Durante años, estos subsidios nos permitieron vivir estilos de vida de Balenciaga con presupuestos de Banana Republic. En conjunto, tomamos millones de viajes de Uber y Lyft que nos trasladaron como realeza burguesa mientras dividíamos la cuenta con los inversionistas de esas empresas.
Hace unos años, mientras estaba en un viaje de trabajo en Los Ángeles, pedí un Uber para atravesar la ciudad en hora pico. Sabía que iba a ser un largo trayecto, así que me armé de valor para desembolsar entre 60 y 70 dólares.
En cambio, la aplicación soltó un precio que me dejó boquiabierto: 16 dólares.
Las experiencias de este tipo eran comunes durante la era dorada del Subsidio al Estilo de Vida Milénial, el nombre que me gusta darle al periodo que va más o menos de 2012 a inicios de 2020, cuando muchas de las actividades diarias de los veinteañeros y treintañeros de las grandes ciudades eran cubiertas en secreto por los capitalistas de riesgo de Silicon Valley.
Durante años, estos subsidios nos permitieron vivir estilos de vida de Balenciaga con presupuestos de Banana Republic. En conjunto, tomamos millones de viajes de Uber y Lyft que nos trasladaron como realeza burguesa mientras dividíamos la cuenta con los inversionistas de esas empresas. Sumergimos a MoviePass en la bancarrota al aprovecharnos de sus boletos para ver todas las películas que quisiéramos por 9,95 dólares al mes y tomamos tantas clases de spinning subsidiadas que ClassPass se vio forzada a cancelar su plan ilimitado de 99 dólares al mes. Llenamos cementerios de los cadáveres de las empresas emergentes de entrega de comida —Maple, Sprig, SpoonRocket, Munchery— con solo aceptar sus ofertas de comidas gurmé de bajo precio.
Los inversionistas de estas empresas no tenían la intención de financiar nuestra decadencia. Solo querían darles tracción a sus empresas emergentes, las cuales necesitaban atraer clientes con rapidez para establecer una posición dominante en el mercado, eliminar a la competencia y justificar sus valuaciones estratosféricas. Por lo tanto, inundaron con efectivo a esas compañías y, a menudo, eso llegó hasta los usuarios, a través de precios artificialmente bajos y generosos incentivos.
Ahora, los usuarios se están dando cuenta por primera vez —ya sea por la desaparición de los subsidios o tan solo por un aumento en la demanda de fin de pandemia— de que sus hábitos lujosos en realidad tienen precios lujosos.
“Hoy, mi viaje en Uber de Midtown al aeropuerto JFK me costó lo mismo que mi vuelo de JFK a San Francisco”, hace poco tuiteó Sunny Madra, un vicepresidente de la incubadora de capital de riesgo de Ford, junto con una captura de pantalla de un recibo que mostraba que había gastado casi 250 dólares en un viaje al aeropuerto.
“Airbnb le puso demasiada crema a sus papas”, se quejó otra usuaria de Twitter. “Nadie va a seguir pagando 500 dólares por quedarse en un apartamento durante dos días si pueden pagar 300 dólares por quedarse en un hotel con piscina, servicio a la habitación, desayuno gratis y limpieza diaria. Abran los ojos. LOL”.
Algunas de estas empresas llevan años apretándose el cinturón. Sin embargo, la pandemia parece haber vaciado lo que quedaba en la canasta de las ofertas. El viaje promedio de Uber y Lyft cuesta un 40 por ciento más que hace un año, según Rakuten Intelligence, y las aplicaciones de entrega de alimentos como DoorDash y Grubhub han aumentado sus tarifas de manera constante a lo largo del último año.
En el primer trimestre de 2021, la tarifa diaria promedio de un inmueble en renta de Airbnb aumentó un 35 por ciento, en comparación con el mismo trimestre del año anterior, según documentos financieros de la empresa.
Parte de lo que ocurre es que, conforme aumenta la demanda de esos servicios, las empresas que alguna vez tuvieron que competir por clientes ahora están enfrentando una superabundancia de ellos. Uber y Lyft han tenido problemas con la escasez de choferes y las tarifas de Airbnb reflejan un disparo en la demanda de destinos veraniegos y una escasez de lugares disponibles.
En el pasado, las compañías tal vez podían ofrecer promociones o incentivos para evitar que los clientes recibieran el impacto del precio y prefirieran otro servicio. No obstante, ahora están llevando los subsidios hacia el proveedor —por ejemplo, hace poco Uber creó un fondo de “estímulo para los choferes” de 250 millones de dólares— o los están eliminando por completo.
Confieso que durante años con mucho gusto formé parte de esta economía subsidiada (mi colega Kara Swisher de manera memorable llamó a este fenómeno “asilo para milénials”). Washio me llevaba la ropa de la lavandería, Homejoy me limpiaba la casa y el valet de Luxe me estacionaba el auto: todas esas empresas emergentes prometían servicios por encargo baratos y revolucionarios, pero cerraron porque no fueron rentables. Incluso compré un auto usado por medio de una empresa emergente respaldada con capital de riesgo llamada Beepi, la cual ofrecía un servicio de primera, precios misteriosamente bajos y me entregó el auto envuelto en un moño gigantesco, como se ve en los comerciales de televisión (como era de esperarse, Beepi cerró en 2017, después de quemar 150 millones de dólares de capital de riesgo).
Estos subsidios no siempre terminan mal para los inversionistas. Algunas empresas con respaldo de capital de riesgo, como Uber y DoorDash, han podido aguantar hasta sus ofertas públicas iniciales, al cumplir su promesa de que a final de cuentas los inversionistas verán un rendimiento por su dinero. Otras compañías han sido adquiridas o han podido aumentar con éxito sus precios sin ahuyentar a los clientes.
Uber, empresa que recaudó casi 20.000 millones de dólares en capital de riesgo antes de ingresar a los mercados públicos, tal vez sea el ejemplo más famoso de un servicio subsidiado por inversionistas. Durante una parte de 2015, la empresa estaba gastando 1 millón de dólares a la semana en incentivos para los choferes y los pasajeros tan solo en San Francisco, de acuerdo con un reportaje de BuzzFeed News.
No obstante, el ejemplo más claro de un pivote estremecedor para la rentabilidad podría ser el negocio de los escúteres eléctricos.
¿Recuerdas los escúteres? Antes de la pandemia, no podías caminar por las aceras de las principales ciudades de Estados Unidos sin ver uno. Parte de la razón por la que despegaron tan rápido es que eran ridículamente baratos. Bird, la empresa emergente más grande de escúteres, cobraba 1 dólar para empezar un viaje y luego 15 centavos de dólar el minuto. Para los viajes cortos, rentar un escúter a menudo era más barato que tomar el autobús.
Sin embargo, esas tarifas no representaban para nada el verdadero costo de un viaje de Bird. Los escúteres se descomponían con frecuencia y necesitaban remplazos constantes; además, la empresa estaba sacando el dinero por la puerta a palazos para mantener el servicio en marcha. Hasta 2019, Bird estaba perdiendo 9,66 dólares por cada 10 dólares que ganaba en los viajes, según una presentación reciente de inversionistas. Esa cifra es impactante y el tipo de pérdidas sostenidas que son posibles solo para una empresa emergente de Silicon Valley con inversionistas en extremo pacientes (imagina un lugar de sándwiches y ensaladas que cobre 10 dólares por un sándwich con ingredientes que costaron 19,66 dólares y luego imagina cuánto tiempo seguiría abierto el restaurante).
Las pérdidas relacionadas con la pandemia, junto con la presión de generar ganancias, obligó a Bird a ahorrar. Aumentó sus precios — en algunas ciudades, un viaje de Bird ahora cuesta hasta 1 dólar más 42 centavos de dólar el minuto—, fabricó escúteres más duraderos y remodeló su sistema de gestión de flotillas. Durante la segunda mitad de 2020, la empresa ganó 1,43 dólares por cada viaje de 10 dólares.
Como milénial urbano que disfruta una buena oferta, yo podría —y lo hago con frecuencia— lamentar la desaparición de esos subsidios. Y disfruto escuchar sobre gente que descubrió ofertas todavía mejores que yo (destaca como un clásico del género el ensayo de Ranjan Roy “DoorDash and Pizza Arbitrage”, sobre la época en la que Roy se percató de que DoorDash estaba vendiendo las pizzas del restaurante de un amigo en 16 dólares pero le pagaba 24 dólares por pizza al restaurante, así que el amigo procedió a pedir decenas de pizzas del restaurante mientras se embolsaba 8 dólares de diferencia).
Sin embargo, es difícil criticar a estos inversionistas por querer que sus empresas generaran ganancias. Además, a un nivel más generalizado, tal vez sea bueno encontrarle usos más eficientes al capital que darles descuentos a los urbanitas pudientes.
En 2018, escribí que toda la economía estaba empezando a parecerse a MoviePass, el servicio de suscripción cuya irresistible y nada rentable oferta de boletos diarios para películas por una inscripción fija de 9,95 dólares allanó el camino para su declive. Pensaba que las empresas como MoviePass querían desafiar las leyes de la gravedad con modelos comerciales que suponían que, si lograban una escala enorme, iban a poder encender un interruptor y comenzar a ganar dinero en algún momento (en los círculos del sector tecnológico, esta filosofía, la cual más o menos inventó Amazon, ahora es conocida como “blitzscaling”).
Hay irracionalidad de sobra en el mercado y algunas empresas emergentes siguen quemando inmensas montañas de dinero en busca de crecimiento. Sin embargo, cuando esas empresas maduran, parecen descubrir los beneficios de la disciplina financiera.
Uber perdió tan solo 108 millones de dólares en el primer trimestre de 2021: un cambio que en parte se le puede atribuir a la venta de su división de vehículos autónomos y una inmensa mejoría, aunque usted no lo crea, en comparación con el mismo trimestre del año pasado, cuando perdió 3000 millones de dólares. Tanto Uber como Lyft han prometido ser rentables este año en una base ajustada.
Lime, la principal competencia de Bird en los escúteres eléctricos, generó su primera ganancia trimestral el año pasado y Bird, la cual hace poco presentó su documentación para ingresar en los mercados públicos por medio de una Empresa de Adquisición con Propósito Especial (mejor conocidas como SPAC, por su sigla en inglés), en una valuación de 2300 millones de dólares, ha proyectado una mejor rentabilidad en los años por venir.
Por supuesto que las ganancias son buenas para los inversionistas. Y aunque duele pagar precios libres de subsidios por nuestras extravagancias, también hay un sentido de justicia. Contratar a un chofer privado para que te lleve por Los Ángeles durante la hora pico debería costar más de 16 dólares, si todo el mundo en esa transacción recibe una compensación justa. Que alguien te limpie la casa, te lave la ropa o te lleve la cena debería ser un lujo, si no hay explotación involucrada. El hecho de que algunos servicios de gama alta ya no sean asequibles con tanta facilidad para la gente semiacaudalada podría parecer un acontecimiento preocupante, pero tal vez es una señal de progreso.