Hay muchas posibles razones por las que las personas estarían reacias a trabajar en puestos terribles. La gente que cuenta con la seguridad del subsidio de desempleo y los fondos de estímulo quizá está esperando a que se abran mejores vacantes.
Los trabajadores del mundo que han sufrido desde hace mucho al fin han obtenido algo de influencia sobre sus jefes, y su nuevo poder es algo glorioso de ver.
Esta semana, en Corea del Sur, decenas de miles de miembros de sindicatos montaron una huelga de un día para exigir mejores prestaciones y protecciones para los trabajadores temporales y por contrato. En el Reino Unido, donde el brexit ha provocado una grave escasez de bienes y de mano de obra, el primer ministro Boris Johnson se ha adjudicado el crédito, de manera sospechosa, de lo que él llama una nueva era de aumento salarial.
Además, en Estados Unidos, una cifra récord de casi 4,3 millones de personas renunció a sus trabajos en agosto, según el Departamento del Trabajo, y más de 10 millones de puestos quedaron desocupados, una cantidad un tanto menor a la de julio, cuando hubo alrededor de 11 millones de vacantes. La escasez de trabajadores ha conducido a un aumento de salarios que ha superado las expectativas de muchos economistas y tal parece que ha desconcertado a los jefes que están acostumbrados a que los empleados atiendan de inmediato todas y cada una de sus necesidades.
Hay muchas posibles razones por las que las personas estarían reacias a trabajar en puestos terribles. La gente que cuenta con la seguridad del subsidio de desempleo y los fondos de estímulo quizá está esperando a que se abran mejores vacantes. Los trabajadores que pasaron el último año y medio en la primera línea de empleos peligrosos en industrias ingratas —por ejemplo, la vigilancia del uso de cubrebocas entre clientes beligerantes en tiendas y restaurantes— tal vez ya están agotados de esa experiencia. Y muchos trabajadores aún tienen miedo de poner en riesgo su salud en una pandemia que sigue en curso, además de que la falta de servicios de cuidado para niños y personas mayores ha acumulado costos y complicaciones que hacen que muchos trabajos no valgan el esfuerzo.
Todo esto tiene lógica. Pero quizá también haya algo más profundo en juego. En esta repentina reorganización de la vida diaria, es posible que la pandemia haya orillado a muchas personas a contemplar una posibilidad muy poco estadounidense: que nuestra sociedad está demasiado obsesionada con el trabajo, que el empleo no es la única manera de encontrarle un significado a la vida y que a veces no tener trabajo es mejor que tener uno malo.
“La pandemia nos trajo una especie de separación forzada del trabajo y una distancia crucial, y poco común, de la rutina diaria”, me dijo Kathi Weeks, profesora de Género, Sexualidad y Estudios Feministas en la Universidad Duke. “Creo que lo que estamos viendo en el hecho de que la gente se rehúse a regresar es una clase de anhelo de libertad”.
Weeks, autora de “El problema del trabajo”, se cuenta dentro de un puñado de académicos que abogan por una revaluación a gran escala del papel que tiene el trabajo en las sociedades más prósperas. Sus ideas han sido denominadas “postrabajo” o “antitrabajo” y, aunque comparten metas con otros actores del mercado laboral —entre ellos, los sindicatos de trabajadores y los defensores de un salario mínimo más alto y una red de seguridad social más fuerte—, el llamado de estos académicos va dirigido a algo más grande que prestaciones mejoradas.
Están cuestionando algunas de las ideas fundamentales de la vida moderna, sobre todo de la vida en Estados Unidos: ¿y si el trabajo remunerado no es el único uso valioso de nuestro tiempo? ¿Y si lograr el éxito en tu carrera no es la única manera de ganar estatus y relevancia en la sociedad? ¿Y si elegir una vida que no se guíe por las neurosis y las obsesiones del empleo remunerado se puede considerar un estilo de vida perfectamente aceptable y razonable?
Cabe reconocer que la evidencia detrás de esta revaluación es más anecdótica que rigurosa. Bien podría suceder que, en cuanto los mercados laborales se relajen, los trabajadores vuelvan a rendir pleitesía a sus jefes.
Sin embargo, David Frayne, sociólogo y autor de “The Refusal of Work”, señaló que los eventos traumáticos suelen hacer que las personas revalúen sus vidas y metas.
“La pandemia ha tenido el potencial de crear ese tipo de disrupción en una escala masiva”, me dijo Frayne, y la disrupción ha creado nuevas oportunidades políticas para regular los mercados laborales de maneras que beneficien a los trabajadores. Destacó que, en el Reino Unido, donde él vive, los políticos han comenzado a considerar la idea de una semana laboral de cuatro días, un plan que desde hace tiempo se había considerado inviable.
En Estados Unidos, la enorme legislación de política social propuesta por el gobierno de Joe Biden —que ahora se ha quedado varada en el Congreso— también se concibió en parte como una vía para resolver los problemas que padecieron los trabajadores durante la pandemia. Además, la pandemia abrió un espacio para el debate de ideas más fuera de lo común para una sociedad que ya no se centra en el trabajo, en particular, un sueldo básico universal, una política que se está poniendo a prueba en programas piloto distribuidos en todo el país.
Se puede echar un vistazo a un mundo postrabajo en el foro “/antiwork” de Reddit “para los que quieren acabar con el trabajo”, que se ha vuelto viral en los últimos meses, con cientos de miles de seguidores que comparten su causa subversiva. El foro abunda en publicaciones de trabajadores iracundos que ya no tolerarán más abusos, así como muchas capturas de pantalla de gente que cuenta cómo está retando a sus supervisores y renunciando con furia tras años de explotación.
He estado leyendo las publicaciones del foro desde hace meses y, para mi sorpresa, he compartido la emoción visceral de ver a las personas recuperar las riendas de su vida de entre las fauces del capitalismo que roba el alma y destruye la salud.
Me sorprendió encontrar una causa común con personas en este foro porque está claro que yo tengo muy poco de que quejarme, en cuanto a mi trabajo. Es un hecho que, al menos una vez al día, siento una inmensa gratitud. El trabajo al que me dedico —escribir esta columna— es menos demandante a nivel físico y más gratificante a nivel intelectual que cualquier cosa que tuvieron que soportar mis ancestros para ganarse el pan y —no les digan a mis jefes— percibo una remuneración más que justa por mi tiempo y esfuerzo.
Suena perfecto, ¿no?
Aun así, muchas veces mi trabajo puede sentirse como un infierno abrasador. Tengo esposa e hijos y dos gatos adorables, pero el trabajo es lo primero que pienso cada mañana y lo último que me preocupa cada noche. Mi trabajo es dueño de mi mente y mi tiempo, le dedico lo mejor de mi atención y creatividad y es la causa de mis neurosis más profundas y mi estrés menos tratable.
Me avergüenza decir que no me había dado cuenta de cuánto dominaba mi vida el trabajo hasta la pandemia, hasta que este meteoro impactó nuestras vidas y me obligó a reconsiderar lo que estaba haciendo.
No estoy diciendo que voy a renunciar, espero poder conservar este trabajo durante mucho tiempo. Solo que ahora tengo espacio en mi mente para una verdad que mi adicción al trabajo previa a la pandemia nunca me permitió contemplar: que incluso un trabajo de ensueño es un trabajo y, en la incesante cultura de la productividad estadounidense, hemos convertido a nuestros trabajos en prisiones para nuestra mente y alma. Es hora de liberarnos.