A sus 89 años, Ron Salisbury preside —tal como lo hace desde 1954— el venerable restaurante mexicano que abrieron sus abuelos inmigrantes. El linaje también es evidente entre los miembros del personal.
LOS ÁNGELES — Se podría decir que este negocio se fundó sobre una enchilada y fue rescatado por una margarita. Bien podría llamársele una institución de Los Ángeles. Pero más que nada, tras 100 años de existencia, El Cholo es un negocio familiar.
A sus 89 años, Ron Salisbury preside —tal como lo hace desde 1954— el venerable restaurante mexicano que abrieron sus abuelos inmigrantes. El linaje también es evidente entre los miembros del personal. Gerardo Ochoa, el chef principal en la sucursal insignia ubicada en Western Avenue, empezó como lavaplatos hace 27 años. Su hermano Sergio, un veterano de 40 años, dirige la cocina en la sucursal del centro; su padre, Ignacio, fue cocinero de línea en El Cholo en los años setenta y ochenta antes de regresar a su tierra natal de Michoacán, México.
En una industria conocida por su rotación de personal, 54 empleados —más de 1 de cada 10 de los que laboran en los muchos locales del restaurante— han trabajado ahí durante 20 años o más.
Su memoria colectiva ha sido esencial para preservar las tradiciones y los sabores que han hecho de El Cholo un destino seguro para celebridades, estudiantes universitarios y generaciones de familias del sur de California.
“Simplemente se ha heredado”, comentó Salisbury sobre el espíritu del restaurante, una mañana reciente mientras supervisaba el comedor para 280 comensales, y el equipo de cocina ya llevaba horas preparando salsas y atendiendo otras tareas. “Aquí tienen un recetario, pero no le prestan atención. Ellos conocen los matices”.
En muchos sentidos, El Cholo refleja la evolución de los gustos de los estadounidenses en lo que respecta a la comida mexicana, pues ha incorporado una gama más amplia de platillos que se han vuelto bien conocidos (o incluso se han originado) al norte de la frontera.
Sin embargo, Salisbury afirmó que las preparaciones todavía se basan en las recetas de su abuela, y hay un solo principio rector para todos los platillos, incluso para los que se han añadido o modificado con el correr de las décadas para adaptarse a los gustos cambiantes: “¿Es esto fiel a lo que ella habría hecho, está a la altura de su cocina?”.
Salisbury no es cocinero en absoluto, pero prácticamente se crió en el restaurante.
En 1923, sus abuelos, Alejandro y Rosa Borquez, plantaron sus raíces en un pequeño local —que desapareció hace mucho— cerca del Memorial Coliseum de Los Ángeles, que también se inauguró ese año. Le llamaron Sonora Café por el estado donde nacieron, y luego, en 1925, El Cholo.
Al poco tiempo, su hija Aurelia y su esposo, George Salisbury, a quien conoció cuando le atendió como mesera, abrieron una sucursal con cinco mesas tipo gabinete y doce taburetes en Western Avenue, más cerca de los incipientes estudios de Hollywood y el lujoso vecindario de Hancock Park. En 1931, se mudó al otro lado de la calle al establecimiento que ocupa actualmente, un bungaló de dos habitaciones reconvertido. El dormitorio del frente se convirtió en la estrecha sala de espera, que bien conocieron las legiones de comensales que esperaron en fila durante las décadas en que el restaurante aún no aceptaba reservaciones.
Dos años después, nació Ron Salisbury. “Mi madre me enseñó a contar mientras sumábamos las monedas en la caja registradora”, recordó Salisbury.
Más tarde, pasó a encargarse de tareas de la cocina después de la escuela y en los veranos, desvenaba chiles, envolvía tamales, acomodaba los platos que se iban a lavar. Al cumplir 18 años, su padre lo puso al frente del lugar por un día. Tres años más tarde, recién salido de la universidad, ya era gerente de tiempo completo.
“Mi padre nunca se sintió de verdad cómodo con el negocio del restaurante”, relató. A él, en cambio, le “pareció muy natural”.
Incluso para un restaurante que se define por la tradición familiar, mantenerse vigente como negocio gastronómico desde 1954 hasta 2023 ha sido una cuestión no de perseverancia, sino de innovación.
Por ejemplo, está la icónica salsa de enchiladas de El Cholo. Para los angelinos en 1923, “la comida picante no era habitual”, narró Salisbury, y la salsa se calibraba en consecuencia.
Pero a lo largo del último siglo, el paladar estadounidense se ha vuelto más aventurero. “Entonces, sin arriesgarnos mucho, agregamos un poco más de chile”, contó Salisbury, tan poco que “tal vez ni siquiera lo notarías, pero yo sentí que estaba alterando algo sagrado”.
Un menú que por mucho tiempo solo tuvo unos cuantos platos fuertes (como enchiladas, chile con carne, tamales y un plato combinado acompañado de arroz y frijoles), poco a poco se ha ampliado y ahora, en modo enciclopédico, muestra la fecha en que se agregó cada platillo (chimichangas, 1967; enchiladas de carne de cangrejo, 1971).
Los nachos se añadieron con sigilo, por iniciativa de una mesera de mucho tiempo, Carmen Rocha, cuyo conocimiento del platillo la siguió desde Texas cuando empezó a trabajar en El Cholo en 1959. Rocha comenzó a preparar los nachos para los comensales de la sección que ella atendía y pronto se volvieron indispensables.
A finales de los sesenta, se tuvo que tomar una decisión tensa, cuando la margarita se convirtió en una bebida popular. George Salisbury había limitado la oferta de alcohol a cerveza y vino. “Él sentía que servir licores fuertes solo causaría problemas”, recordó su hijo.
Ron Salisbury incorporó una margarita que él mismo admite no era muy buena hasta que un colega restaurantero le dio unas recomendaciones. El resultado —que lleva una mezcla de tequilas, y los detalles son de lo poco que no revelan las recetas ni la sabiduría popular de El Cholo— fue un momento decisivo.
“Si no hubiéramos ofrecido margaritas, no sé si seguiríamos aquí”, especuló Salisbury.
En las décadas transcurridas desde entonces, El Cholo ha florecido y pulido su imagen como una constante en una ciudad centrífuga. Los muros están decorados con fotografías que recuerdan su legado: los orígenes familiares, los chefs y los meseros de toda la vida, la evolución de los menús y un desfile de celebridades y atletas.
“En este momento, no nos podría estar yendo mejor, el negocio va muy bien”, afirmó. Pero hay bastantes desafíos. La pandemia, que durante muchos meses redujo las operaciones a servicios para llevar, dejó a muy pocos empleados a cargo de la demanda cuando los comensales regresaron con toda la fuerza. (Aunque la cocina de la sucursal principal tenía 44 empleados antes de la pandemia, ahora tiene 23. “Trabajamos más rápido”, comentó Gerardo Ochoa, el chef principal). La inflación ha ejercido presión en los costos, lo cual, a su vez, ha afectado los precios en el menú. Acechan temores de una recesión.
Aun así, Salisbury sigue enfocado en el futuro. El más joven de sus siete hijos, Brendon, de 34 años, se hará cargo en algún momento, sostuvo. (Otro de sus hijos, Blair, es dueño y gerente de un local de El Cholo en Pasadena que es independiente de las otras seis sucursales).