La disfunción política que tiene secuestrado a Estados Unidos, también tiene secuestrada a la ciencia.
En el invierno de 1848, un patólogo prusiano de 26 años llamado Rudolf Virchow fue enviado a investigar una epidemia de tifus que azotaba la Alta Silesia, gran parte de lo que es hoy en día Polonia.
Después de tres semanas de observación meticulosa de la población afectada —durante las cuales contabilizó con atención las muertes y casos de tifus y las agrupó por edad, sexo, profesión y clase social— regresó con un informe de 190 páginas que concluyó que la pobreza y la exclusión social habían sido responsables de la epidemia, y la calificó como una crisis innecesaria. “Estoy convencido de que, si cambiaran estas condiciones, la epidemia no se repetiría”, escribió.
Virchow tenía solo unos pocos años de haberse graduado de la escuela de medicina, pero su informe se convirtió en un documento fundacional de la medicina social, una nueva disciplina. Su visión de la salud fue más allá de los individuos y los patógenos que acechaban en su interior: fue el pionero de la rigurosa exploración epidemiológica de las condiciones sociales como la vivienda, la educación, la dieta y el estilo de vida, y denunció la rígida estratificación social perpetuada en ese momento por la Iglesia Católica.
Las mismas condiciones de desigualdad que produjeron la epidemia de tifus en Silesia pronto impulsarían una revolución política en Alemania, y la investigación de Virchow lo ayudó a convertirse en un revolucionario político. “La medicina es una ciencia social y la política no es más que medicina a gran escala”, escribió.
Para los epidemiólogos que estudian el coronavirus en la actualidad, esa escala todavía se mide por el trivial acto de contar. El recuento comienza con estadísticas descriptivas sobre el estado diario de la pandemia: quién está infectado, quién está enfermo, cuántos han muerto. Luego, esas cifras se utilizan para pronosticar el futuro de la pandemia, lo que permite a las autoridades planificar y movilizar recursos. Los epidemiólogos utilizan esos datos para discernir patrones a lo largo del tiempo y entre diferentes grupos de personas, y para determinar las razones por las que algunos se enferman y otros no. Esa es la parte difícil de la epidemiología.
Sabemos que el virus SARS-CoV-2 es la causa del COVID-19, y en ese sentido la historia es muy simple. Pero ¿por qué una persona expuesta se infecta y otra no? A pesar de más de 200 millones de casos detectados en todo el mundo, los científicos aún no comprenden mucho sobre la transmisión, ni qué es lo que hace que una persona infectada se enferme lo suficiente como para necesitar hospitalización, más allá de los datos demográficos básicos como la edad y el sexo.
Ya se han publicado casi medio millón de artículos científicos sobre el COVID-19, y estos reúnen una vertiginosa variedad de hipótesis para explicar los patrones observados, pero una gran mayoría de esas conjeturas se han desvanecido con rapidez. Por ejemplo, numerosos estudios al principio señalaron la relativa ausencia de casos de COVID-19 en África y Asia del Sur, lo que generó muchas conjeturas respecto al ambiente, la genética y la conducta. Eso se detuvo cuando, de repente, los países africanos y la India también se vieron devastados por el aumento de la cantidad de casos. Muchas teorías epidemiológicas fueron y vinieron, como la del impacto de la altitud y el grupo sanguíneo. Sin embargo, hay una asociación constante que se mantuvo, y es la misma que Virchow encontró en la Alta Silesia: nuestra pandemia actual tiene un patrón social.
Esta sigue siendo una de las pocas observaciones persistentes que describe de forma sistemática los riesgos de infección, hospitalizaciones y muerte por COVID-19 en todo el mundo. Sin embargo, aunque la riqueza se correlaciona con aquellos, en los países ricos, que pueden trabajar desde casa y comprar comestibles en línea, no explica tan bien los patrones entre grupos más grandes de personas en los estados y naciones. En este nivel, parece que las características más destacadas que distinguen la gravedad de la pandemia son factores relacionales como la igualdad económica y la confianza social. Ni al observador casual le sorprende que la pandemia haya golpeado con más fuerza a países asolados por la división política y el conflicto social.
Por ejemplo, consideremos la cantidad de muertes excesivas en los países durante la pandemia. Al examinar las naciones afectadas con mayor gravedad, como Perú, Bolivia, Sudáfrica y Brasil, lo que se ve en su mayoría son a países de ingresos medios con crisis políticas e instituciones sociales débiles. Por otro lado, las naciones que tuvieron menos muertes de las esperadas en base a las tendencias prepandémicas, a menudo son más ricas, pero también se distinguen por tener altos niveles de cohesión política, confianza social, igualdad de ingresos y una estructura colectiva, como Nueva Zelanda, Taiwán, Noruega, Islandia, Japón, Singapur y Dinamarca. Muchos investigadores han llegado a conclusiones similares en investigaciones dentro y entre países acerca de los indicadores de polarización política, capital social, confianza en el gobierno y desigualdad de ingresos.
Tiene sentido que la polarización política obstaculice una respuesta pandémica efectiva, pero es aquí donde la inferencia explicativa se complica mucho más, porque los epidemiólogos, como todos los demás, existimos dentro de las fuerzas sociales que dan forma a la pandemia. Somos ciudadanos y científicos, y ninguno de nosotros es inmune a la politización y la manera en que esta distorsiona a las percepciones y a las conclusiones.
Por ejemplo, ¿cómo se convirtió la eficacia de un fármaco como la hidroxicloroquina en una prueba de fuego política, en lugar de una pregunta para un estudio clínico imparcial? No hay ninguna ganancia cuando las preguntas científicas y políticas básicas se convierten en balones ideológicos que se inflan y rebotan de un lado a otro. Estados Unidos es la entidad de investigación biomédica dominante en el mundo, por lo que su clara disfunción política se convirtió en un problema global. Esto impregnó a todas nuestras acciones como epidemiólogos de dudas, sospechas y un tufillo de partidismo.
La política nos ha perseguido en todo momento durante estos últimos 18 meses: impactantes fracasos en los CDC y la FDA bajo nombramientos políticos, la politización de medidas comprobadas como el uso de cubrebocas, vacunas y más.
Considera el regreso a las clases presenciales. Para abril de 2020, más de las tres cuartas partes de la población infantil en edad escolar del mundo estaba confinada en casa. Sin embargo, con rapidez aprendimos lo suficiente como para reabrir las escuelas de manera segura para los niños más pequeños —con medidas como el uso de cubrebocas y una ventilación adecuada— y esto es, de hecho, lo que sucedió en gran parte de Canadá, Europa y Asia.
Sin embargo, ese progreso de la evidencia a la acción política chocó con un muro en Estados Unidos cuando el gobierno de Trump promovió de manera agresiva la reanudación de las clases presenciales como un paso crucial hacia la recuperación económica. Cuando el expresidente expresó su apoyo a la prioridad de que los niños regresaran a las aulas, los políticos de estados demócratas, los sindicatos de maestros y muchos epidemiólogos se opusieron de manera rotunda. Tener un discurso racional sobre la medida política se volvió casi imposible. Cada interpretación de la evidencia se vio teñida por la sospecha de que estaba al servicio de alguna alianza política.
La ciencia es un proceso social, y todos vivimos en medio de un caldo social de personalidades, partidos políticos y poder. La disfunción política que tiene secuestrado a Estados Unidos también tiene secuestrada a la ciencia.
Virchow escribió que “la existencia de una enfermedad masiva significa que esa sociedad está desarticulada”. El hecho de que una sociedad esté desarticulada significa que la investigación epidemiológica está desarticulada, porque existe dentro de la misma sociedad. Este no es un problema nuevo, pero el lema dominante de “sigue a la ciencia” pasa por alto el hecho de que la misma patología social que agudiza la pandemia también debilita nuestra respuesta científica a ella.
Para restaurar la fe en la ciencia, debe haber, en general, fe en las instituciones sociales, y esto requiere un ajuste de cuentas político. Por supuesto que se pueden enumerar muchos desafíos específicos para los científicos: el sistema de revisión por expertos se está descarrilando, la investigación universitaria está plagada de presiones de comercialización, y así como esos, muchos más. Pero todos estos retos son los síntomas, no la enfermedad subyacente.
El verdadero problema es, sin más, que las sociedades enfermas tienen instituciones enfermas. La ciencia no es un dominio enclaustrado en las nubes, pero sí está sepultada en el lodo junto a todo lo demás. Esa fue la razón por la que, apenas ocho días después de su investigación en la Alta Silesia, Virchow se fue a las barricadas en Berlín para luchar por la revolución.
Este artículo apareció originalmente en The New York Times.