Ya no hay duda de que Trump intentó anular los resultados de unas elecciones legales y, cuando todo lo demás falló, alentó y trató de instigar un ataque violento contra el Congreso.
Al igual que mucha gente, esperaba lo peor de la comisión que investiga el 6 de enero: discursos largos y aburridos, políticos que fanfarronean y toman posiciones y muchos “su palabra contra la mía”.
En cambio, lo que hemos obtenido ha sido fascinante y aterrador. Claro está que los sospechosos de siempre critican las minucias (aunque nunca las cuestiones fundamentales, como el deseo de Donald Trump de participar en un asalto armado al Capitolio, y nunca, de forma reveladora, bajo juramento) y, vergonzosamente, algunos en los medios de comunicación les siguen el juego. Pero, siendo realistas, ya no hay duda de que Trump intentó anular los resultados de unas elecciones legales y, cuando todo lo demás falló, alentó y trató de instigar un ataque violento contra el Congreso.
Dejaré que sean los expertos legales quienes determinen si las pruebas deben conducir a un proceso penal formal y, en particular, si el propio Trump debe ser acusado de conspiración sediciosa. Pero ninguna persona razonable puede negar que lo que ocurrió después de las elecciones de 2020 fue un intento de golpe de Estado, una traición a todo lo que Estados Unidos representa.
Todavía veo a algunas personas que comparan este escándalo con el de Watergate. Eso es como comparar una agresión con una infracción de tránsito. Por mucho, las acciones de Trump fueron lo peor que ha hecho un presidente estadounidense.
Pero esta es la cuestión: decenas de personas en el gobierno de Trump o cercanas a este debían saber lo que ocurría; sin duda, muchas de ellas tienen conocimiento de primera mano de, al menos, algunos aspectos del intento de golpe. Sin embargo, solo un puñado ha revelado lo que sabe.
¿Y qué me dicen de los republicanos en el Congreso? Casi sin duda, muchos, sino es que la mayoría, se dan cuenta de la magnitud de lo que ocurrió —después de todo, el allanamiento al Capitolio puso sus propias vidas en peligro. A pesar de ello, 175 republicanos de la Cámara de Representantes votaron en contra de crear una comisión nacional sobre la insurrección del 6 de enero y solo 35 de ellos estuvieron a favor.
¿Cómo podemos explicar esta abdicación del deber? Incluso ahora, es probable que los fanáticos del MAGA sean una minoría entre los políticos del Partido Republicano. Por cada Lauren Boebert o Marjorie Taylor Greene, lo más probable es que haya varios Kevin McCarthys: arribistas, no locos, fieles al partido más que fanáticos. Sin embargo, el ala del Partido Republicano que no está loca, con solo un puñado de excepciones, ha hecho todo lo posible para evitar cualquier rendición de cuentas sobre el intento de golpe.
Lo que me hace pensar en la naturaleza del valor y en la forma en que el valor (o la cobardía) está mediado por las instituciones.
Los seres humanos pueden ser en extremo valientes. Como vemos en las noticias de Ucrania todos los días, muchos soldados están dispuestos a aguantar bajo mortíferas descargas de artillería. Los bomberos se lanzan a los edificios en llamas. De hecho, la policía del Capitolio fue heroica en su defensa del Congreso el 6 de enero de 2021.
Tales muestras de valor físico no son habituales: la mayoría de nosotros nunca sabremos cómo actuaríamos en tales circunstancias. Sin embargo, si el valor físico es algo extraordinario, el valor moral —la voluntad de defender lo que uno cree que es lo correcto, incluso ante la presión social para quedarse callado— lo es todavía más. Y el coraje moral es de lo que los compinches de Trump y los miembros republicanos del Congreso carecen de manera muy evidente.
¿Es esto una cuestión partidista? No podemos en realidad saber cómo responderían los miembros del otro partido si un presidente demócrata intentara un golpe similar, pero eso es en parte porque tal intento es más o menos inconcebible. Porque, como los politólogos han señalado desde hace tiempo, los dos partidos son muy diferentes, no solo en sus políticas, sino también en sus estructuras institucionales.
El Partido Demócrata, aunque puede estar más unificado que en el pasado, sigue siendo una coalición poco firme de grupos de interés. Algunos de estos grupos de interés son dignos de elogio, otros no tanto, pero en cualquier caso la holgura da a los demócratas espacio para criticar a sus líderes y, si lo desean, adoptar una postura de principios.
El Partido Republicano es una entidad mucho más monolítica, en la que los políticos compiten por quién se adhiere más fielmente a la línea del partido. Esa línea solía estar definida por la ideología económica, pero en la actualidad se trata más de posicionarse en las guerras culturales y de la lealtad personal a Trump. Se necesita un gran valor moral para que los republicanos desafíen los dictados del país y quienes lo hacen son excomulgados de inmediato.
Hay una excepción que confirma la regla: la sorprendente postura prodemocrática de los neoconservadores, la gente que nos dio la guerra de Irak. Ese fue un pecado terrible, que nunca se olvidará. Pero durante los años de Trump, mientras la mayor parte del Partido Republicano se doblegaba ante un hombre cuya maldad comprendía a la perfección, casi todos los neoconservadores prominentes (desde William Kristol y Max Boot hasta, sí, Liz Cheney) se pusieron sin chistar del lado del Estado de derecho.
¿De dónde viene esto? No creo que sea un insulto a la valentía de esta gente señalar que los neoconservadores siempre fueron un grupo distinto, que nunca estuvo del todo asimilado por el monolito republicano, con carreras que se basaban en parte en reputaciones fuera del partido. Se podría decir que esto los deja más libres que los republicanos comunes para proceder de acuerdo con sus conciencias.
Por desgracia, quedan todo lo demás. Si los demócratas son una coalición de grupos de interés, los republicanos son ahora una coalición de locos y cobardes. Y es difícil decir qué republicanos representan el mayor peligro.