.
A muchos de los migrantes les había tomado un mes o más completar el peligroso viaje desde Centroamérica a Estados Unidos.
Muchos habían concluido que la peligrosa travesía valía la pena, siempre y cuando pudieran establecerse en Estados Unidos. No querían dejar sus hogares, pero sus países habían caído en la quiebra por culpa de gobiernos corruptos que los habían abandonado y habían permitido que las pandillas criminales dominaran las calles.
Ahora estaban en México y solo tenían malas opciones: renunciar a todo y regresar a casa o intentar cruzar otra vez de manera ilegal. Ambas opciones los dejaban a merced de las redes criminales mexicanas.
Los funcionarios mexicanos sacaron a los migrantes del puente y los llevaron a sus oficinas, donde los registraron y les informaron que serían alojados en refugios hasta que los deportaran a sus países.
Pero los refugios eran para aquellos que ya habían alcanzado sus límites de desesperación. Entre la multitud de migrantes aún quedaban los optimistas, los que no se habían quedado sin dinero ni la determinación para intentar cruzar de nuevo. En vez de llenar los formularios del gobierno, se escabulleron de las caóticas oficinas hacia las calles de Juárez.
Un automóvil deportivo amarillo apareció de la nada, y una familia entró al asiento trasero. Habían llamado a su coyote, o contrabandista de personas, para que los recogiera en las oficinas gubernamentales. Una vez que todos se subieron al auto —uno muy llamativo, en consonancia con el carácter descarado de los coyotes— la familia desapareció con rapidez, lista para intentar el peligroso cruce una vez más.