Es importante enfatizar que la lección no es que no debamos implementar medidas de salud pública durante una pandemia. A veces esas medidas son necesarias. Pero los gobiernos deben ser capaces de cambiar las políticas públicas ante circunstancias cambiantes y a partir de nueva evidencia.
¿Recuerdas cuando la covid iba a instaurar a China como la potencia dominante del mundo? Todavía a mediados de 2021, mi bandeja del correo estaba llena de alusiones a que el aparente éxito de China en contener el coronavirus mostraba la superioridad del sistema chino respecto al de las sociedades occidentales que, como dijo un analista, “no tenían la capacidad de organizar con rapidez a todos los ciudadanos en torno a un objetivo particular”.
En este momento, sin embargo, China se tambalea mientras otros países están regresando, más o menos, a la vida normal. El país continúa con su política de cero covid, imponiendo restricciones draconianas en las actividades cotidianas cada vez que surgen casos nuevos. Esta situación está provocando grandes dificultades personales y entorpeciendo la economía; las ciudades en confinamiento representan casi el 60 por ciento del PIB de China.
A principios de noviembre, según informes, muchos trabajadores huyeron de las instalaciones de Foxconn, una enorme planta que fabrica iPhones, no solo porque temían quedar confinados, sino también por temor a pasar hambre. Y en los últimos días, muchas personas en ciudades de toda China se han enfrentado a una represión férrea por manifestarse en contra de las políticas gubernamentales.
No soy experto en China, y no sé qué consecuencias tendrá esto. Por lo que entiendo, los verdaderos especialistas en el país tampoco lo saben. Pero creo que vale la pena preguntarse qué lecciones podemos sacar del paso de China de ser un posible modelo a seguir a convertirse en un ejemplo de debacle.
Es importante enfatizar que la lección no es que no debamos implementar medidas de salud pública durante una pandemia. A veces esas medidas son necesarias. Pero los gobiernos deben ser capaces de cambiar las políticas públicas ante circunstancias cambiantes y a partir de nueva evidencia.
Lo que estamos viendo en China es el problema de los gobiernos autocráticos que no pueden admitir sus errores y no aceptan evidencia que no les gusta.
En el primer año de la pandemia, las restricciones severas, incluso draconianas, tenían sentido. Nunca fue realista imaginar que los mandatos obligatorios del uso de mascarilla e incluso los confinamientos podrían evitar la propagación del coronavirus. Lo que podían hacer, más bien, era ralentizarla.
En un inicio, el objetivo en Estados Unidos y en muchos otros países era “aplanar la curva” y evitar un pico de casos que desbordaran los sistemas de atención médica. Después, cuando quedó claro que habría vacunas efectivas disponibles, el objetivo fue o debería haber sido retrasar las infecciones hasta que la vacunación generalizada lograra brindar protección.
Vimos esta estrategia en lugares como Nueva Zelanda y Taiwán, que al comienzo de la pandemia impusieron reglas estrictas que mantuvieron los casos y las muertes en niveles muy bajos y luego, cuando sus poblaciones alcanzaron la vacunación generalizada, flexibilizaron las reglas. Incluso con las vacunas, la apertura derivó en un aumento pronunciado de casos y muertes, pero no tan grave como habría ocurrido si estos lugares se hubieran abierto antes, por lo que el total de muertes per cápita ha sido mucho más bajo que en Estados Unidos.
Pero los líderes de China parecen haber creído que los confinamientos podrían acabar con el coronavirus permanentemente, y han estado actuando como si todavía creyeran eso, incluso cuando hay una cantidad abrumadora de evidencia que prueba lo contrario.
Al mismo tiempo, China fracasó en diseñar un plan B. Muchos chinos de edad avanzada —el grupo más vulnerable— aún no tienen su esquema completo de vacunación. China también se ha rehusado a utilizar vacunas fabricadas en el extranjero, a pesar de que las vacunas creadas en el país, que no usan tecnología de ARNm, son menos efectivas que las que están recibiendo en el resto del mundo.
Todo esto deja al régimen de Xi Jinping en una trampa creada por él mismo. Está claro que la política de cero covid es insostenible, pero eliminarla significaría admitir el error, algo que no les resulta fácil a los autócratas. Además, relajar las reglas significaría un aumento importante en los casos y muertes.
No solo muchos de los chinos más vulnerables no se han vacunado o han recibido vacunas de menor eficacia sino que, como se ha buscado erradicar el coronavirus, pocas personas tienen inmunidad natural. También el país tiene muy pocas camas de cuidados intensivos, lo que hace que China no tenga la capacidad de lidiar con una ola de covid.
Es una pesadilla, y nadie sabe cómo terminará. Pero ¿qué es lo que el resto de nosotros podemos aprender de China?
Lo primero es que la autocracia no es, en realidad, superior a la democracia. Los autócratas pueden actuar con rapidez y decisión, pero también pueden cometer grandes errores porque nadie puede decirles que se equivocan. En un nivel básico, existe una semejanza clara entre la negativa de Xi a rectificar su política de cero covid y el desastre de Vladimir Putin en Ucrania.
Paul Krugman ha sido columnista de Opinión desde 2000 y también es profesor distinguido en el Centro de Graduados de la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Ganó el Premio Nobel de Ciencias Económicas en 2008 por su trabajo sobre comercio internacional y geografía económica. @PaulKrugman