La vida de un migrante que espera en la frontera el momento adecuado para cruzar a Estados Unidos está en cambio constante. The New York Times intentó retratar un fragmento de esa travesía incierta al permitirle (sic) a las personas relatarlo en sus propios términos.
Adam Ferguson, fotógrafo del Times, montó una cámara de formato medio en un trípode con un cable disparador y después se alejó para que los migrantes decidieran el momento de presionar el botón.
Solo en los primeros cinco meses de este año, las autoridades estadounidenses han detectado a alrededor de 710.000 migrantes cerca de la frontera suroeste, una cifra que supera por cerca del 40 por ciento los niveles prepandémicos del mismo periodo en 2019. El aumento implica un desafío político importante para el gobierno de Joe Biden. Durante un viaje reciente a Guatemala, Kamala Harris, la vicepresidenta de Estados Unidos, describió algunos componentes de un paquete de ayudas de 4000 millones de dólares en Centroamérica para tratar de alentar a los ciudadanos a quedarse en casa.
“No vengan”, dijo.
Pero es poco probable que el mensaje sea atendido.
El viernes, la vicepresidenta, quien enfrentó críticas por sus declaraciones, viajó a la frontera, donde visitó un centro de procesamiento en El Paso.
Muchos migrantes emprenden el camino al norte para huir de la crisis económica, la violencia y la devastación de los desastres naturales.
Algunos, incluidos a quienes contactó el Times, ya intentaron cruzar antes, pero fueron detenidos y deportados. Esta vez, en la frontera, esperan tener un golpe de suerte y, finalmente, que se les permita quedarse.
Estos son algunos de sus retratos y las historias detrás de ellos.
“Yo no puedo arriesgar la vida de ella”
Rosa Arévalo dijo que decidió ir a Estados Unidos, a pesar de que sus parientes se lo desaconsejaron, para proteger a su hija, Kendra. En Guatemala, Arévalo había batallado para ganarse la vida con la venta de tamales y ropa en las calles de su pueblo. Su hermana en Maryland enviaba dinero para ayudar a pagar las cuentas, pero las transferencias se acabaron con la pandemia.
La situación se hizo todavía más difícil cuando su pareja la dejó después de una disputa por dinero con una pandilla. Pronto, los emisarios de las pandillas llegaron a la puerta de Arévalo para cobrar la deuda. Amenazaron con matar a su hija si no pagaba.
“Mi hermana me dijo que no fuera. La vida también es dura allá”, en Estados Unidos, dijo Arévalo. “Tuve que venir. Yo no puedo arriesgar la vida de ella”.
Arévalo fue deportada y enviada de vuelta a México después de su primer intento de ir al otro lado de la frontera. Encontró un trabajo de limpieza en México mientras espera la próxima oportunidad para cruzar.
“Nunca pensé en los peligros que había en el camino”
América Yanira López tomó su fotografía el día que ella y sus tres hijos fueron liberados por un cártel después de un mes en cautiverio. Fueron secuestrados cuando intentaban cruzar la frontera y los mantuvieron en un almacén en el desierto con otros migrantes mientras los delincuentes negociaban el rescate con sus parientes en Estados Unidos.
López todavía tenía moretones de las golpizas que le dieron cuando estuvo de rehén.
Nunca esperó que el viaje casi le costara la vida.
“El coyote nos dijo que era bien fácil”, relató López, “que era seguro, que todo estaba pagado”.
“Nunca pensé en los peligros que había en el camino”.
“Tengo miedo de que me encuentren”
Doris Lara tomó la carretera con su hijo de 4 años después de que dos huracanes consecutivos destruyeron su casa el año pasado. La travesía casi los mata.
Camino a México, los coyotes los encerraron en un camión sin agua, lo que enfermó de deshidratación a su hijo. Dijo que unos traficantes rivales la secuestraron al llegar a Puebla y exigieron que su esposo, que ya había llegado a Estados Unidos, pagara su rescate. No esperó al pago y mejor se escapó cuando su celador se quedó dormido.
Lara señaló que intentó cruzar la frontera una vez, pero la atrapó la Patrulla Fronteriza, le tomaron las huellas digitales y la enviaron de regreso a México. Comentó que tan solo estaba esperando una oportunidad para cruzar de nuevo y reunirse con su marido en Kansas City, Misuri, antes de que los secuestradores la vuelvan a encontrar.
“Tengo miedo de que me encuentren”, dijo.
En Oklahoma, los espera la ayuda. Pero primero, tienen que llegar ahí
Linfir López y su esposa, Astrid Baten, solo trajeron de Guatemala una Biblia, documentos personales y la ropa que llevaban puesta. Vendieron el resto de sus posesiones para pagar a los contrabandistas.
Iban a buscar trabajo. En su país no había trabajo ni tenían una casa propia.
Intentaron cruzar la frontera una vez, pero la Patrulla Fronteriza los capturó y fueron enviados de regreso a México. Dijeron que no tenían más alternativa que seguir intentándolo hasta llegar a Oklahoma, donde tienen amigos que pueden ayudarlos.
“Íbamos a morir de hambre”
La vida ya era una lucha para la familia de Belkis Quiroz cuando el huracán Eta destruyó su hogar en Honduras el año pasado. Dormían en iglesias y refugios y sobrevivían con donativos de comida.
El huracán acabó con los trabajitos de reparación que su marido, David Benavides, había estado consiguiendo en la pandemia y los dejó sin ingresos ni futuro.
De “quedarnos en Honduras, íbamos a morir de hambre”, dijo Benavides. “El futuro de nuestro hijo, no queríamos que fuera igual al de nosotros”.
“Tenía miedo de quedarse solo”
Stephany Solano estudió Informática y disfrutaba de caminar en el parque de su barrio en Ciudad de Guatemala y nadar con amigos en un lago cercano. La vida cambió de manera drástica cuando su padre desarrolló una enfermedad renal crónica hace dos años.
Se quedó sin empleo y la madre de Stephany tuvo que dejar su trabajo como costurera para cuidar de él. Perdieron su casa y tuvieron que mudarse con los abuelos de Stephany. Se las arreglaban a duras penas con la comida donada por una iglesia y sus familiares. Stephany tuvo que dejar de ir a la escuela y saltarse algunas comidas para reducir los gastos.
Un día, cansada de su situación, la familia organizó una reunión. Decidieron enviar a Stephany y a su madre a Estados Unidos para buscar trabajo. La parte más difícil fue dejar atrás a su padre enfermo, dijo Stephany.
“Tenía miedo de quedarse solo y le preocupaba que nos pasara algo en el camino”, dijo.
“Quiero recuperar a mis hijas por la vía legal”
Gertrudis Ortega ha tenido una vida difícil. A los 14 años fue obligada a casarse con un miembro de una familia de delincuentes que básicamente controlaban Ometepec, su pueblo en el sur de México.
Poco después del matrimonio, cruzó ilegalmente a Estados Unidos para reunirse con su esposo, que abusaba de ella. Soportó 18 años de golpizas mientras criaba a sus dos hijas. Al final fue deportada a México cuando la policía se enteró de los negocios de narcotráfico de su marido.
Al volver a Ometepec conoció a Víctor Castro, un soldador, y decidió empezar una nueva vida. Pero su pasado no la dejaba en paz. La poderosa familia de su exmarido la acosaba y amenazaba con matarla si intentaba recuperar la custodia de sus hijas.
Cuando se embarazó, ella y Castro decidieron escapar a Texas. Su hija, Betani, nació del lado mexicano de la frontera. En Estados Unidos, Ortega espera recibir la justicia que se le negó en México y reunirse con sus hijas adolescentes, que nacieron en Estados Unidos y son ciudadanas.
“Quiero recuperar a mis hijas por la vía legal”, dijo.
“Dijo que me iba a matar cuando saliera”
Todo lo que Teresa de Jesús Hernández llevaba consigo al cruzar a México de camino a la frontera con Estados Unidos eran a su hija María, de 7 años; un celular, y 15 dólares. El dinero restante lo había gastado en los coyotes, los traficantes que los migrantes contratan para llegar a la frontera. Esperaba huir de su esposo abusivo y encontrarse con su tía en Nueva York.
Él estaba en la cárcel por violencia doméstica en El Salvador y, al acercarse la fecha de su liberación, Hernández empezó a temer por su vida. “Dijo que me iba a matar cuando saliera”, dijo Hernández. “Por eso me fui”.
Los contrabandistas la engañaron y le hicieron creer que lo había logrado
Los familiares de Mariola Hernández le enviaron dinero para ayudarla a llegar a Estados Unidos con su bebé de 1 año, Jasmine, desde su pequeño pueblo en Guatemala. Los contrabandistas la engañaron al hacerle creer que habían llegado a territorio estadounidense. En cambio, los dejaron en un almacén cerca de Ciudad Juárez a merced de pandillas y funcionarios mexicanos corruptos.
Intentó cruzar sin los contrabandistas, pero la atraparon y la enviaron de regreso a México. Desde entonces, ha estado durmiendo en los refugios de la iglesia con su hija.
“Vi que mataron a muchos amigos”
Amy Rose Henríquez llegó a la frontera para ser quien deseaba. Su familia en El Salvador la quería y aceptaba su identidad sexual. Pero vivía en un barrio pobre de un país muy conservador socialmente y a menudo sufría violencia y transfobia.
“Vi que mataron a muchos amigos, tanto por ser así como por no querer ingresar a las pandillas”, dijo.
Dejó la escuela para ayudar a su familia al atender la caja de un restaurante de comida rápida durante largos turnos. Pero nunca parecía ser suficiente y a duras penas pagaba las cuentas.
En su travesía de un año hacia Estados Unidos, Henríquez, una mujer trans, soportó penurias y discriminación. Pero también vio atisbos de lo que podía llegar a ser su vida.
“No ajustamos con el dinero cuando nos amenazaron”
Eduardo Benavides cultivaba frijol, aguacate y piña con su esposa y sus siete hijos en el terreno de su familia en una zona rural de El Salvador. Lo que producían apenas les generaba unos 5 dólares al día. No era suficiente para que sus hijos continuaran en la escuela, así que después de un año de educación se le unían en las labores del campo.
Trabajaban a diario y solo paraban el domingo para ir a la iglesia.
Cuando la poderosa pandilla MS-13 empezó a pedirles 20 dólares al mes en febrero a cambio de protección, Benavides se dio cuenta de que no podía pagar. Se encaminó a la frontera de Estados Unidos con su esposa, su hijo Jonathan y dos de sus hijos menores. Los que tenían edad suficiente para trabajar se quedaron a su suerte en El Salvador, buscando trabajo en la construcción.
“Desde niño lo único que quería era ser agricultor y trabajar la tierra”, dijo Benavides. “De repente, la misma pobreza nos hace emigrar, porque no ajustamos con el dinero cuando nos amenazaron”.
“No tengo a donde ir”
Se fue de Honduras de un día para otro y dejó atrás su modesto negocio de venta de ropa y canastas hechas a mano. Una noche, los pandilleros llegaron a su casa en una de las ciudades más violentas de Centroamérica para reclutar a la fuerza a su hijo. Le pusieron una pistola en la cabeza y destrozaron la casa cuando no encontraron al muchacho.
Ella llamó a su hijo y le dijo que no volviera a la casa. Agarra el primer autobús que vaya al norte, le dijo. Con miedo a las represalias, ella y su familia reunieron algunas cosas que pudieran cargar y se dirigieron a la frontera, esperando poder refugiarse en casa de un pariente en Nueva Orleans.
La mujer, que pidió el anonimato porque teme a los pandilleros en Honduras, sigue aterrada. Le preocupa constantemente que la encuentren en el albergue de la frontera donde se está quedando.
Ya antes había intentado cruzar a Estados Unidos con sus hijos y nietos, pero la Patrulla Fronteriza la capturó, la separó de ellos y la regresó a México.
“Mi historia no la escucharon”, dijo. “No tengo a donde ir”.
Carlos Soyos, un migrante de Guatemala que espera reunirse con su esposa e hija en Estados Unidos, con su hijo Enderson en un refugio en la ciudad fronteriza de Ciudad Juárez, México, el 28 de abril de 2021. (Adam Ferguson/The New York Times)
Rosa Arévalo, de 25 años, con su hija Kendra, de 7, en un campamento informal para migrantes en Reynosa, México, el 5 de mayo de 2021.