La plataforma seguirá albergando movimientos sociales, protestas políticas y actos de rebeldía. Pero los usuarios podrían darse cuenta de que su “plaza pública” (como Musk ha llamado a Twitter) se siente diferente cuando está controlada por un solo multimillonario impredecible.
Hace una década, cuando Twitter —en aquel entonces un servicio de microblogueo joven y rudimentario— irrumpió en la corriente principal, se sentía como una herramienta para desafiar a la autoridad.
Activistas a favor de la democracia en Libia y Egipto utilizaron Twitter para ayudar a derrocar dictaduras. Los estadounidenses lo usaron para ocupar Wall Street. Y en 2013, cuando George Zimmerman fue absuelto del asesinato de un joven afroestadounidense desarmado llamado Trayvon Martin, el movimiento #BlackLivesMatter echó sus raíces en Twitter.
Estas campañas alimentaron una de las ideas definitorias de la década de 2010: que las redes sociales eran el sueño de los oprimidos, una herramienta para la organización de base que empoderaría a los disidentes y grupos marginados, derribaría a las instituciones corruptas y le daría al ciudadano de a pie la capacidad de comunicarse en igualdad de condiciones con magnates y tiranos. O, como dijo el activista y artista chino Ai Weiwei en 2010: “Twitter es la herramienta del pueblo, la herramienta del ciudadano común, de la gente que no tiene otros recursos”.
Esa narrativa —por inestable que haya sido todo este tiempo— terminó de manera oficial la semana pasada, cuando Twitter se convirtió en propiedad del hombre más rico del mundo.
Elon Musk, el empresario multimillonario cuya oferta intermitente por Twitter este año ha estado marcada por el caos y la confusión, ahora ha agregado a la compañía a una cartera personal que incluye a Tesla, SpaceX y The Boring Company.
El acuerdo, que le costó a Musk y a sus socios inversores 44.000 millones de dólares, es histórico por varias razones. Fue la compra más grande en la historia de la industria de la tecnología y la primera vez en años que una importante red social se le vende a alguien ajeno al sector.
También fue un final simbólico a una década en la que las redes sociales evolucionaron para ser, en muchos sentidos, más útiles para los poderosos que para los indefensos.
La adquisición de Musk podría no cambiar Twitter de la noche a la mañana. La plataforma seguirá albergando movimientos sociales, protestas políticas y actos de rebeldía. Pero los usuarios podrían darse cuenta de que su “plaza pública” (como Musk ha llamado a Twitter) se siente diferente cuando está controlada por un solo multimillonario impredecible.
Cuando comenzó operaciones en 2006, los creadores de tendencias menospreciaron a Twitter y la calificaron como una aplicación de moda donde los “nerds” y narcisistas aburrían a sus amigos con detalles mundanos sobre sus vidas. Uno de sus primeros críticos la llamó “el Seinfeld del internet”: un sitio web sobre nada.
Pero para principios de la década de 2010, había crecido hasta convertirse en un punto de encuentro mundial al que acudían millones de personas para intentar darle sentido al mundo que les rodeaba. Sus ráfagas veloces de 140 caracteres convirtieron a Twitter en una herramienta valiosa para quienes querían dirigir una conversación, llamar la atención sobre una causa o simplemente darle un vistazo al caleidoscopio del pensamiento humano.
En un día cualquiera, Twitter era el lugar para: hablar sobre las noticias, quejarse de la comida de las aerolíneas, coquetear con extraños, anunciar un terremoto, gritarle a tu senador, apoyar a tus equipos deportivos, publicar desnudos, hacer chistes idiotas, arruinar tu propia reputación, arruinar la reputación de otra persona, documentar la brutalidad policial, discutir sobre anime, caer en una estafa de criptomonedas, comenzar una carrera musical, procrastinar, seguir el mercado de valores, emitir una disculpa pública, compartir artículos científicos, comentar “Juego de tronos”, o encontrar recetas de pollo a la plancha, entre muchas otras cosas.
Y aunque nunca fue la plataforma de redes sociales más grande o la más rentable, Twitter parecía nivelar el terreno de juego de una manera que otras aplicaciones nunca lograron.
Pero a medida que Twitter y otras redes sociales fueron creciendo, las personas poderosas descubrieron que estas aplicaciones podían ayudarles a ampliar su poder de nuevas maneras. Los líderes autoritarios descubrieron que podían usarlas para sofocar la disidencia. Los extremistas se dieron cuenta de que podían incitar turbas llenas de odio para lograr que mujeres y personas de color dejaran de tener presencia en línea.
Las celebridades e influentes descubrieron que cuanto más loco actuaban, más atención recibían, y ajustaron su comportamiento en consecuencia. Una creencia fundamental de los pioneros de las redes sociales —que el simple acto de darles a las personas las herramientas para expresarse crearía una sociedad más justa y conectada— comenzó a parecer irremediablemente ingenua.
Y cuando Donald Trump montó una ola de retuits que lo llevó hasta la Casa Blanca en 2016, y utilizó su cuenta de Twitter como presidente para difundir teorías de conspiración, librar guerras culturales, socavar la salud pública y amenazar con una guerra nuclear, la idea de que la aplicación era un regalo para los oprimidos se hizo aún más difícil de defender.
Desde 2016, Twitter ha intentado limpiar su desorden, a través de la implementación de nuevas reglas sobre la desinformación y el discurso de odio y el bloqueo de algunos troles de alto perfil. Esos cambios lograron que la plataforma fuera más segura y menos caótica, pero también alienó a los usuarios que se sentían incómodos con lo poderoso que se había vuelto Twitter.
Estos usuarios se molestaron con las decisiones de moderación de contenido de la compañía, como la que se tomó para suspender de forma permanente la cuenta de Trump tras la insurrección del 6 de enero de 2021. Acusaron a los líderes de la plataforma de arrodillarse ante una mafia censuradora. Algunos usuarios sintieron nostalgia por el Twitter menos estructurado y más libre que tanto les gustaba.
Musk ha promocionado su adquisición de Twitter como una medida para devolver el sitio a su antigua gloria.
“El pájaro está libre”, tuiteó el jueves por la noche, después de que se cerró el trato.
Es posible que, como sugiere Musk, flexibilizar las reglas de Twitter pueda revitalizar la aplicación o traer de vuelta a los usuarios inactivos. También es posible que empodere a fanáticos intolerantes y troles, y destruya años de trabajo que hicieron que la plataforma fuera más segura para los usuarios y más atractiva para los anunciantes. Es posible que Musk pueda revertir sus planes de hacer cambios radicales. (El viernes, Musk dejó entrever un posible repliegue, al afirmar que convocará “un consejo de moderación de contenido con puntos de vista muy diversos” antes de revertir bloqueos o tomar otras decisiones importantes).
Pero pase lo que pase, es seguro predecir que, con Musk al mando, Twitter no recuperará su antigua identidad como un lugar para que rebeldes y revolucionarios se comuniquen ocultos de los radares de los poderosos. Ese pájaro ya se fue volando.