La muerte de la reina es un evento genuinamente traumático, que deja ansiosos y a la deriva a muchos de los que viven en este estoico país. Mientras aceptan la pérdida de una figura que encarnó al Reino Unido, dudan de la identidad de su nación, su bienestar económico y social, o incluso su papel en el mundo.
LONDRES — Apenas se dio a conocer la tan anticipada noticia de que la reina Isabel II había muerto, el Reino Unido activó la Operación Puente de Londres, el plan funerario meticulosamente coreografiado que guía al país a través de los rituales de tributo y luto que culminan con el entierro de la reina 10 días después.
Pero el plan, con su gran precisión, encubre algo mucho más complicado: una ruptura en la psique nacional. La muerte de la reina la semana pasada, a los 96 años, es un evento genuinamente traumático, que deja ansiosos y a la deriva a muchos de los que viven en este estoico país. Mientras aceptan la pérdida de una figura que encarnó al Reino Unido, dudan de la identidad de su nación, su bienestar económico y social, o incluso su papel en el mundo.
Para algunos, casi parece como si el puente de Londres se hubiera desplomado.
Este trauma no fue del todo inesperado: Isabel reinó durante 70 años, lo que la convirtió en la única monarca que la mayoría de los británicos conocieron. Sin embargo, la ansiedad está todavía más arraigada, dicen estudiosos y comentaristas, un reflejo no solo de la larga sombra de la reina, sino también del país inestable que esta deja tras su muerte.
Desde el brexit y la pandemia de coronavirus hasta los escándalos en serie que hace poco expulsaron al primer ministro Boris Johnson, el final de la segunda era de Isabel ha sido una época de agitación sin fin para el Reino Unido.
En solo dos meses desde que Johnson anunció que dejaría el cargo, la inflación se ha disparado, se avecina una recesión y el monto que pagan los hogares por el consumo energético casi se ha duplicado. Casi perdida en la efusión mundial después de la muerte de la reina, la nueva primera ministra, Liz Truss, con tres días en el cargo, implementó un plan de emergencia para limitar los precios de la energía a un costo probable de más de 100.000 millones de dólares.
“Todo aviva una sensación de incertidumbre e inseguridad, que ya existía debido al brexit y después el COVID, y ahora se suma una nueva primera ministra muy inexperta”, dijo Timothy Garton Ash, profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford. La reina, afirmó, era el cimiento, “y ahora el cimiento ya no está”.
No solo el cimiento, sino el ritmo de la vida cotidiana británica: su imagen está impresa en billetes de libras y sellos postales, su monograma real —E.R. por Elizabeth Regina— está estampado en banderas y buzones postales rojos en todo el país.
El sábado, en la proclamación formal de su hijo, Carlos, como rey, el vacío dejado por la reina era palpable. Su trono vacío, con las iniciales E.R., se alzaba ante una asamblea del nuevo monarca; su heredero, el príncipe Guillermo; el arzobispo de Canterbury; y la primera ministra y sus seis predecesores vivos.
Especialmente para los británicos de más edad, la pérdida es “profunda, personal y casi familiar”, dijo Johnson, al rendir homenaje a la reina en el Parlamento el viernes, cuatro días después de que la soberana aceptara su renuncia en uno de sus últimos actos.
“Tal vez se deba en parte a que ella siempre ha estado allí, un punto de referencia humano inmutable en la vida británica”, declaró. “La persona que, según dicen todas las encuestas, aparece más a menudo en nuestros sueños. Tan invariable en su resplandor real que tal vez nos dejamos llevar por la idea de que podría ser, de alguna manera, eterna”.
Más allá de la constancia de la reina, dijeron Johnson y otros, estaba su inmenso prestigio mundial. Fue un vínculo vivo con la Segunda Guerra Mundial, después de la cual Winston Churchill ayudó a dibujar el mapa del mundo de la posguerra, sentado a una mesa de conferencias en Yalta con Franklin D. Roosevelt y Iósif Stalin.
Johnson y Truss se han remontado a ese papel con el sólido apoyo que le han dado a Ucrania. Pero en estos días, el Reino Unido no es tanto una potencia importante al centro de la toma de decisiones global, sino una potencia mediana que anima desde la periferia. Es apropiado que el último británico en recibir un funeral de Estado, hasta el de la reina, programado para el 19 de septiembre en la abadía de Westminster, fuera Churchill en 1965.
“Mi propia reflexión personal es que probablemente nunca habrá una ocasión en la que la muerte de otra figura británica sea tan lamentada a nivel mundial”, opinó Garton Ash de Oxford. “Es de alguna manera un último momento de grandeza británica”.
A pesar de todas las dificultades que conlleva el poder, la reina proyectó influencia no a través de la fuerza política o militar, sino a través de un deber permanente con el país. Su servicio durante la guerra y su mandato digno contrastaban con la política a menudo conflictiva del Reino Unido, sin mencionar a los autócratas extranjeros que a veces tuvo que recibir como visitas.
Fue, según algunos, una pionera en el ejercicio de lo que más tarde se conocería como “poder blando”.
“No puedo guiarlos a la batalla”, declaró la reina en 1957. “No les doy leyes ni administro justicia. Pero puedo hacer otra cosa. Puedo darles mi corazón y mi devoción a estas viejas islas y a todos los pueblos de nuestra hermandad de naciones”.
En los parques y plazas alrededor del Palacio de Buckingham, donde multitudes se reunieron el sábado, la gente habló de su pérdida en términos políticos y personales.
“Ella significaba confianza y estabilidad”, comentó Kate Nattrass, de 59 años, una reclutadora de salud de Christchurch, Nueva Zelanda, país miembro de la Mancomunidad de Naciones.
Pero la reina lo hizo a costa de un gran sacrificio personal. “En muchos sentidos, fue una mujer a la que le robaron la posibilidad de ser ella misma”, dijo Nattrass. “Quizá dejó de compartir muchos momentos con su propia familia por eso”.
Callum Taylor, de 27 años, un actor de la ciudad de Preston, en el noroeste de Inglaterra, viajó a Londres para dejar rosas amarillas en las puertas del palacio. Dijo que había oído que el amarillo era uno de los colores favoritos de Elizabeth. Taylor admitió que no estaba seguro de esa información, pero agregó: “Creo que todos sentimos que la conocíamos”.