Cerré mi cuenta de OkCupid… y reabrí la de Petfinder, con una lista expandida y mejorada de términos de búsqueda: “De pelo corto o largo, de cualquier edad, a 160 kilómetros y carácter apacible. Si tiene necesidades especiales, está bien”.
Cuando amar a un perro se siente mucho más difícil que amar a otro hombre.
Perdí a mi perro y mi matrimonio casi al mismo tiempo.
Mi marido y yo estábamos pasando por un proceso de separación cordial desde hacía año y medio cuando Jessie, nuestra perra labrador de 12 años, enfermó. Comenzó a tener dificultades para respirar, perdió peso de manera inexplicable y no se apartaba de mí con una melancolía persistente que no podía ignorar.
El veterinario encontró un tumor grande en sus pulmones. Me sentí desolada cuando murió cuatro meses después.
Jessie representaba los tiempos más felices de nuestra familia, un reflejo de cuando éramos jóvenes y nada nos había trastocado. Ella era la conexión constante y amorosa que todos habíamos tenido antes de que los hijos, y después nuestro matrimonio, crecieron y nos dejaron.
A pesar de los buenos términos de nuestro divorcio y de que seguíamos en comunicación e incluso habíamos pasado algunas Navidades juntos, cuando Jessie murió, no hubo manera de negar que nuestra familia nuclear compuesta por cuatro elementos, que ya no tenían una vinculación jurídica ni una cercanía física, si bien no había desaparecido, sí había cambiado de manera irrevocable.
Nuestro duelo por Jessie nos unió una vez más, compartimos anécdotas, lágrimas, fotos (“esta es la más tierna”, “no, ¡es esta!”), antes de desbandarnos otra vez.
El malestar posterior no me abandonó. Me levantaba sintiendo un vacío en el estómago, extrañaba el tintineo del collar de Jessie, que me invitaba a hacer el primer paseo del día. Me tomó mucho tiempo tirar lo que quedaba de sus croquetas. A veces, me sentaba en los escalones del porche trasero con un montón de pelotas de tenis e imaginaba que jugábamos a la pelota.
Sin embargo, tras unos meses de duelo, comencé a anhelar tener otro cachorro. Extrañaba la compañía, la necesidad y el amor incondicional de otra criatura. Y no ayudó que, a pesar de que mis amigos me invitaban a tomar cocteles y conversar frente a la chimenea tras divorciarme, pasaba más tiempo sola en el sofá del que había pasado en décadas.
Así que abrí una cuenta en Petfinder y busqué “tamaño mediano, de menos de un año, a 80 kilómetros, pelo corto, carácter agradable”.
Durante varias semanas exploré el sitio e imaginaba que sabría cuando mi verdadero amor apareciera. Una tarde, mientras veía la galería de fotos de cachorros traviesos, me encontré con Charlene, una sabueso de cinco meses, cuya cabeza inclinada me veía fijamente.
De orejas caídas, ojos enormes y un aullido lastimero y embriagador. Tenía la edad, el tamaño y la apariencia que buscaba. Según su perfil, la habían encontrado en los bosques de Tennessee con dos hermanos, pero ninguno parecía desconfiar de los humanos. De hecho, parecían ansiosos de tener una conexión emocional.
Igual que yo.
Envié mi solicitud a la liga de rescate, busqué una excusa por mi patio, al que le faltaba parte de la barda, y hablé de la conveniencia de tener que trabajar desde mi casa, además de prometer mi devoción canina. Curiosamente, me sentí como si estuviera tratando de salir con alguien; haciendo gala de humildad, presentándome como una “escritora activa de 54 años” que “tiene mucho amor para dar”.
En 24 horas, me invitaron a una visita para descubrir si Charlene y yo éramos la pareja perfecta.
Mi amiga Miriam me acompañó. Bajo una enorme carpa blanca, había una decena de sillas para las futuras parejas. Las dos mujeres a cargo trajeron a Charlene, que de inmediato se acurrucó en mi regazo. Después de un abrazo de diez minutos, la llevé al patio de aserrín para que jugara con otros adoptados caninos.
Ella se fue a jugar, pero regresaba de vez en cuando para verificar que yo siguiera ahí y luego volvía para acurrucarse sobre mis piernas. Esto me halagaba, pero me pareció algo rápido para alguien que, teniendo en cuenta mis recientes pérdidas, más bien debía tomarse las relaciones con calma.
Miriam nos tomó fotos, ya que parecía que estábamos hechas la una para la otra. Pero mientras las mujeres del refugio llenaban los formularios, ansiosas de concluir su evento con esta adopción final, me pareció que algo no andaba bien.
“Un momento”, dije, acariciando a Charlene mientras se me llenaban los ojos de lágrimas.
No me sentía lista para amar a otra criatura tan profundamente, para ser tan necesitada. No estaba preparada para renunciar a mi recién obtenida libertad ni para soportar toda esa preocupación por otro ser (sobre todo un cachorro abandonado que probablemente tenga “necesidades especiales”, como advierten los perfiles de las mascotas). Si le ocurría algo (su historial de salud era desconocido), no estaba segura de poder soportar otra angustia.
“Perdón, no estoy lista”, dije a las organizadoras, que parecían igual de molestas que sorprendidas. ¿Cómo podía dejar ir a un perro tan maravilloso cuando no podía darme el lujo de poner peros? Después de todo, debe haber muchas más mujeres solteras de mediana edad que perritos lindos en busca de un dueño.
Al día siguiente, cerré mi cuenta de Petfinder y abrí otra… en OkCupid.
Para ser honesta, registrarme en un sitio de citas humanas me hacía sentir que me estaba arriesgando menos. Ahora puedo ver la ironía, pero en aquel momento, reemplazar un matrimonio de 24 años (con dos hijos adultos) me hacía sentir menos angustia que conseguir otra mascota. Al fin y al cabo, me imaginaba que un compañero humano sería capaz de alimentarse, pasear sin correa y quedarse solo en casa mientras yo viajaba.
En un par de semanas, tras un par de tropiezos iniciales, pensé que había encontrado mi versión humana de Charlene: un hombre cariñoso y divertido, más o menos de mi edad, con un gusto similar en libros y música.
El perfil de CJ lo hacía ver como un hombre inteligente, seguro de sí mismo y autocrítico (presumía de su rutina diaria de ejercicio físico mientras admitía que acababa de comerse un pedazo de pastel). Y tenía dos gatos. Dada la nostalgia que tenía después de haber perdido una mascota, me pareció una buena señal.
Supuse que con un hombre, más que con un cachorro, podría mantener mi defensa emocional y conservar lo que me gustaba de la vida de soltera. CJ vivía a una hora de distancia, así que no tendría la presión de satisfacer las necesidades diarias de otra persona. Tenía su propia vida, pero parecía realmente interesado y atraído por mí. Podíamos pasarlo bien sin complicaciones.
Y así fue. Hasta nuestra tercera cita, cuando, en una caminata por el río Connecticut, de repente me hizo saber su necesidad de una relación seria… seguida de la creencia de que yo podría satisfacer esa necesidad.
“¿Te gustaría tener una relación seria conmigo?”, preguntó.
Me gustaba mucho, pero eso me parecía más rápido que el trato que había hecho conmigo misma. Quería confiar en que nos estábamos conociendo a un ritmo que se adecuaba a nuestras expectativas individuales.
“El optimismo no es lo tuyo”, me había escrito CJ cuando me opuse a que nos comprara entradas para un concierto para el que faltaban muchos meses.
Sin embargo, no tardé en bajar la guardia; no pude resistirme a nuestra fuerte conexión, al afecto y al tacto. Me dije que el amor a veces funciona, así que ¿por qué no ahora? ¿Por qué no nosotros?
Fueron tres meses encantadores. Nos enviábamos mensajes de texto y hablábamos todo el día, pasábamos los fines de semana juntos, íbamos de excursión, hacíamos listas de películas para ver, cantábamos canciones de su cancionero de los años 70, y nos acomodábamos fácilmente en las curvas del cuerpo del otro.
Pero con el tiempo, nuestro enamoramiento de cachorros dio lugar a las complicaciones de la vida. CJ presentó una serie de factores de estrés (una infección respiratoria grave, la muerte de uno de sus queridos gatos y un doloroso conflicto con un viejo amigo) que le provocaron una persistente melancolía. Me esforcé por saber cómo apoyarle emocionalmente, y a él le costó decirme cómo.
Entonces, un día, CJ me envió un correo electrónico para decirme que quería terminar la relación porque él se sentía demasiado vulnerable conmigo, porque yo no parecía saber cómo darle consuelo en sus peores días. Él no quería hablar de ello y no estaba dispuesto a tratar de arreglar las cosas.
Como temí desde el principio, las necesidades tácitas de otro ser superaron mi capacidad de satisfacerlas.
Mis defensas, ya maltrechas, se derrumbaron. Un nuevo vacío se alojó en mi estómago; apenas podía comer o dormir. ¿No era justo esa angustia la que tanto había querido evitar?
Y, sin embargo, luego de lamer mis heridas durante algunas semanas, comencé a salir por unos tragos con amigos de nuevo y recuperé mi compostura solitaria.
Cuando logré limar las asperezas dolorosas pude ver la relación como algo que, durante un tiempo, había traído alegría a mi vida.
Como escribió el poeta David Whyte (sí, compré todos los libros de poesía sobre el amor y el dolor): “El desamor, esperamos, es algo que podemos evitar; algo contra lo que hay que protegerse, un abismo que hay que buscar con cuidado para luego sortearlo. Pero el desamor puede ser la esencia misma del ser humano, de hacer la travesía de aquí para allá, y de llegar a querer profundamente lo que encontramos en el camino”.
Tal vez podía con el amor. Al menos con ciertos tipos.
Cerré mi cuenta de OkCupid… y reabrí la de Petfinder, con una lista expandida y mejorada de términos de búsqueda: “De pelo corto o largo, de cualquier edad, a 160 kilómetros y carácter apacible. Si tiene necesidades especiales, está bien”.